Aunque
Alejandría fuese entonces una ciudad de corrupción y molicie, pagana aún, y
pagana con terca furia, contenía matrimonios cristianos unidos por el amor más
acendrado y tierno. Dora era del número de esposas fieles que, cerrando su
cancilla al anochecer, pasaba la velada con su marido hasta que un mozo
perverso, menino del emperador, todo perfumado de esencias, de rizada barba,
después de rondarla mucho tiempo y enviarle mensajes y presentes por medio de
cierta vieja hechicera zurcidora de voluntades, logró sorprenderla en una de
esas horas en que la virtud desfallece, y ayudado de mal espíritu, triunfó de
la constancia de Dora.
Vino el
arrepentimiento pisando los talones al delito, y Dora, avergonzada, resolvió
dejar su casa, su hogar, su compañero, y condenarse a soledad perpetua y a
perpetuo llanto. Cortó sus largos y finos cabellos; rapó sus delicadas cejas;
vistióse de hombre y fue a llamar a las puertas de un monasterio que distaba
como seis leguas de Alejandría, suplicando al abad que la admitiese en el
noviciado. Por probar su vocación, el abad ordenó al postulante pasar la noche
en el atrio del monasterio.
Era el lugar
solitario y hórrido: el aire traía a los oídos de Dora el rugir de las fieras,
que bajaban a beber al río, y a su nariz la ráfaga de almizcle que despedían
los caimanes emboscados entre cañas y juncos. Con los brazos en cruz, se
dispuso a morir; pero amaneció: una faja de anaranjada claridad anunció la
salida de un sol de fuego, y las puertas del monasterio se abrieron, resonando
el esquilón que convocaba a la primera misa.
Dora desplegó en
su noviciado un fervor inaudito hasta en aquellos lugares donde el ascetismo y
la mortificación tenían aulas y maestros que no han sido igualados nunca.
Temerosa de que al destrozar la intemperie sus ropas se averiguase su sexo, no
se atrevió Dora a encaramarse sobre su estela; pero -excepto la terrible
gimnasia de los numerosos estilitas que eran estatuas vivas de la penitencia,
bronceados por el sol implacable, Dora practicó cuantas mortificaciones puede
concebir la fantasía soñando un ideal de martirio.
Mordazas y
cadenas de hierro; abrojos y espinas a raíz de la carne; ayunos y abstinencias
de agua, hasta que se le pegase a las fauces la seca lengua y su aliento fuese
como el del can que ha corrido mucho; caminatas sobre las destrozadas rodillas;
disciplinas, lecho de guijarros, manjares desazonados adrede..., todo lo apuró
la arrepentida, sin saciar sus anhelos de padecer y padecer más y más. Y no
eran las torturas materiales lo que en las horas de tinieblas convertían sus
ojos en dos arroyos de lágrimas. Era la nostalgia de su hogar, la memoria de su
compañero, a quien quería con incontrastable amor, tal vez más desde que le
había afrentado secretamente. Sabedor el demonio de estas aflicciones de Dora,
solía tomar la figura del esposo ausente, llegarse a ella diciéndole los
requiebros y dulzuras que solía cuando se hallaban juntos, suplicarle que
volviese a su lado, que la falta estaba perdonada y expiada de sobra...; pero
antes quería Dora caerse muerta que aparecerse ante los ojos del que amaba y
había ofendido.
Acostumbraban en
el monasterio ordenar al que creían joven penitente los oficios más humildes, y
un día el abad mandó a Dora que fuese con los camellos a buscar trigo a la
ciudad, y que si no podía volverse antes de anochecido, se quedase a dormir en
un molino próximo a la puerta de Roseta. Obedeció Dora, y faltándole tiempo,
quedóse en el molino. A pesar de maceraciones y ayunos, Dora, con el pelo
ensortijado que volvía a crecer, aún parecía un mancebo como unas flores; y
habiéndola visto una cortesana del barrio de Racotis, se entró en el molino a
requerir al que por monje tenía. Rechazada la mujerzuela, quedó picada en su
amor propio y deseosa de venganza, y hallándose después encinta, cuando nació
un niño lo envió al abad en un cesto de mimbres, diciendo que era hijo de
cierto mal penitente que había pasado en el molino tal noche. Acosaban a Dora
las apariencias; con una sola palabra podría vindicarse; pero aceptó la
humillación y calló. Entonces el abad le impuso un castigo extraño. «Monje
pecador -le dijo, de hoy más te ordeno que vivas en el monte, y allí críes y
cuides a ese niño, fruto de tu maldad. Si os devoran las fieras, será justicia
de Dios. Toma la criatura y vete».
Guarecida en una
caverna, dedicóse a criar al pequeñuelo. Con leche de ovejas le sustentó, y
para darle abrigo fabricó una pobre choza cónica, de adobes. Renunciando a las
austeridades que podrían destruir su salud y dejar sin amparo a la tierna
criatura, se consagró a trabajar, a cultivar un huerto, a sembrar y plantar en
él legumbres y frutales, a cercarlo de una empalizada; a fin de vestir al
muchacho, hiló copos de lana y lino y tejió groseras telas. Agricultora e
industriosa, Dora atendió a todas las necesidades del rapaz y consiguió verle
crecer fuerte, sano, lindo y alegre. Y a medida que crecía y lozaneaba, notó
Dora en sí amor vehemente, calor de entrañas maternales para el pobre ser
abandonado, que no había conocido otra familia ni otro arrimo en el mundo.
Advirtió con sorpresa que no acertaba a apartarse ni un minuto de la criatura;
que vivía suspensa de su graciosa charla y embelesada con sus monerías, sus
dichos salados y encantadoras travesuras; y que, al acrecentarse en su alma
este cariño arrollador como las olas que azotan el faro, las representaciones
del pasado iban borrándose de su memoria: el remordimiento de su flaqueza, la
nostalgia de su esposo, la vergüenza y el dolor, el arrepentimiento y el deseo
de expiar la culpa.
Todo, todo
desaparecía ante el niño, en cuya compañía sentíase Dora como en la
bienaventuranza, pensando haber encontrado el norte y fin de su existencia
cuando con sus manitas le halagaba el rostro, o la besaba con sus labios de
fresco clavel.
En este estado
de descuido vivía Dora, cuando una tarde de estío al sacar agua de la cisterna,
creyó ver en el fondo de ella un rostro triste y pálido -el propio rostro de su
marido. Mas no era en la cisterna, sino en el espíritu de Dora, donde
reaparecía la dolorida imagen; y para advertencia bastó. Sin dilación, la
mísera pecadora tomó de la mano al niño, y despedazándose por dentro, sintiendo
que sus extrañas chorreaban sangre -porque adoraba en el rapaz más que si lo
hubiese parido y amamantado, corrió al monasterio, echóse a los pies del abad
y, deshecha en lágrimas, entre desmayos y accidentes, confesó la verdad toda.
-Me diste este
niño por castigo, y yo he poseído en él el gozo más grande que puede haber en
el mundo. Ahí tienes por qué te lo entrego pues no es lícito a una pecadora tan
grande conservar lo que la llena de ventura y de contento. Me vuelvo al monte,
y en la caverna más horrenda que encuentre volveré a emprender mi penitencia
con doble rigor para recuperar el tiempo perdido y castigar el delito de antes
y la tibieza de ahora. Permíteme que una vez más estreche en mis brazos al
niño..., y adiós; no volverás a saber de mí hasta que recojas mi cuerpo para
enterrarlo.
El abad, que era
varón de Dios, levantó a Dora del polvo donde yacía postrada, y le dijo
solemnemente:
-Ve en paz y
ruega por mí. La penitencia que hagas de hoy en adelante no es necesaria ya
para obtener el perdón de tu pecado. Al separarte de este niño, al renunciar a
lo que amas, hiciste la mejor penitenciaría. Más fácil es azotarse los lomos
que azotarse el corazón, y menos duele un cilicio en la cintura que en la
voluntad. La última prueba será corta: pronto recogeré tu santo cuerpo.
Y al año lo
recogió piadosamente, como piadosamente debe leerse esta historia, algo
semejante a la de Santa Teodora Alejandrina, cuya fiesta celebra la Iglesia el 14 de
septiembre.
«El Imparcial», 31 mayo 1897.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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