Conocí en
París a la marquesa de Roa, con motivo de encontrarnos frecuentemente en la
antesala del célebre especialista en enfermedades nerviosas doctor Dinard. Yo
iba allí por encargo de una madre que no tenía valor para llevar en persona a
su hija, atacada de uno de esos males complicados, mitad del alma, mitad del
cuerpo, que la ciencia olfatea, pero no discierne aún, y la marquesa iba por
cuenta propia, porque era víctima de un padecimiento también muy singular.
La
marquesa sufría accesos de risa sin fin, en que las carcajadas se empalmaban
con las carcajadas, y de los cuales salía despedazada, exánime, oscilando
entre la locura y la muerte.
Uno tuve
ocasión de presenciar en la misma Balita de espera del doctor, de vulgar
mobiliario elegante, adornada con cuadros y bustos que atestiguaban e1
reconocimiento de una clase muy expuesta a la neurosis: los artistas. Y
aseguro que ponía grima y espanto el aspecto de aquella mujer retorciéndose
convulsa, hecha una ménade, sin una lágrima en los ojos, sin una inflexión
tierna en la voz, escupiendo la risa sardónica y cruel, como si se mofase, no
sólo de la Humanidad ,
sino de si misma, de su destino, de lo más secreto y hondo de su propio ser...
Fué el
especialista, que se hizo un poco amigo mío y a quien invitamos a almorzar en
nuestro hotel varias veces, quien me enteró de la causa del achaque, que no
acertó a curar, sino solamente a aliviar algo, consiguiendo que las crisis
crónicas se presentasen con menos frecuencia. El me refirió la historia,
justificando así su aparente indiscreción
-Se trata
de cosa muy pública en la ciudad española donde ocurrió, y me sorprende que
usted no esté enterada. Pregunte a cualquiera de allí y se lo referirá punto
por punto. Yo tengo que confesar a mis clientes, pues dada mi especialidad, el
conocimiento de los antecedentes psicológicos me sirve de guía. ¡Camino por
una selva tan oscura! ¡Es un misterio tan profundo este de la neurosis! Y no
crea usted que ha sido negocio fácil la confesión, porque, al acordarse no más
de la causa de su risa, la marquesa se siente acometida de nuevas crisis
furiosas, y ríe, ríe, ríe inextinguiblemente...
Parece
que esta señora, joven y bella entonces (hoy el horrible mal la ha desfigurado),
estaba enamoradísima de su marido, con el cual se había casado contra toda la
voluntad de su madre. Ella era rica, poderosa: dehesas, cortijos, olivares y
el título hereditario. El no poseía capital, a menos que por capital se cuente
lo agradable de la figura, lo simpático del trato, un encanto especial que le
atraía corazones. Manolito (así le llamaban sus amigos) se contaba en el
número de esas personas imprescindibles en toda fiesta y jarana; y a pesar de
su casamiento continuó, en parte, haciendo vida de soltero alegre,
consintiéndolo la marquesa. «No me parece mal -decía ésta- que te diviertas
con los muchachos jóvenes. Lo que no habré de tolerar será que estas
diversiones sirvan de pretexto a devaneos con mujeres. Si quieres a otra, si
otra te atrae más que yo, me lo dices: podré habituarme a vivir sin tu amor;
pero nunca, ¿entiendes?, soportaré en ti, amándote como te amo, la mentira.
Acuérdate de esto, Manolo... Mira que yo creo en ti, y que para existir necesito
creer. No me mientas, ¡eso nunca! No podría resistirlo...»
Debió él
de prometer y aun jurar (todo eso que se hace en análogas situaciones), y
ella, con la confianza propia de las almas nobles, de la gente incapaz de
vileza, se fió sin recelo alguno en promesas y juramentos. Por la maldad de la
naturaleza humana, a los confiados es a quienes más se engaña, hasta sin escrúpulo.
Manolo sabía que Dolores Roa era incapaz de espionaje, y que si llegasen a
traerle chismes y delaciones, antes prestaría fe a las palabras del hombre
amado que a las de los extraños; así es que, no mucho después de la boda, comenzó
a enredarse en aventurillas galantes, y acabó por establecer relación íntima
con una de las amigas de Dolores, señora de la mejor.sociedad, esposa de un
banquero que hacía continuos viajes a París, Londres y Hamburgo, lo cual daba a
los amantes facilidad para verse y pasar reunidos largas horas.
Explicaba
Manolo las ausencias con cacerías, comirias, expediciones y jiras en compañía
de sus amigos, y Dolores, fiel a su sistema de tolerancia eariñosa, llegaba
hasta animarle para que no faltase, y celebraba a la vuelta las anécdotas y
lances de la función, referidos por Manolo con humorística gracia, porque el
hábil engañador tenía cuidado de no mentir siempre y de concurrir no pocas
veces, en efecto, a las distracciones adonde decía que concurría, por tener (si
su mujer preguntaba o hacía indagaciones) más elementos para justificarse en
cualquier caso.
Una noche
acostóse Dolores nerviosamente intranquila, sin saber el motivo. Mejor dicho:
lo sabía, o se figuraba saberlo. Manolo formaba parte de numerosa expedición
por el río abajo, a caza de patos silvestres; iban en un vaporcillo viejo,
comprado de desecho y que se alquilaba para estos casos, y Dolores, noticiosa
del mal estado del vapor, sentía una angustia profética, y vaga, en que el
corazón parecía reducírsele de tamaño (son sus palabras) y convertirse en una
bolita microscópica. Española de raza, saltó de la cama, encendió dos velas a
una Virgen de los Dolores traspasada con los siete puñales, y rezó largas
oraciones antes de volver a recogerse. Su sueño fué agitado, lleno de
terribles pesadillas: veía a Manolo con la cara negra, el pelo pegado a las
sienes, chorreante, y despertó gritando, llamando a su esposo con infinita ansiedad.
Era la
hora del amanecer, tan poética en los países del Mediodía. Los azahares
perfumaban el aire, y el sol salía claro y puro, como si acabase de bañarse en
las aguas del río. La marquesa, reanimada, se arregló el pelo y se puso una
mantilla para ir a misa a la iglesia próxima. Al primer grupo de gente
madrugadora que encontró, se detuvo, hecha la estatua del espanto. Hablaban de
una catástrofe, de la pérdida de un vapor en que iba gente conocida, de
fiesta y broma, a una cacería de patos en el río... Se habían salvado pocos,
pereciendo ahogados los más.
Blanca
como la pared,, castañeteando los dientes, Dolores : apenas tuvo fuerzas para
volver a su casa, tambaleándose. Loca y paralizada a la vez, ni sabía qué
hacer, ni a quién llamar; lo inmenso del horror la trastornaba. Sólo acertaba a
repetir: «¡Manolo! ¡Manolo!...», con el acento del que llama a un ser
sobrenatural... Y cuando repetía con más dolor y extravío: «¡Manolo!...», he
aquí que aparece en la puerta Manolo en persona, sonriente, alegre,
tendiéndole los brazos... No se sabe qué instinto de lucidez, qué extraña astucia
vital se desarrolla en momentos supremos. Lo cierto es que Dolores, encarándose
con su esposo, en vez de referirse a la catástrofe, hizo esta extraña pregunta:
-Os
habéis divertido mucho, ¿eh? ¿No ha ocurrido nada desagradable?
-¿Qué iba
a ocurrir? Una excursión deliciosa..., bonitísima...
Y ella,
entonces, después de mirarle fijamente, rompió a reír a carcajadas... ¡Su risa
llenaba la casa de ecos fúnebremente burlones; reía sin tasa y sin tregua;
abofeteaba, escupía su risa al rostro del descarado engañador, que llegaba en
derechura de pasar su noche amorosa, y no sabía palabra de la catástrofe...!
Y desde
entonces, Dolores rió, rió insensatamente, retorciendo sus nervios, gastando
su vigor en la convulsión de aquella risa, escarnio de su ilusión destrozada,
de su alma generosa en ridículo...
Riendo se
separó del embustero; riendo arrastró su amargura por tierras lejanas...
Ahí tiene
usted la explicación de la enfermedad extraordinaria de la marquesa de Roa.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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