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sábado, 1 de febrero de 2014

La risa

Conocí en París a la marquesa de Roa, con motivo de encontrarnos fre­cuentemente en la antesala del céle­bre especialista en enfermedades ner­viosas doctor Dinard. Yo iba allí por encargo de una madre que no tenía va­lor para llevar en persona a su hija, atacada de uno de esos males compli­cados, mitad del alma, mitad del cuer­po, que la ciencia olfatea, pero no dis­cierne aún, y la marquesa iba por cuen­ta propia, porque era víctima de un padecimiento también muy singular.
La marquesa sufría accesos de risa sin fin, en que las carcajadas se empal­maban con las carcajadas, y de los cua­les salía despedazada, exánime, oscilan­do entre la locura y la muerte.
Uno tuve ocasión de presenciar en la misma Balita de espera del doctor, de vulgar mobiliario elegante, adorna­da con cuadros y bustos que atestigua­ban e1 reconocimiento de una clase muy expuesta a la neurosis: los artis­tas. Y aseguro que ponía grima y es­panto el aspecto de aquella mujer re­torciéndose convulsa, hecha una ména­de, sin una lágrima en los ojos, sin una inflexión tierna en la voz, escupiendo la risa sardónica y cruel, como si se mo­fase, no sólo de la Humanidad, sino de si misma, de su destino, de lo más se­creto y hondo de su propio ser...
Fué el especialista, que se hizo un poco amigo mío y a quien invitamos a almorzar en nuestro hotel varias veces, quien me enteró de la causa del acha­que, que no acertó a curar, sino sola­mente a aliviar algo, consiguiendo que las crisis crónicas se presentasen con menos frecuencia. El me refirió la his­toria, justificando así su aparente in­discreción
-Se trata de cosa muy pública en la ciudad española donde ocurrió, y me sorprende que usted no esté enterada. Pregunte a cualquiera de allí y se lo referirá punto por punto. Yo tengo que confesar a mis clientes, pues dada mi especialidad, el conocimiento de los an­tecedentes psicológicos me sirve de guía. ¡Camino por una selva tan oscu­ra! ¡Es un misterio tan profundo este de la neurosis! Y no crea usted que ha sido negocio fácil la confesión, porque, al acordarse no más de la causa de su risa, la marquesa se siente acometida de nuevas crisis furiosas, y ríe, ríe, ríe inextinguiblemente...
Parece que esta señora, joven y bella entonces (hoy el horrible mal la ha des­figurado), estaba enamoradísima de su marido, con el cual se había casado contra toda la voluntad de su madre. Ella era rica, poderosa: dehesas, corti­jos, olivares y el título hereditario. El no poseía capital, a menos que por ca­pital se cuente lo agradable de la figura, lo simpático del trato, un encanto especial que le atraía corazones. Mano­lito (así le llamaban sus amigos) se contaba en el número de esas personas imprescindibles en toda fiesta y jarana; y a pesar de su casamiento continuó, en parte, haciendo vida de soltero ale­gre, consintiéndolo la marquesa. «No me parece mal -decía ésta- que te di­viertas con los muchachos jóvenes. Lo que no habré de tolerar será que estas diversiones sirvan de pretexto a deva­neos con mujeres. Si quieres a otra, si otra te atrae más que yo, me lo dices: podré habituarme a vivir sin tu amor; pero nunca, ¿entiendes?, soportaré en ti, amándote como te amo, la mentira. Acuérdate de esto, Manolo... Mira que yo creo en ti, y que para existir nece­sito creer. No me mientas, ¡eso nun­ca! No podría resistirlo...»
Debió él de prometer y aun jurar (todo eso que se hace en análogas si­tuaciones), y ella, con la confianza pro­pia de las almas nobles, de la gente incapaz de vileza, se fió sin recelo al­guno en promesas y juramentos. Por la maldad de la naturaleza humana, a los confiados es a quienes más se en­gaña, hasta sin escrúpulo. Manolo sa­bía que Dolores Roa era incapaz de espionaje, y que si llegasen a traerle chismes y delaciones, antes prestaría fe a las palabras del hombre amado que a las de los extraños; así es que, no mucho después de la boda, comen­zó a enredarse en aventurillas galan­tes, y acabó por establecer relación ín­tima con una de las amigas de Dolo­res, señora de la mejor.sociedad, espo­sa de un banquero que hacía continuos viajes a París, Londres y Hamburgo, lo cual daba a los amantes facilidad para verse y pasar reunidos largas horas.
Explicaba Manolo las ausencias con cacerías, comirias, expediciones y jiras en compañía de sus amigos, y Dolores, fiel a su sistema de tolerancia eariño­sa, llegaba hasta animarle para que no faltase, y celebraba a la vuelta las anécdotas y lances de la función, refe­ridos por Manolo con humorística gra­cia, porque el hábil engañador tenía cuidado de no mentir siempre y de concurrir no pocas veces, en efecto, a las distracciones adonde decía que concurría, por tener (si su mujer pre­guntaba o hacía indagaciones) más ele­mentos para justificarse en cualquier caso.
Una noche acostóse Dolores nervio­samente intranquila, sin saber el mo­tivo. Mejor dicho: lo sabía, o se figu­raba saberlo. Manolo formaba parte de numerosa expedición por el río abajo, a caza de patos silvestres; iban en un vaporcillo viejo, comprado de desecho y que se alquilaba para estos casos, y Dolores, noticiosa del mal estado del vapor, sentía una angustia profética, y vaga, en que el corazón parecía reducír­sele de tamaño (son sus palabras) y convertirse en una bolita microscópica. Española de raza, saltó de la cama, en­cendió dos velas a una Virgen de los Dolores traspasada con los siete puña­les, y rezó largas oraciones antes de volver a recogerse. Su sueño fué agi­tado, lleno de terribles pesadillas: veía a Manolo con la cara negra, el pelo pegado a las sienes, chorreante, y des­pertó gritando, llamando a su esposo con infinita ansiedad.
Era la hora del amanecer, tan poé­tica en los países del Mediodía. Los azahares perfumaban el aire, y el sol salía claro y puro, como si acabase de bañarse en las aguas del río. La mar­quesa, reanimada, se arregló el pelo y se puso una mantilla para ir a misa a la iglesia próxima. Al primer grupo de gente madrugadora que encontró, se detuvo, hecha la estatua del espanto. Hablaban de una catástrofe, de la pér­dida de un vapor en que iba gente co­nocida, de fiesta y broma, a una ca­cería de patos en el río... Se habían salvado pocos, pereciendo ahogados los más.
Blanca como la pared,, castañeteando los dientes, Dolores : apenas tuvo fuer­zas para volver a su casa, tambaleándose. Loca y paralizada a la vez, ni sa­bía qué hacer, ni a quién llamar; lo inmenso del horror la trastornaba. Sólo acertaba a repetir: «¡Manolo! ¡Mano­lo!...», con el acento del que llama a un ser sobrenatural... Y cuando repe­tía con más dolor y extravío: «¡Mano­lo!...», he aquí que aparece en la puer­ta Manolo en persona, sonriente, ale­gre, tendiéndole los brazos... No se sa­be qué instinto de lucidez, qué extraña astucia vital se desarrolla en momen­tos supremos. Lo cierto es que Dolores, encarándose con su esposo, en vez de referirse a la catástrofe, hizo esta ex­traña pregunta:
-Os habéis divertido mucho, ¿eh? ¿No ha ocurrido nada desagradable?
-¿Qué iba a ocurrir? Una excursión deliciosa..., bonitísima...
Y ella, entonces, después de mirarle fijamente, rompió a reír a carcajadas... ¡Su risa llenaba la casa de ecos fúne­bremente burlones; reía sin tasa y sin tregua; abofeteaba, escupía su risa al rostro del descarado engañador, que llegaba en derechura de pasar su no­che amorosa, y no sabía palabra de la catástrofe...!
Y desde entonces, Dolores rió, rió in­sensatamente, retorciendo sus nervios, gastando su vigor en la convulsión de aquella risa, escarnio de su ilusión des­trozada, de su alma generosa en ri­dículo...
Riendo se separó del embustero; riendo arrastró su amargura por tie­rras lejanas...
Ahí tiene usted la explicación de la enfermedad extraordinaria de la mar­quesa de Roa.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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