Por
asuntos de la gran Sociedad industrial de que yo formaba parte, hube de ir
varias veces a M***, donde nadie me conocía y a nadie conocía yo. Durante mis
breves residencias en la mejor fonda, pude, desde mi ventana, admirar la
hermosura de una señora que vivía en la casa de enfrente. Desde mi observatorio
se registraba del modo más indiscreto su tocador, y yo veía a la bella que,
instalada ante una mesa cargada de frascos y perfumadores, contemplándose en el
espejo, peinaba su regia mata de pelo color caoba, complaciéndose en halagarla
con el cepillo, en ahuecarla y enfoscarla alrededor de su cara pálida y
perfecta. Cuando acababa de morder las ondulaciones laterales el último
peinecillo de estrás, sonreía satisfecha, alisando reiteradamente, con la
mano larga y primorosa, el capilar edificio. Después se pasaba por la tez,
suavemente, la borla de los polvos; se pulía las cejas; se bruñía interminablemente
las uñas con pasta de coral; se probaba sombreros, lazos, cinturones, piquetes
de flores, encajes, que arrugaba alrededor del cuello; en suma: se consagraba
largas horas a la autolatría de su beldad.. Y clavado a la ventana por el
incitante espectáculo, encendida la sangre al profanar así la intimidad de una
mujer seductora, nacía en mí otra curiosidad, el ansia de conocer su historia,
en la cual, sin duda, habría episodios pasionales, goces, penas, recuerdos...
Me
estremecí, por consecuencia, al oír una noche, en la mesa redonda, que
pronunciaban su nombre, que la discutían... Me alteré, como el cazador al
sentir rebullir en el matorral la pieza que aguarda. Motivaba la conversación
el haber dichoo monsieur Lamouche, el viajante francés en joyas, que pensaba
pasar a casa de la «belle madame...» -aquí el apellido, que no entregaré a la
publicidad-para ofrecer su stock, esperando importante venta.
-¡Ni que
lo piense usted!-objetó uno de los comensales, señorito venido de un pueblo
próximo a pasar el día alegremente en M***-. Conozco de sobra al marido de
Tilde, que es prima mía allá..., no sé por dónde..., y desde que le regaló a su
mujer el aderezo de boda, se acabaron los despilfarros. ¡Sí, a buena parte! Más
tacaño que las hormigas...
-¿Será -observó,
chapurreando, el viajante- que el esposo se entender mal con su dama, la cual
es sí bonita y le trompará, allons,
todo naturalmente?
-¡Ojalá! -suspiró,
en chanza, el señorito-. Si a Tilde le diese por ahí, soy capaz de apuntarme
en lista con él número uno, así me rompiese la crisma el dueño legal. ¡Al
contrario! Tilde no ha dado jamás que decir ni esto... No niego que esté
engreída con su hermosura; lo está, y mucho ; pero su única pasión es la
compostura, el adorno. La disloca, más que hacer conquistas, que rabien las
otras mujeres ante su elegancia. ¡Bah! Si en algo hubiese delinquido, aunque
sólo fuese en una mirada, se sabría. En los pueblos relativamente pequeños no
quedan ocultas esas cosas... Y la que entrega la mirada, lo entrega todo... Les
repito a ustedes, y cualquiera se lo, repetirá, que Tilde no sólo es
intachable, sino glacial e inexpugnable.
Los demás
comensales confirmaron el aserto del señorito.
-Entonces
-insistió el francés, que no perdía de vista su negocio-, si ella ama tanto la toilette, yo traigo cosas deliciosas...
-¡Tiempo
perdido! No se ablanda el cónyuge... ¡Es un suelo! ¡Tener una mujer así, y
sujetarla a una mensualidad exigua para sus trapos! Merecía...
Al final,
de la plática, que aún se prolongó verbosamente, latíame el corazón, las
arterias me zumbaban: una idea extraña acababa de ocurrírseme. El señorito y
los restantes huéspedes se fueron al teatro, y solo ya con monsieur Lamouche,
que gustaba de mi conversación porque hablábamos corrientemente en francés, le
hice da proposición, y en vez de negarse en seco -lo que yo temía-, la aceptó
y aun la celebró regocijado, haciendo en el aire ademán de pegarme en el
vientre una palmadica.
-¡Oh! ¡Ma foi! Muy bonito, muy español está
eso... ¡Como en los romances, sapristi!
Sólo le pido de no comprometerme, de tener prudencia...
Conviene
saber que el viajante me conocía de antiguo; me respetaba como a persona metida
en altos negocios, y estaba muy hecho a distinguir la gente seria de los
tramposos, en su peligroso oficio de traficante en artículos superfluos, que
todos desean poseer y todos repugnan pagar. Rehusó la fianza que quise
entregarle, y puso en mis manos dos cajas de zapa negra, rellenas de. sus
preseas mejores. Y, con las cajas bajo el brazo y el alma -en un hilo, subí la
escalera de la casa de Tilde, a quien, por fin, iba a ver de cerca, a solas quizá,
en la misma habitación templo de su hermosura... Sólo esto me proponía: verla,
respirar su hálito de ámbar, y que acaso nuestras manos se rozasen un momento
al manejar las joyas... Y me anunciaron, y, efectivamente, pasé al tocador,
deslumbrado ya, mareado, febril...
Envolvía
a Tilde una bata que yo conocía, de seda flexible, gris, plegada, con tanto
encaje amarillento, que apenas se veía la tera. ¡De cerca era más divina aún
la beldad! En su lotería se pagaban aproximaciones... No sé qué ambiente
luminoso y embriagador la rodeaba; no sé qué efluvios sutiles, delicadísimos,
se desprendían de su cuerpo joven, perfumado, libre y suelto como el de las
estatuas helénicas dentro del amplio plegazón del ropaje... Turbado, y
dominando mi turbación, abrí las cajas y presenté el surtido. Salieron brazaletes
y orlas, cadenas y pinjantes, lanzaderas, sartas y «perros» endiaman tados, que
ella cogía, tocaba, probaba, se colgaba, se ceñía, con leves chillidos y
exclamaciones de placer. Todo le gustaba; mirábase al espejo, hacía jugar las
manos, ensortijadas, a la luz que entraba por la ventana, la ventana
indiscreta, reveladora. No me veía; yo era para ella el escaparate, lo menos
que secundario, lo accesorio.
Al fin,
entre diversas tentaciones, una más fuerte se clavó en su alma femenil. Un
collar, de brillantes y perlas peraltadas, un antojo ya antiguo, sin duda, y
cuya falta, en su estuchejoyero, la había desconsolado mil veces, fijó sus
ojos, súbitamente entristecidos, y su voz se volvió opaca y tímida para
preguntar:
-¿Cuánto?...
Lancé el
precio -me había enterado bien, y vi apagarse sus pupilas oscuras, lucientes
de deseo y codicia. ¡No tenía dinero para la ansiada joya! Entonces, un
chispazo de mi voluntad ardió en mí. No razoné: murmuré, con silbo serpentino
al pie del árbol del Mal:
-Si la
señora gusta del collar..., hay mil maneras... Damos toda clase de
facilidades... El pago no es urgente... Una cantidad al mes, por ejemplo...
Levantó
lentamente la cabeza, y por primera vez me miró. Su olfato fino, su sagacidad
de Eva habituada a la adoración, percibió en mi balbuceo «algo» más allá de
las cláusulas que pronunciaba. El temblor del alma se filtraba al través de
las vulgares ofertas comerciales, como rezuma el agua por el búcaro. Con los
ojos respondí a los suyos, que interrogaban sin querer; los puñales, buídas, crueles,
de nuestro espíritu, se cruzaron en forma de ojea- da larga y significativa...
«No ha delinquido ni con una mirada...» «La que entrega la mirada, lo entrega
todo.» Recordé esta frase del señorito, y al recordarla, me deslumbró más aún
aquella luz diabólica que llegaba adentro, al fondo de mi ser de hombre apasionado,
caprichoso, en la plenitud de la edad... Y seguro de que al mirar de Tilde no
le añadirían sentido alguno las palabras de un diccionario entero, me incliné y
le tendí al mismo tiempo brazos y collar, abrochándolo tiránicamente a su
garganta, tembloroso al enredarme los dedos en la regia mata de pelo caoba,
viva y eléctrica...
Me costó
algo cara Tilde. A joya por entrevista... No obstante, jamás lloraré aquellos
miles de francos, porque, al volver años después a M***, supe que la hermosa -siempre
hermosa, pues parecía poseer un secreto y conservarse entre nieve- seguía
pasando por mujer inexpugnable, que ni con la mirada...
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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