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sábado, 1 de febrero de 2014

La religion de gonzalo

-¿Y qué tal tu marido? -preguntó Rosalía a su amiga de la niñez Beatriz Córdoba, aprovechando el momento de intimidad y confianza que crea entre dos personas la atmósfera común, tibia de alientos y saturada de ligeros perfumes, de una berlina bien cerrada, bien acolchada rodando por las desiertas calles del Retiro a las once de una espléndida y glacial mañana de diciembre.
-¿Mi marido? -contestó Beatriz marcando sorpresa, porque creía que su completa felicidad debía leerse en la cara. ¿Mi marido? ¿No me ves? ¡Otro así!...
Por la de nadie cambiaría yo mi suerte...
Rosalía hizo un gestecillo, el mohín de instinto malévolo con que los mejores amigos acogen la exhibición de la ajena dicha, y murmuró impaciente:
-Mira; yo no te pregunto de interioridades. No soy tan indiscreta... Me refería a las ideas religiosas... ¿No te acuerdas?... ¡Gonzalo era... así.... de la cáscara amarga, vamos!
Beatriz guardó silencio algunos instantes; y después, como se resolviese a completas revelaciones, de esas que hacemos más por oírnos a nosotros mismos que porque un amigo las escuche, se volvió hacia su compañera de encierro, y alzando el velito a la altura de la nariz par emitir libremente la voz, habló aprisa:
¡La irreligiosidad de Gonzalo! ¿Y si te dijese que por ella estuvimos a punto de no casarnos nunca? La pura verdad. Tú ya sabes que Gonzalo es mi primo, y mi familia y la suya siempre soñaron con hacer la boda, hasta que la mala reputación de Gonzalo en materias religiosas desbarató por completo el proyecto. Bien conociste a la pobre mamá, y no extrañarás si te digo que llegó al extremo de cerrarle la puerta a Gonzalo a piedra y lodo; vino diez veces por lo menos ¡y siempre habíamos salido! «Reconozco -decía mamá- que mi sobrino es muy simpático, que ha recibido una educación escogida, que posee una ilustración más que mediana; no puede negar su hermosa figura, ni su clara inteligencia, ni su caballerosidad; tiene mi sangre, no le faltan bienes de fortuna.... pero me horroriza pensar que no cree en nada y ni se toma el trabajo de disimularlo. Malo es padecer desvaríos del alma, y peor no ocultarlos siquiera.» Al escuchar estas cosas yo salía a la defensa de Gonzalo: no me era posible dejar de quererle... un poco... es decir, ¡mucho! Francamente, le seguía queriendo, incapaz de olvidar los tiempos en que le consideraba mi novio. Mamá notó de qué pie cojeaba su hija, y, para desimpresionarme, arregló mis bodas con Leoncio Díaz Saravia, el que ahora es subsecretario de Gobernación; era muchacho de valía, se le presentaba un porvenir brillante; pero así y todo, yo no estaba entusiasmada; a lo sumo, me resignaba, sin frío ni calor, al casamiento. ¡Somos tan raros! lo único que me prestaba cierta tranquilidad, lo que me daba fuerzas cuando sentía sobre mí el peso abrumador de una tristeza involuntaria, era la voz que corría de que Gonzalo no quería amores, de que había resuelto no casarse jamás. «Eso lo hace por mí, por mi recuerdo», pensaba yo; y me consolaba al pensarlo.
-El que no se consuela...- murmuró sonriendo Rosalía, mientras alisaba con repetidos pases la blanda y densa piel de su manguito.
-Un día... no, una noche, porque estábamos en el teatro cuando nos enteramos... cundió la noticia de que Gonzalo, en un café, la había emprendido a bofetadas con un sujeto, y que se encontraban desafiados; lance serio, en condiciones de las que ya no se estilan, a quedar uno sobre el terreno... ¿Causa del conflicto? Voz unánime: «una mujer.» El mismo Gonzalo lo confesaba, según decían los bien informados: tratábase de una señora, insultada delante de Gonzalo, y cuya defensa había tomado éste hiriendo el rostro del villano ofensor... ¡Lo que yo sentí! ¡En qué estado volví a casa! ¡Qué noche pasé, querida Rosalía! Es lo que no puede pintarse... Aparte del terror de que matasen a Gonzalo, otra cosa me encendía la sangre y me atirantaba los nervios...
-¿Los celos?- preguntó Rosalía con malicia gozosa.
-¿Quién lo duda? Figúrate que se venían a tierra todas mis ilusiones. Que Gonzalo no me quisiese, pase, y era mucho pasar; pero que quisiese a otra tanto, hasta abofetear a la gente, hasta jugarse la vida... Yo había estado soñando por lo visto... ¡soñando como una necia! Mi novio de los primeros años, mi oculto anhelo de siempre, ni se ocupaba de mí; por otra iba a cruzar la espada, por otra a quien secretamente también prefería... ¿Quién era aquella mujer? ¿De qué sílabas se componían su nombre y su apellido? ¿Soltera? ¿Casada? Casada, de seguro, cuando tal misterio la envolvía que Gonzalo se negaba a nombrarla... Y yo daba vueltas en la cama, y la almohada se impregnaba de lágrimas calientes... Entonces me parecía estúpida mi resignación, inconcebible, absurda mi obediencia, absurda mi boda; y apenas amaneció me fui derecha al dormitorio de mi madre, y me abracé a ella en tal estado de aflicción y de transtorno, que la pobrecilla (bien recordarás lo extremosa que era en quererme) me dijo así: «Pequeña, serénate... Voy a ver qué le ha sucedido al talabarte de mi sobrino... Si está herido, te prometo cuidarle como su propia madre le cuidaría...» Herido estaba, en efecto; pero no de gravedad; su adversario sí que se llevó una buena estocada, ¡que a no resbalar en una costilla...! Así que Gonzalo pudo salir -y fue muy pronto, vino apresurado a dar las gracias a mamá. ¡Ay Rosalía! ¡Qué impresión! Noté que me miraba.... vamos..., como otras veces, y a las primeras palabritas que deslizó estando los dos en el hueco de una ventana que daba al jardín... no lo puede remediar..., solté la pregunta difícil...: «¿Esa mujer por quien te has batido...?» Se puso encarnadísimo, lo cual me pareció mala señal, y contestó muy confuso y medio riendo: «¡Mujer!... Sí, ¡una mujer ha sido la causa!» Hice un movimiento para separarme, para huir (estaba furiosa, le hubiese pegado), y entonces él, con ese modo que tiene de decir las cosas, que no hay remedio sino creerle, exclamó: «Beatriz, no caviles... A mí no me ha dado en qué pensar, en cierto terreno y por cierto estilo, ninguna mujer, sino una.... ¡que tú conoces mucho...! ¡Ea! no te alteres, no pongas esa cara... Si no te burlas, te enteraré... El bárbaro a quien di una lección estaba injuriando...» «¿A quién?», pregunté con afán, al ver que Gonzalo se paraba. «A... a la Virgen María...» «¡A la Virgen María!», repetí yo, atónita. «Justamente... Por mi honor que es verdad... Ya conozco que te parecerá raro... Por eso no permití que se divulgase; más vale que se figuren otra cosa; así, al menos, no se reirán de mí..., no me llamarán quijote...» «Pero tú..., Gonzalo.... tú.... entonces... Y mamá, que dice que tú.... que tus creencias», tartamudeé, temiendo asfixiarme de alegría. «¿Qué tienen que ver las creencias? -me replicó él casi con dureza-. La Virgen es una mujer..., y delante de quien tenga vergüenza y manos, a una mujer no se la ofende...»
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Rosalía callaba sorprendida; Beatriz, conmovida, afectaba mirar hacia fuera, a los árboles despojados de hoja, finos como arborizaciones de ágata sobre el cielo puro.
-¿Y después, sin más, os casasteis? -interrogó la amiga con picardía y sorna.
-Sin más -respondió con energía Beatriz. Mamá dijo que Gonzalo, a su manera, tenía religión, tenía una fe.., el honor, ¿sabes?, y que la Virgen haría lo que faltaba... y lo hizo, Rosalía. ¡Mi marido, cuando voy yo a misa.... no se queda ya a la puerta!

«Blanco y Negro», núm. 350, 1898.

Cuento de amor

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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