-¿Y qué tal tu
marido? -preguntó Rosalía a su amiga de la niñez Beatriz Córdoba, aprovechando
el momento de intimidad y confianza que crea entre dos personas la atmósfera
común, tibia de alientos y saturada de ligeros perfumes, de una berlina bien
cerrada, bien acolchada rodando por las desiertas calles del Retiro a las once
de una espléndida y glacial mañana de diciembre.
-¿Mi marido?
-contestó Beatriz marcando sorpresa, porque creía que su completa felicidad
debía leerse en la cara. ¿Mi marido? ¿No me ves? ¡Otro así!...
Rosalía hizo un
gestecillo, el mohín de instinto malévolo con que los mejores amigos acogen la
exhibición de la ajena dicha, y murmuró impaciente:
-Mira; yo no te
pregunto de interioridades. No soy tan indiscreta... Me refería a las ideas
religiosas... ¿No te acuerdas?... ¡Gonzalo era... así.... de la cáscara amarga,
vamos!
Beatriz guardó
silencio algunos instantes; y después, como se resolviese a completas
revelaciones, de esas que hacemos más por oírnos a nosotros mismos que porque
un amigo las escuche, se volvió hacia su compañera de encierro, y alzando el
velito a la altura de la nariz par emitir libremente la voz, habló aprisa:
¡La
irreligiosidad de Gonzalo! ¿Y si te dijese que por ella estuvimos a punto de no
casarnos nunca? La pura verdad. Tú ya sabes que Gonzalo es mi primo, y mi
familia y la suya siempre soñaron con hacer la boda, hasta que la mala
reputación de Gonzalo en materias religiosas desbarató por completo el
proyecto. Bien conociste a la pobre mamá, y no extrañarás si te digo que llegó
al extremo de cerrarle la puerta a Gonzalo a piedra y lodo; vino diez veces por
lo menos ¡y siempre habíamos salido! «Reconozco -decía mamá- que mi sobrino es
muy simpático, que ha recibido una educación escogida, que posee una
ilustración más que mediana; no puede negar su hermosa figura, ni su clara
inteligencia, ni su caballerosidad; tiene mi sangre, no le faltan bienes de
fortuna.... pero me horroriza pensar que no cree en nada y ni se toma el
trabajo de disimularlo. Malo es padecer desvaríos del alma, y peor no
ocultarlos siquiera.» Al escuchar estas cosas yo salía a la defensa de Gonzalo:
no me era posible dejar de quererle... un poco... es decir, ¡mucho!
Francamente, le seguía queriendo, incapaz de olvidar los tiempos en que le
consideraba mi novio. Mamá notó de qué pie cojeaba su hija, y, para
desimpresionarme, arregló mis bodas con Leoncio Díaz Saravia, el que ahora es
subsecretario de Gobernación; era muchacho de valía, se le presentaba un
porvenir brillante; pero así y todo, yo no estaba entusiasmada; a lo sumo, me
resignaba, sin frío ni calor, al casamiento. ¡Somos tan raros! lo único que me
prestaba cierta tranquilidad, lo que me daba fuerzas cuando sentía sobre mí el
peso abrumador de una tristeza involuntaria, era la voz que corría de que
Gonzalo no quería amores, de que había resuelto no casarse jamás. «Eso lo hace
por mí, por mi recuerdo», pensaba yo; y me consolaba al pensarlo.
-El que no se
consuela...- murmuró sonriendo Rosalía, mientras alisaba con repetidos pases la
blanda y densa piel de su manguito.
-Un día... no,
una noche, porque estábamos en el teatro cuando nos enteramos... cundió la
noticia de que Gonzalo, en un café, la había emprendido a bofetadas con un
sujeto, y que se encontraban desafiados; lance serio, en condiciones de las que
ya no se estilan, a quedar uno sobre el terreno... ¿Causa del conflicto? Voz
unánime: «una mujer.» El mismo Gonzalo lo confesaba, según decían los bien
informados: tratábase de una señora, insultada delante de Gonzalo, y cuya
defensa había tomado éste hiriendo el rostro del villano ofensor... ¡Lo que yo
sentí! ¡En qué estado volví a casa! ¡Qué noche pasé, querida Rosalía! Es lo que
no puede pintarse... Aparte del terror de que matasen a Gonzalo, otra cosa me
encendía la sangre y me atirantaba los nervios...
-¿Quién lo duda?
Figúrate que se venían a tierra todas mis ilusiones. Que Gonzalo no me
quisiese, pase, y era mucho pasar; pero que quisiese a otra tanto, hasta
abofetear a la gente, hasta jugarse la vida... Yo había estado soñando por lo
visto... ¡soñando como una necia! Mi novio de los primeros años, mi oculto
anhelo de siempre, ni se ocupaba de mí; por otra iba a cruzar la espada, por
otra a quien secretamente también prefería... ¿Quién era aquella mujer? ¿De qué
sílabas se componían su nombre y su apellido? ¿Soltera? ¿Casada? Casada, de
seguro, cuando tal misterio la envolvía que Gonzalo se negaba a nombrarla... Y
yo daba vueltas en la cama, y la almohada se impregnaba de lágrimas
calientes... Entonces me parecía estúpida mi resignación, inconcebible, absurda
mi obediencia, absurda mi boda; y apenas amaneció me fui derecha al dormitorio
de mi madre, y me abracé a ella en tal estado de aflicción y de transtorno, que
la pobrecilla (bien recordarás lo extremosa que era en quererme) me dijo así:
«Pequeña, serénate... Voy a ver qué le ha sucedido al talabarte de mi
sobrino... Si está herido, te prometo cuidarle como su propia madre le
cuidaría...» Herido estaba, en efecto; pero no de gravedad; su adversario sí
que se llevó una buena estocada, ¡que a no resbalar en una costilla...! Así que
Gonzalo pudo salir -y fue muy pronto, vino apresurado a dar las gracias a
mamá. ¡Ay Rosalía! ¡Qué impresión! Noté que me miraba.... vamos..., como otras
veces, y a las primeras palabritas que deslizó estando los dos en el hueco de
una ventana que daba al jardín... no lo puede remediar..., solté la pregunta
difícil...: «¿Esa mujer por quien te has batido...?» Se puso encarnadísimo, lo
cual me pareció mala señal, y contestó muy confuso y medio riendo: «¡Mujer!...
Sí, ¡una mujer ha sido la causa!» Hice un movimiento para separarme, para huir
(estaba furiosa, le hubiese pegado), y entonces él, con ese modo que tiene de
decir las cosas, que no hay remedio sino creerle, exclamó: «Beatriz, no
caviles... A mí no me ha dado en qué pensar, en cierto terreno y por cierto
estilo, ninguna mujer, sino una.... ¡que tú conoces mucho...! ¡Ea! no te
alteres, no pongas esa cara... Si no te burlas, te enteraré... El bárbaro a
quien di una lección estaba injuriando...» «¿A quién?», pregunté con afán, al
ver que Gonzalo se paraba. «A... a la Virgen María.. .» «¡A la Virgen María !»,
repetí yo, atónita. «Justamente... Por mi honor que es verdad... Ya conozco que
te parecerá raro... Por eso no permití que se divulgase; más vale que se
figuren otra cosa; así, al menos, no se reirán de mí..., no me llamarán
quijote...» «Pero tú..., Gonzalo.... tú.... entonces... Y mamá, que dice que
tú.... que tus creencias», tartamudeé, temiendo asfixiarme de alegría. «¿Qué
tienen que ver las creencias? -me replicó él casi con dureza-. La Virgen es una mujer..., y
delante de quien tenga vergüenza y manos, a una mujer no se la ofende...»
Rosalía callaba
sorprendida; Beatriz, conmovida, afectaba mirar hacia fuera, a los árboles
despojados de hoja, finos como arborizaciones de ágata sobre el cielo puro.
-Sin más
-respondió con energía Beatriz. Mamá dijo que Gonzalo, a su manera, tenía
religión, tenía una fe.., el honor, ¿sabes?, y que la Virgen haría lo que
faltaba... y lo hizo, Rosalía. ¡Mi marido, cuando voy yo a misa.... no se queda
ya a la puerta!
«Blanco y Negro», núm. 350, 1898.
Cuento de amor
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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