El cuento que voy a referir
no es mío, ni de nadie, aunque corre impreso; y puedo decir ahora lo que
Apuleyo en su Asno de oro: Fabulam
graecanica mincipimus: es el relato de una fábula griega. Pero esa fábula
griega, no de las más populares, tiene el sentido profundo y el sabor a miel de
todas sus hermanas: es una flor del humano entendimiento, en aquel tiempo feliz
en que no se habían divorciado la razón y la fantasía, y de su consorcio nacían
las alegorías risueñas y los mitos expresivos y arcanos.
Acaeció, pues, que el poeta
Estesícoro, pulsando la cuerda de hierro de su lira heptacorde y haciendo antes
una libación a las Auménides con agua de pantano en que se habían macerado
amargos ajenjos y ponzoñosa cicuta, entonó una sátira desolladora y feroz
contra Helena, esposa de Menelao y causa de la guerra de Troya. Describía el
vate con una prolijidad de detalles que después imitó en la Odisea
el divino Hornero, las tribulaciones y desventuras acarreadas por la fatal
belleza de la Tindárida :
los reinos privados de sus reyes, las esposas sin esposos, las doncellas
entregadas a la esclavitud, los hijos huérfanos, los guerreros que en el verdor
de sus años habían descendido a la región de las sombras, y cuyo cuerpo
ensangrentado ni aun lograra los honores de la pira fúnebre; y, trazado este
cuadro de desolación, vaciaba el carcaj de sus agudas flechas, acribillando a
Helena de invectivas y maldiciones, cubriéndola de ignominia y vergüenza a la
faz de Grecia toda.
Con gran asombro de
Estesícoro, los griegos, conformes en lamentar la funesta influencia de Helena,
no aprobaron, sin embargo, la sátira. Acaso su misma virulencia desagradó a
aquel pueblo instintivamente delicado y culto; acaso la piedad que infunde toda
mujer habló en favor de la culpable hija de Tíndaro. Su detractor se ganó fama
de procaz, lengüilargo y desvergonzado; Helena, algunas simpatías y mucha
lástima. En vista de este resultado, Estesícoro, con las orejas gachas, como
suele decirse, se encerró en su casa, donde permaneció atacado de misantropía y
abrazado a su fea y adusta musa vengadora.
El sueño había cerrado sus
párpados una noche, cuando a deshora creyó sentir que una diestra fría y pesada
como el mármol se posaba en su mejilla. Despertó sobresaltado y, a la claridad
de la estrella que refulgía en la frente de la aparición, reconoció nada menos
que al divino Pólux, medio hermano de Helena. Un estremecimiento de terror
serpentó por las venas del satírico, que adivinó que Pólux venía a pedirle es
trecha cuenta del insulto.
-¿Qué me quieres? -exclamó
alarmadísimo.
-Castigarte -declaró
Pólux; pero antes hablemos. Dime por qué has lanzado contra Helena esa sátira
insolente; y sé veraz, pues de nada te serviría mentir.
-¡Es cierto! -respondió
Estesícoro. ¡En vano trataría un mortal de esconder a los inmortales lo que
lleva en su corazón! Como tú puedes leer en él, sabes de sobra que la
indignación por los males que ocasionó tu hermana y el dolor de ver a la patria
afligida, me dictaron ese canto.
-Porque leo en lo oculto sé
que pretendes engañarme -murmuró con desprecio Pólux-. Y, sin poseer mi
perspicacia divina, los griegos han sabido también conocer tus móviles y tus
intenciones. No existe ejemplo, ¡oh poeta!, de satírico que tenga por musa el bien
general: siempre esta hipócrita apariencia oculta miras personales y egoístas.
Tú viste la belleza de mi hermana; tú la codiciaste, y no pudiste sufrir que
otro cogiese las rosas cuyo aroma te enloquecía.
-Tu hermana ha ultrajado a
la santa virtud -declaró enfáticamente Estesícoro.
-Mi hermana no recibió de
los dioses el encargo de representar la virtud, sino la hermosura -replicó
Pólux, enojado-. Si hubiese un mortal en quien se encarnasen a un mismo tiempo
la virtud, la hermosura y la sabiduría, ése sería igual a los inmortales. ¿Qué
digo? Sería igual al mismo Jove, padre de los dioses y los hombres; porque
entre los demás que se nutren de la ambrosía, los hay, como la sacra Venus, en
quienes sólo se cifra la belleza, y otros, como la blanca Diana, en quienes se
diviniza la castidad. Si tanto te reconcomía el deseo de zaherir a los malos,
debiste hacer blanco de tu sátira a algunas de las infinitas mujeres que en
Grecia, sin poder alardear de la integridad y pureza de Diana, carecen de las
gracias y atractivos de Venus. La hermosura merece veneración; la hermosura ha
tenido y tendrá siempre altares entre nosotros; por la hermosura, Grecia será
celebrada en los venideros siglos. Ya que has perdido el respeto a la
hermosura, pierda el uso de los sentidos, que no sirven para recrearte en ella
por la' contemplación estética.
Y vibrando un rayo del
astro resplandeciente que coronaba su cabeza, Pólux reventó el ojo derecho de
Estesícoro. Aún no se había extinguido el ¡ay! que arrancó al poeta el agudo
dolor, y apenas había desaparecido Pólux, cuando apareció el otro Dióscuro,
Cástor, medio hermano también de Helena, hijo de Leda y del sagrado cisne; y
pronunciando palabras de reprobación contra el ofensor de su hermana, con una
chispa desprendida de la estrella que lucía sobre sus cabellos, quemó el ojo
izquierdo del satírico, dejándole ciego. Alboreó poco después el día,, mas no
para el malaventurado Estesícoro, sepultado en eterna y negra noche.
Levantándose como pudo, buscó a tientas un báculo, y pidiendo por compasión a
los que cruzaban la calle que le guiasen, fué a llamar a la puerta de su amigo
el filósofo Artemidoro, y, derramando un torrente de lágrimas, se arrojó en sus
brazos, clamando, entre gemidos desgarradores:
-¡Oh Artemidoro!
¡Desdichado de mí! ¡Ya no la veré más! ¡Ya no volveré a disfrutar de su dulce
vista!
-¿A quién dices que no
verás más? -interrogó, sorprendido, el filósofo.
-¡A Helena, a Helena, la
más hermosa de las mujeres!-gritó el satírico, llorando a moco y baba.
-¿A Helena? ¿Pues no la has
rebajado tú en tus versos? -pronunció Artemidoro, más atónito cada vez-. ¿No la
has estigmatizado y flagelado en una sátira quemante?
-¡Ay! ¡Por lo mismo!
-sollozó Estesícoro, dejándose caer al suelo y revolcándose en él. Ahora
comprendo que mi sátira era un himno a su hermosura..., un himno vuelto del
revés, pero al fin un himno. Los celestes gemelos me han castigado privándome
de la vista, y las tinieblas en que he de vivir son más densas, porque no veré
a la encarnación humana de la forma divina, al ideal realizado en la tierra.
-No te aflijas y espera
-prorrumpió Artemidoro; tal vez consiga yo salvarte.
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Cuando la incomparable
Helena supo de Artemidoro que su detractor Estesícoro sólo lamentaba estar
ciego por no poder admirar sus hechizos, sonrió, halagada la insaciable vanidad
femenil, y murmuró con deliciosa coquetería
-Realmente, Artemidoro, ese
vate es un infeliz, un ser inofensivo; nadie le hace caso en Grecia y yo, menos
que nadie. No merece tanto rigor y tanta desventura. Anúnciale que voy a
sanarle los ojos.
Y tomando en sus manos
ebúrneas una copa llena de agua de la fuente, Castalia, bañó con su linfa las
pupilas; hueras del satírico, que al punto recobró la luz. Como el primer
objeto que vió fué Helena, se arrodilló, transportado, prorrumpiendo en una oda
sublime, de gratitud y arrepentimiento, que se llamó Palinodia.
Cuento antiguo
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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