Un
campesino había sembrado muchos guisantes, pero unas grullas tomaron la
querencia de venir a comérselos.
-Ya
veréis cómo os quito yo esa costumbre -se dijo el campesino.
Compró un
cubo de vino, lo echó en una artesa, lo mezcló con miel, luego montó la artesa
en el carro y se marchó al campo. Cuando llegó a su parcela, descargó la
artesa, la dejó allí y él se tendió a descansar, escondido.
Llegaron
las grullas y se pusieron a comerse los guisantes. Luego vieron la artesa y
bebieron de ella hasta que todas se derrumbaron borrachas perdidas.
El hombre
acudió corriendo, las ató a todas por las patas, las echó en el carro y
emprendió la vuelta a su casa.
Por el
camino, con el traqueteo, las grullas se despabilaron, volvieron en sí,
empezaron a agitar las alas y remontaron el vuelo, levantando con ellas al
campesino, el carro y el caballo. Subieron muy alto, muy alto. El campesino
agarró entonces un cuchillo, cortó la cuerda y fue a caer en medio de un
pantano. Un día y una noche estuvo forcejeando a más y mejor hasta que pudo
salir de allí.
De vuelta
á su casa se encontró con que su mujer había dado a luz y tenía que ir a buscar
al pope para bautizar a la criatura.
-No
-dijo-. Yo no voy a buscar al pope.
-¿Por
qué?
-Porque
tengo miedo a las grullas. Son capaces de remontarse otra vez conmigo y, si me
caigo del carro, me puedo matar.
-No te
preocupes, hombre: te ataremos al carro con una cuerda.
Bueno,
pues le montaron en el carro, le ataron con una cuerda, y condujeron el caballo
hasta el camino. En cuanto le pegaron un par de fustazos, el caballo emprendió
el trote.
A la
salida de la aldea había un pozo. El caballo, al que no habían dado de beber
todavía, quiso saciar su sed. Se apartó del camino y fue derechito al pozo. Era
un pozo que no tenía brocal. Además, dio la casualidad de que el arnés no tenía
retranca ni el cabezal tenía brida y la collera era demasiado grande. El
caballo se inclinó hacia el agua, saliéndose de la collera. Cuando acabó de
beber volvió hacia el camino, y allí se quedaron el carro y el campesino.
Precisamente
por entonces, unos cazadores habían hecho salir a un oso del bosque. Huyendo de
ellos a todo correr se encontró con el carro, quiso saltar por encima y fue a
meterse en la collera. Como los cazadores venían detrás, el oso reanudó su
carrera tirando del carro.
-¡Socorro!
¡Socorro! -gritaba el campesino.
Más
asustado todavía al oírle, el oso se lanzó a ciegas por campos, barrancos y
pantanos. Así llegó hasta un colmenar y, quizá porque quisiera comer miel, trepó
a un árbol, siempre tirando del carro. Subió hasta lo más alto, pero el peso
del carro tiraba de él hacia abajo. El pobre oso no sabía qué hacer.
Al poco
rato se presentó el amo del colmenar y vio al oso en lo alto del árbol.
-¡Ya
caíste, amigo! -dijo. ¿Habráse visto holgazán igual? Viene a robarme miel y,
además, viene en carro...
El hombre
agarró un hacha y se puso a talar el árbol a ras de tierra. El árbol, al
desplomarse, destrozó el carro y aplastó al campesino.
En cuanto
al oso, se desprendió de la collera y ¡piernas, para qué os quiero...!
Para que
veáis cómo son las grullas.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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