Fue sorpresa muy
grande para todo Marineda el que se rompiesen la relaciones entre Germán Riaza
y Amelia Sirvián. Ni la separación
de un matrimonio da margen a tantos comentarios. La gente se había acostumbrado
a creer que Germán y Amelia no
podían menos de casarse. Nadie se explicó el suceso, ni siquiera el mismo
novio. Solo el confesor de Amelia
tuvo la clave del enigma.
Lo cierto es que
aquellas relaciones contaban ya tan larga fecha, que casi habían ascendido a
institución. Diez años de noviazgo no son grano de anís. Amelia
era novia de Germán desde el primer baile a que asistió cuando la pusieron de
largo.
¡Que linda
estaba en el tal baile! Vestida de blanco crespón, escotada apenas lo
suficiente para enseñar el arranque de los virginales hombros y del seno, que
latía de emoción y placer; empolvado el rubio pelo, donde se marchitaban
capullos de rosa. Amelia era, según
se decía en algún grupo de señoras ya machuchas, un «cromo», un «grabado» de La Ilustración. Germán
la sacó a bailar, y cuando estrechó aquel talle que se cimbreaba y sintió la
frescura de aquel hálito infantil perdió la chaveta, y en voz temblorosa,
trastornado, sin elegir frase, hizo una declaración sincerísima y recogió un sí
espontáneo, medio involuntario, doblemente delicioso. Se escribieron desde el
día siguiente, y vino esa época de ventaneo y seguimiento en la calle, que es
como la alborada de semejantes amoríos. Ni los padres de Amelia ,
modestos propietarios, ni los de Germán, comerciantes de regular caudal, pero
de numerosa prole, se opusieron a la inclinación de los chicos, dando por
supuesto desde el primer instante que aquello pararía en justas nupcias así que
Germán acabase la carrera de Derecho y pudiese sostener la carga de una
familia.
Los seis
primeros años fueron encantadores. Germán pasaba los inviernos en Compostela,
cursando en la Universidad
y escribiendo largas y tiernas epístolas; entre leerlas, releerlas,
contestarlas y ansiar que llegasen las vacaciones, el tiempo se deslizaba
insensible para Amelia . Las
vacaciones eran grato paréntesis, y todo el tiempo que durasen ya sabía Amelia que se lo dedicaría íntegro su novio. Este no
entraba aún en la casa, pero acompañaba a Amelia
en el paseo, y de noche se hablaban, a la luz de la luna, por una galería con
vistas al mar. La ausencia, interrumpida por frecuentes regresos, era casi un
aliciente, un encanto más, un interés continuo, algo que llenaba la existencia
de Amelia sin dejar cabida a la
tristeza ni al tedio.
Así que Germán
tuvo en el bolsillo su título de licenciado en Derecho, resolvió pasar a Madrid
a cursar las asignaturas del doctorado, ¡Año de prueba para la novia! Germán
apenas escribía: billetes garrapateados al vuelo, quizá sobre la mesa de un
café, concisos, insulsos, sin jugo de ternura. Y las amiguitas caritativas que
veían a Amelia ojerosa, preocupada,
alejada de las distracciones, le decían con perfida burlona:
-Anda, tonta;
diviértete... ¡Sabe Dios lo que el estará haciendo por allá! ¡Bien inocente
serías si creyeses que no te la pega!... A mí me escribe mi primo Lorenzo que
vio a Germán muy animado en el teatro con «unas»...
El gozo de la
vuelta de Germán compensó estos sinsabores. A los dos días ya no se acordaba Amelia de lo sufrido, de sus dudas, de sus
sospechas. Autorizado para frecuentar la casa de su novia, Germán asistía todas
las noches a la tertulia familiar, y en la penumbra del rincón del piano, lejos
del quinqué velado por la sedosa pantalla, los novios sostenían interminable
diálogo buscándose de tiempo en tiempo las manos para trocar una furtiva
presión, y siempre los ojos para beberse la mirada hasta el fondo de las
pupilas.
Nunca había sido
tan feliz Amelia . ¿Qué podía desear?
Germán estaba allí, y la boda era asunto concertado, resuelto, aplazado solo
por la necesidad de que Germán encontrase una posicioncita, una base para
establecerse: una fiscalía, por ejemplo. Como transcurriese un año más y la
posición no se hubiese encontrado aún, decidió Germán abrir bufete y mezclarse
en la politiquilla local, a ver si así iba adquiriendo favor y conseguía el
ansiado puesto. Los nuevos quehaceres le obligaron a no ver a Amelia ni tanto tiempo ni tan a menudo. Cuando la
muchacha se lamentaba de esto, Germán se vindicaba plenamente; había que pensar
en el porvenir; ya sabía Amelia que
un día u otro se casarían, y no debía fijarse en menudencias, en remilgos
propios de los que empiezan a quererse. En efecto, Germán continuaba con el
firme propósito de casarse así que se lo permitiesen las circunstancias.
Al noveno año de
relaciones notaron los padres de Amelia
(y acabó por notarlo todo el mundo) que el carácter de la muchacha parecía
completamente variado. En vez de la sana alegría y la igualdad de humor que la
adornaban, mostrábase llena de rarezas y caprichos, ya riendo a carcajadas, ya
encerrada en hosco silencio. Su salud se alteró también; advertía desgana
invencible, insomnios crueles que la obligaban a pasarse la noche levantada,
porque decía que la cama, con el desvelo, le parecía su sepulcro; además,
sufría aflicciones al corazón y ataques nerviosos. Cuando le preguntaban en qué
consistía su mal, contestaba lacónicamente: «No lo sé» Y era cierto; pero al
fin lo supo, y al saberlo le hizo mayor daño.
¿Qué mínimos
indicios; qué insensibles, pero eslabonados, hechos; qué inexplicables
revelaciones emanadas de cuanto nos rodea hacen que sin averiguar nada nuevo ni
concreto, sin que nadie la entere con precisión impúdica, la ayer ignorante
doncella entienda de pronto y se rasgue ante sus ojos el velo de Isis? Amelia , súbitamente, comprendió. Su mal no era sino
deseo, ansia, prisa, necesidad de casarse. ¡Qué vergüenza, qué sonrojo, qué
dolor y qué desilusión si Germán llegaba a sospecharlo siquiera! ¡Ah! Primero
morir. ¡Disimular, disimular a toda costa, y que ni el novio, ni los padres, ni
la tierra, lo supiesen!
Al ver a Germán
tan pacífico, tan aplomado, tan armado de paciencia, engruesando, mientras ella
se consumía; chancero, mientras ella empapaba la almohada en lágrimas. Amelia se acusaba a sí propia, admirando la
serenidad, la cordura, la virtud de su novio. Y para contenerse y no echarse
sollozando en sus brazos; para no cometer la locura indigna de salir una tarde
sola e irse a casa de Germán, necesitó Amelia
todo su valor, todo su recato, todo el freno de las nociones de honor y
honestidad que le inculcaron desde la niñez.
Un día.... sin
saber cómo, sin que ningún suceso extraordinario, ninguna conversación
sorprendida la ilustrase, acabaron de rasgarse los últimos cendales del velo...
Amelia veía la luz; en su alma
relampagueaba la terrible noción de la realidad; y al acordarse de que poco
antes admiraba la resignación de Germán y envidiaba su paciencia, y al
explicarse ahora la verdadera causa de esa paciencia y esa resignación
incomparables.... una carcajada sardónica dilató sus labios, mientras en su
garganta creía sentir un nudo corredizo que se apretaba poco a poco y la
estrangulaba. La convulsión fue horrible, larga, tenaz; y apenas Amelia , destrozada, pudo reaccionar, reponerse,
hablar.... rogó a sus consternados padres que advirtiesen a Germán que las
relaciones quedaban rotas. Cartas del novio, súplicas, paternales consejos,
todo fue en vano. Amelia se aferró a
su resolución, y en ella persistió, sin dar razones ni excusas.
-Hija, en mi
entender, hizo usted muy mal -le decía el padre Incienso, viéndola bañada en
lágrimas al pie del confesionario. Un chico formal, laborioso, dispuesto a
casarse, no se encuentra por ahí fácilmente. Hasta el aguardar a tener posición
para fundar familia lo encuentro loable en él. En cuando a lo demás..., a esas
figuraciones de usted... Los hombres.... por desgracia... Mientras está soltero
habrá tenido esos entretenimientos... Pero usted...
-¡Padre -exclamó
la joven, créame usted, pues aquí hablo con Dios! ¡Le quería.... le quiero....
y por lo mismo.... por lo mismo, padre! ¡Si no le dejo.... le imito! ¡Yo
también...!
«El Liberal», 11 febrero 1894.
Cuento de amor
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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