José volvió a su
casa al anochecer. Su corazón estaba triste: nevaba en él, como empezaba a
nevar sobre tejados y calles, sobre los árboles de los paseos y las graníticas
estatuas de los reyes españoles, erguidas en la plaza. Blancos copos de fúnebre
dolor caían pausadamente en el alma del carpintero sin trabajo, que regresaba a
su hogar y no podía traer a él luz, abrigo, cena, esperanzas.
Al emprender la
subida de la escalera, al llegar cerca de su mansión, se sintió tan
descorazonado, que se dejó caer en un peldaño con ánimo de pasar allí lo que
faltaba de la alegre noche. Era la escalera glacial y angosta de una casa de
vecindad, en cuyos entresuelos, principales y segundos vivía gente acomodada, mientras
en los terceros o cuartos, buhardillas y buhardillones, se albergaban artesanos
y menesterosos. Un mechero de gas alumbraba los tramos hasta la altura de los
segundos; desde allí arriba la oscuridad se condensaba, el ambiente se hacía
negro y era fétido como el que exhala la boca de un sucio pozo. Nunca el
aspecto desolador de la escalera y sus rellanos había impresionado así a José.
Por primera vez retrocedía, temeroso de llamar a su propia puerta. ¡Para las
buenas noticias que llevaba!
Altas las rodillas,
afincados en ellas los codos, fijos en el rostro los crispados puños,
tiritando, el carpintero repasó los temas de su desesperación y removió el
sedimento amargo de su ira contra todo y contra todos. ¡Perra condición,
centellas, la del que vive de su sudor! En verano, cebolla, porque hace un
bochorno que abrasa, y los pudientes se marchan a bañarse y a tomar el fresco.
En Navidad, cebolla, porque nadie quiere meterse en obras con frío y porque
todo el dinero es poco para leña de encina y abrigos de pieles. Y qué, ¿el
carpintero no come en la canícula, no necesita carbón y mineral cuando hiela?
El patrón del taller le había dicho meneando la cabeza: «¿Qué quieres hijo? Yo
no puedo sacar rizos donde no hay pelo... Ni para Dios sale un encargo... Ya sabes
que antes de soltarte a ti, he «soltao» a otros tres... Pero no voy a soltar a
mis sobrinos, los hijos de mi hermana..., ¿estamos? Ya me quedo con ellos
solos... Búscate tú por ahí la vida... A ingeniarse se ha dicho...» ¡A
ingeniarse! ¿Y cómo se ingenia el que sólo sabe labrar madera, y no encuentra
quien le pida esa clase de obra?
Un mes llevaba
José sin trabajar. ¡Qué jornadas tan penosas las que pasaba en recorrer Madrid
buscando ocupación! De aquí le despedían con frases de conmiseración y vagas promesas;
de allá, con secas y duras palabras, hasta con marcada ironía... «¡Trabajo!
Este año para nadie lo hay...», respondían los maestros, coléricos,
malhumorados o abatidos. De todas partes brotaba el mismo clamor de escasez y
de angustia; doquiera se lloraban los mismos males: guerra, ruina,
enfermedades, disturbios, catástrofes, miedo, encogimiento de bolsillos... Y
José iba de puerta en puerta, mendigando trabajo como mendigaría limosna, para
regresar a la noche, de semblante hosco y ceño fruncido, y contestar a la
interrogación siempre igual de su mujer con un movimiento de hombros siempre
idéntico, que significaba claramente: «No, todavía no.»
La mala racha
los cogía sangrados, después de larga enfermedad: una tifoidea de la chica
mayor, Felisa, convaleciente aún y necesitada de alimento sustancioso; después
de la adquisición de una cómoda y dos colchones de lana, que tomaron el camino
de la casa de empeños a escape; después de haber pagado de un golpe el
trimestre atrasado de la vivienda y oído de boca del administrador que no se
les permitiría atrasarse otra vez, y al primer descuido se los pondría de
patitas en la calle con sus trastos... En ocasión tal, un mes de holganza era
el hambre enseguida, el ahogo para el resto del venidero año. ¡Y el hambre en
una familia numerosa! Nadie se figura el tormento del que tiene la obligación
de traer en el pico la pitanza al nido de sus amores, y se ve precisado de
volver a él con el pico vacío, las plumas mojadas, las alas caídas... Cada vez
que José llamaba y se metía buhardilla adentro, el frío de los desnudos
baldosines, la nieve de la apagada cocina, se le apoderaban del espíritu con
fuerza mayor; porque el invierno es un terrible aliado del hambre, y con el
estómago desmantelado muerde mil veces más riguroso el soplo del cierzo que
entra por las rendijas y trae en sus alas la voz rabiosa de los gatos...
Cavilaba José.
No, no era posible que él pasase aquel umbral sin llevar a los que le
aguardaban dentro, famélicos y transidos, ya que no las dulzuras y regalos
propios de la noche de Navidad, por lo menos algo que desanublase sus ojos y
reconfortase su espíritu. Permanecía así en uno de esos estados de indecisión
horrible que constituyen verdaderas crisis del alma, en las cuales zozobran
ideas y sentimientos arraigados por la costumbre, por la tradición. Honrado era
José, y a ningún propósito criminal daba acogida, ni aun en aquel instante de
prueba; las manos se le caerían antes que extenderlas a la ajena propiedad;
pero esta honradez tenía algo de instintivo, y lo que se le turbaba y confundía
a José era la conciencia, en pugna entonces con el instinto natural de la
hombría de bien, y casi reprobándolo. Él no robaría jamás, eso no...; pero
vamos a ver: los que roban en casos análogos al suyo, ¿son tan culpables como
parece? A él no le daba la gana de abochornarse, de arrostrar el feo nombre de
ladrón; unas horas de cárcel le costarían la vida; moriría del berrinche, de la
afrenta; bueno: ésas eran cosas suyas, repulgos de su dignidad, que un
carpintero puede tener también: mas los que no padeciesen de tales escrúpulos y
cometiesen una barbaridad, no por sostener vicios, por mantener a la mujer y a
los pequeños..., ¿quién sabe si tenían razón? ¿Quién sabe si eran mejores
maridos, mejores padres? Él no daba a los suyos más que necesidad y lágrimas...
Gimió, se clavó
los dedos en el pelo y, estúpido de amargura, miró hacia abajo, hacia la parte
iluminada de la escalera. Por allí mucho movimiento, mucho abrir de puertas,
mucho subir y bajar de criados y dependientes llevando paquetes, cartitas,
bandejas; los últimos preparativos de la cena: el turrón que viene de la
turronería; el bizcochón que remite el confitero; el obsequio del amigo, que se
asocia al júbilo de la familia con las seis botellas de jerez dulce y las rojas
granadas. Una puerta sola, la de la anciana viuda y devota, doña Amparo, que no
se había abierto ni una vez; de pronto se oyó estrépito, una turba de
chiquillos se colgó de la campanilla; eran los sobrinos de la señora, su único
amor, su debilidad, su mimo... Entraron como bandada de pájaros en un panteón;
la casa, hasta entonces muda, se llenó de rumores, de carreras, de risas. Un
momento después, la criada, viejecita, tan beata como su ama, salía al descanso
y gritaba en cascada voz:
En los momentos
de desesperación, cualquier eco de la vida nos parece un auxilio, un consuelo.
El que cierra las ventanas para encender un hornillo de carbón y asfixiarse,
oye con enternecimiento los ruidos de la calle, los ecos de una murga, el
ladrido del perro vagabundo... José se estremeció, se levantó y, ronco de
emoción, contestó bajando a saltos:
-Entre...
-murmuró la vieja. Si está desocupado, nos va a armar el Nacimiento, porque
han «venío» los chicos, y mi ama, como está con ellos que se le cae la baba
pura...
-No hace
falta... Martillo y tenazas hay aquí, y clavos quedaron del año «pasao»; como
yo lo guardo todo, bien apañaditos los guardé...
José entró en el
piso invadido por los chiquillos y en el aposento donde yacían desparramadas
las figuras del Belén y las tablas del armadijo en que habían de descansar.
Entre la algazara empezó el carpintero a disponer su labor. ¡Con qué gozo
esgrimía el martillo, escogía la punta, la hincaba en la madera, la remachaba!
¡Qué renovación de su ser, qué bríos y qué fuerzas morales le entraban al
empuñar, después de tanto tiempo, los útiles del trabajo! Pedazo a pedazo y
tabla tras tabla iba sentando y ajustando las piezas de la plataforma en que el
Belén debía lucir sus torrecillas de cartón pintado, sus praderas de musgo, sus
figuras de barro toscas e ingenuas. Los niños seguían con interés la obra del
carpintero; no perdían martillazo; preguntaban; daban parecer y coreaban con
palmadas y chillidos cada adelanto del armatoste. La señora, entre tanto,
colgaba en la pared algunas agrupaciones de bronce y vidrio para colocar en
ellas bujías. Los criados iban y venían, atareados y contentos. Fuera nevaba;
pero nadie se acordaba de eso; la nieve, que aumenta los padecimientos de la
miseria, también aumenta la grata sensación del bienestar íntimo del hogar
abrigado y dulce. Y José asentaba, clavaba la madera, hasta terminar su obra
rápidamente, en una especie de transporte, reacción del abatimiento que
momentos antes le ponía al borde de la desesperación total...
Cuando el
tablado estuvo enteramente listo y José hubo dado alrededor de él esa última
vuelta del artífice que repasa la labor, doña Amparo, muy acabadita y asmática,
le hizo seña de que la siguiese, y le llevó a su gabinete, donde le dejó solo
un momento. Los ojos de José se fijaron involuntariamente en los muebles y decorado
de aquella habitación ni lujosa ni mezquina, y, sobre todo, le atrajo desde el
primer momento una imagen que campeaba sobre la consola, alumbrada por una
lamparilla de fino cristal. Era un San José de talla, escultura moderna, sin
mérito, aunque no desprovista de cierto sentimiento; y el santo, en vez de
hallarse representado con el Niño en brazos o de la mano, según suele, estaba
al pie de un banco de carpintero, manejando la azuela y enseñando al Jesusín,
atento y sonriente, la ley del trabajo, la suprema ley del mundo. José se quedó
absorto. Creía que la imagen le hablaba; creía que pronunciaba frases de
consuelo y de cariño infinito, frases no oídas jamás. Cuando la señora volvió y
le deslizó dos duros en la mano, el carpintero, en vez de dar las gracias, miró
primero a su bienhechora y después a la imagen; y a la elocuencia muda de sus
ojos respondió la de los ojos de la viejecita, que leyó como un libro en el
alma de aquel desventurado, deshecho física y moralmente por un mes de ansiedad
y amargura sin nombre. Y doña Amparo, muy acostumbrada a socorrer pobres,
sintió como un golpe en el corazón; la necesidad que iba a buscar fuera de
casa, visitando zaquizamíes, la tenía allí, a dos pasos, callada y vergonzante,
pero urgente y completa. Alzó los ojos de nuevo hacia la efigie del laborioso
patriarca y, bondadosamente, tosiqueando, dijo al carpintero:
«La
Ilustración Artística », núm. 834, 1897.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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