-Los primeros
años de mi juventud -dijo el opulento capitalista que nos había ofrecido una
comida indudablemente superior a las famosas de Lúculo, las cuales tenían al
margen el vomitorium y la indigestión a la vuelta- los pasé en la mayor
miseria, en la estrechez más angustiosa. Aquí donde ustedes me ven -y con una
ojeada circular parecía indicarnos toda la riqueza que le rodeaba, yo he
saltado de martes a jueves sin tropezar en un garbanzo siquiera; yo he
bostezado de hambre frente a los surtidos escaparates de las pastelerías y los
bodegones; yo me he enjabonado y lavado mi camisa (única que poseía), en el
rigor del invierno, en una buhardilla desmantelada que no podía pagar, y de la
cual me despidieron al fin, poniéndome de patitas en la calle, en mitad de una
noche de diciembre. ¡Qué tiempos, señores! Aquélla fue la pobreza negra, la
edad heroica de la pobreza.
-Dos o tres
años..., los primeros que pasé en el mundo, huérfano y desamparado de todos. Después
principié a aletear... Pero ¡qué triste y aburrido aleteo! Me contaba más
dichoso antes, al soplarme los dedos y hacerme una cruz sobre el estómago. Mi
aleteo consistía en un puesto inferior en una gran casa de comercio, ocupación
que me sublevaba y repugnaba profundamente, pues mientras hacía números o
despachaba la árida correspondencia de negocios mi fantasía volaba por los
espacios y mi corazón latía henchido de savia juvenil...
-¡Qué bien se
explica! -dijo, quedito, la señora de Huete a su amiga la baronesa de Torre del
Trueno.
-No sé qué tiene
el pícaro dinero, que es capaz de volver elocuente a un guardacantón -suspiró
la baronesa clavando sus angelicales ojos azules en el ricacho. Éste, sin
advertirlo, prosiguió:
-Sujeto a una
labor mecánica, que me producía tedio y cansancio invencible, yo pensaba allá
entre mí: «¿Será éste mi destino? ¿No habré venido al mundo sino a dar vueltas
y vueltas a la noria de una tarea insípida? ¿No dejaré otra señal de mi paso
sino cuatro columnas de cifras, o el acuse de recibo de una partida de arroz y
cacao? A lo menos en aquella buhardilla de marras podía esperar las
compensaciones del porvenir; al paso que ahora veo claramente el camino que me
trazan, y es tan trillado, tan mezquino, tan estrecho, que sólo pensar que he
de recorrerlo hasta el último instante de mi vida me enloquece de rabia. A toda
costa es preciso que yo salga del pantano de esta rutina y realice algo
extraordinario y singular, algo que me eleve por cima de los demás mortales,
que lleve en triunfo mi nombre a las generaciones futuras, que me sirva de
pedestal y de aureola... Si para conseguirlo es menester volver a la miseria, a
la miseria volveremos; si a la buhardilla, a la buhardilla; si hay que ir a la
muerte, iremos a la muerte.»
Con tanta
exaltación se expresaba el millonario que las señoras le miraron conmovidas, y
los hombres, entre chanzas y veras, le interpelaron:
-¿Según eso...,
a lo que aspiraba usted entonces no era a la brillantísima posición que ha
conseguido..., sino a otra cosa?... ¿A otra cosa..., vamos, de otro orden...
del orden...?
-Del orden
espiritual, poético y vano -declaró terminantemente el hombre de oro-. Sí, de
ese pie cojeaba yo... Ni se me pasaba por las mientes nada real y positivo. Yo
soñaba -no sucesivamente, sino a un tiempo -con inspirar una pasión frenética,
o con sentirla; con lances y aventuras muy dramáticas, y peligros y enredos
dignos de una novela; con ser un artista célebre, un escritor de fama
universal, un guerrero victorioso, un gobernante excelso, un héroe y hasta un
mártir, de ésos que vierten su sangre en un transporte de entusiasmo y no
trocarían su suerte, al sucumbir, ni por la del más venturoso...
-¿Todo eso
deseaba usted? -preguntó con ironía el periodista Anzuelo, reputado por sus
mordaces agudezas. ¡Cómo se varía al correr de los años!
-Ya verá usted
-respondió el millonario con sorna- que no fueron los años los que me variaron
a mí. ¡Los años! ¿A que usted, por más viejo que llegue a ser, no pierde sus
mañitas y la costumbre de soltar pullas para que se rían los bobos? Genio y
figura, amigo Anzuelo... Volviendo a mi historia, sepan ustedes que aquellos
sueños y ansias se apoderaron de mí con tal fuerza, que acabaron por quebrantar
mi salud. Empezó a consumirme una especie de fiebre hética; mi cuerpo se
agostaba como la hierba cuando la cortan, y en mi espíritu sentía tal
abatimiento (unido a cierto sombrío frenesí) que se me puso entre ceja y ceja
un proyecto de suicidio, un fúnebre anhelo de muerte. Nada, lo mejor era
suprimirse, desaparecer del indigno y miserable mundo. ¡Sólo había una
dificultad! Y es que eso de morir no sé qué tiene que hasta a los más
desesperados les hace cosquillas. La prueba es que todo hombre nacido de mujer
piensa alguna vez en el suicidio, y son contadísimos, insignificante minoría,
los que lo ponen por obra. Mientras alimentaba yo tan fatales propósitos,
comprendía su horror, y deseaba vivamente que semejante manía se me quitase de
la cabeza. Con este deseo, se me ocurrió que cualquiera enfermedad del alma puede
curarse desde afuera, al través del cuerpo; y habiendo oído hablar de un
célebre médico cuya especialidad eran las afecciones del cerebro, me decidí a
consultarle. Recibióme el doctor con agrado y esa afabilidad seria de los que
se encuentran en su terreno; me crucificó a preguntas sobre el origen de mi
mal, sus síntomas y caracteres; y ya bien enterado, me reconoció, primero con
reiterados golpecitos de los nudillos, parecidos a los que se usan en las
auscultaciones, después con la percusión ligera y repetida de un martillito de
marfil; hecho lo cual sonrió, complacido, y me dijo en tono y acento
animadores: «No hay cuidado. Eso va a desaparecer inmediatamente por medio de
una operación algo molesta, pero sin consecuencias temibles.» «¿Y qué es eso que
va a desaparecer?», exclamé un tanto alarmado. «Lo que causa los desórdenes de
que usted se queja. ¿Quiere usted que ahora mismo...?» «Sea», murmuré,
resignado de antemano al dolor. «¿Le aplico el cloroformo?» «¡No, no!... ¡Tengo
valor bastante!» Armóse el médico de un sutil berbiquí, me lo apoyó en la sien,
y, poco a poco, vuelta tras vuelta, fue hincándolo y haciéndolo penetrar hasta
la misma sustancia de mi cerebro. Aunque me dolía horriblemente, y no estaba yo
para observar, noté, en el espejo que frente a mí tenía, que de mi cabeza iba
alzándose algo parecido a una columnita de humo, suave, azulado, dorada a
trechos, que ondulaba dulcemente y acababa por disiparse... «¡Qué humareda
tenía yo ahí!...», suspiré así que el doctor, retirando el instrumento, me
aplicó una venda empapada en un líquido que había de curar el taladro. «Es lo
que, generalmente contienen los cerebros al hacerles esta operación delicada
-declaró él, despidiéndome afectuosamente en la puerta. Humo o aire... A veces
también encierran aserrín; pero entonces renunciamos a operar. ¿Para qué?»
Calló un momento
el millonario, satisfecho de la impresión que nos causaba su fantástica y
embustera historia.
-¿Y sanó usted y
vivió después de esa barbaridad que le hicieron? -preguntó, aturdidamente, la
baronesita.
-Ya lo ve usted,
señora... Aquí estoy, a sus pies, y vivo aún... No solamente sané, sino que
empecé a prosperar...; al principio, modestamente; después, aprisa; luego, en
volandas... Debió de consistir en que los negocios, que me parecían tan
antipáticos, se me hicieron atractivos y gratos apenas se me quitó, con la
salida del humo, aquel desvarío de las pasiones, los heroísmos, las
celebridades y las victorias; y como me apegué al trabajo y me encariñé con la
realidad, la realidad vino a mí con los brazos abiertos, la fortuna me miró
transportada y el capital, el esquivo capital, se precipitó en mis arcas como
el río por su cauce... Y pude hacer infinitas cosas que me parecen difíciles, y
conseguir algunas de las que apetecía en otro tiempo, ¡porque el capital es
fuerza, y la fuerza es la ley del mundo!
Al hablar así,
fue tan oronda y esponjada, tan radiante la sonrisa del millonario, que los
concurrentes sufrieron íntima mortificación en su amor propio, y Anzuelo,
siempre irónico, formuló esta pregunta:
-¿Le dijo a
usted el médico cómo se llamaba aquella columnita de humo que le quitaba a
usted de la cabeza?
Y el ricachón,
que no siempre era todo lo cortés y correcto que debe ser el que otorga
hospitalidad, se llegó al periodista, le golpeó suavemente la cabeza y dijo,
guiñando un ojo a las señoras:
«El Imparcial», 27 septiembre 1897.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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