A nuestro padre el zar
Cuando nació el príncipe,
Durvati, primogénito del gran Ramasinda, famoso entre los monarcas indianos,
vencedor de los divos, de los monstruos y de los genios; cuando nació, digo,
este príncipe, se pensó en educarle convenientemente para que no desdijese de
su prosapia, toda de héroes y conquistadores. En vez de confiar al tierno
infante a mujeres cariñosas, confiáronle a ciertas amazonas hircanas, no menos
aguerridas que las de Libia, que formaban parte de la guardia real; y estas
hembras varoniles se encargaron de destetar y zagalear a Durvati, endureciendo
su cuerpo y su alma para el ejercicio de la guerra. Practicaban las tales
amazonas la costumbre de secarse y allanarse el pecho por medio de ungüentos y
emplastos; y al buscar el niño instintivamente el calor del seno femenil, sólo
encontraba la lisura y la frialdad metálica de la coraza. El único agasajo que
le permitieron sus niñeras fué reclinarse sobre el costado de una tigre domesticada,
que a veces, como en fiesta, daba al principio un zarpazo; y, decían las
amazonas que así era bueno, pues se familiarizaba Durvati con la sangre y el
dolor, inseparables de la gloria.
A los dieciocho años,
recio, brillante y animoso, entró el príncipe en acción por primera vez, al
lado del rey, que invadía la comarca de Sogdiana y Bactriana, para someterla.
Erguíase Durvati sobre un elefante que llevaba a lomos formidable torre
guarnecida de flecheros; cubría el cuerpo de la bestia un caparazón de cuero
doble, y en sus defensas relucían agudas lanzas de oro. Escogida hueste de
negros armados de clavas cercaba al príncipe, y cuando se trataba la lid,
Durvati se estremecía, sintiendo que los pies enormes del belicoso elefante,
que barritaba de furor, se hundían en cuerpos humanos, reventaban costillas,
despachurraban vientres y hollaban cráneos, haciendo informe masa sanguinolenta
y palpitante. Al acabarse una batalla más reñida, Durvati osó preguntar a su
padre, el gran rey, si aquella gente aplastada sufría mucho y si placía a
Brahma que la gente sufriese. Y Ramasinda, colérico de la pregunta, que le
pareció rasgo de flaqueza en el novel guerrero, sólo contestó con palabras de
un cántico sagrado: «Mira delante de ti la suerte de los que fueron; mira delante
de ti la suerte de los que serán. El mortal madura como el grano, y como el
grano, renace.» Acababa de pronunciar éstas palabras Ramasinda, cuando cortó el
aire una flecha y vino a fijarse, temblando, en la espalda del rey. Durvati,
precipitándose hacia su padre, sólo alcanzó a recibirle en brazos moribundo. La
tropa, después de hacer pedazos al matador del rey, proclamó a Durvati,
gritando que era preciso llevar a sangre y fuego aquel país, y que el nuevo rey
sabría cumplir tan alta empresa.
Aquella noche, el huérfano
se durmió con sueño de plomo y soñó cosas raras. Representósele otra vez el
triste fin de su padre; sintió la humedad de la sangre que manaba la herida y
la humedad del llanto que él mismo, Durvati, no se había atrevido a derramar en
presencia del Ejército, pero que ahora fluía copioso, empapando sus ropas. Y
cuando desahogaba así el dolor, parecióle que sobre su pecho notaba un calor
grato y suave, como un peso delicioso, y rozaba su cara algo fino cual seda.
Era, a su parecer, una blanquísima paloma, de rosado pico, de cuello de
bizantinos esmaltes verdiazules, de benignos y amorosos ojos negros, que,
arrullando mansa-mente, murmuraba a su oído una frase misteriosa. El arrullo
calmó las angustias del príncipe, y le sepultó en un anonadamiento absoluto,
reparador. Al despertar, gritó de sorpresa. Echada a su lado, recostando la
frente en su pecho, había una mujer muy joven, celestialmente bella, de blanco
seno, de rosada boca, de cabellera sombría y suelta como plumaje de aves, de
negras pupilas; y al preguntar, atónito, Durvati quién era la admirable
criatura, fuéle respondido que una cautiva, una esclava, por hermosa señalada
para botín real, y que a no haber sido muerto el rey Ramasinda, estaría ahormen
su tienda y no en la de Durvati.
Mozo era, y nunca había
ardido en su corazón el incendio que transforma y perpetúa los seres. En aquel
punto y hora lo sintió con tal fuerza, que se borró de su mente cuanto no fuese
la cautiva. Olvidando planes de conquista y dominación, fijó sus reales en la
ciudad más próxima, y embelesado en coloquios deleitosos se pasaba la
existencia. No por eso se crea que Durvati se entregó a la molicie y al
desenfreno. Al contrario: poseído casi siempre de exquisita delicadeza, con
casto arrobamiento, amaba a la cautiva a la manera que enseñan los kandas, o himnos védicos (con el atmán, que quiere «aliento» o
«espíritu»); repitiendo aquellas palabras consagradas: «En verdad, lo que
amamos en la mujer no es la mujer, sino el espíritu; y quien busque en la mujer
más que el espíritu, será abandonado por Brahma.» Recordando que la primera
noche en que tuvo cerca a su amiga soñó Durvati que una paloma se le arrimaba
arrullando, Paloma la llamó, y Paloma la nombraron todos.
Lo que más encantaba a
Durvati en Paloma, y lo que justificaba tal apodo, era la ternura, la
mansedumbre, la piedad, la blanda condición, tan diferente de la de aquellas
feroces guerreras sin atributos femeniles, entre cuyas manos se había criado el
joven rey; y según éste intimaba con Paloma, y la frecuentaba, y se apegaba a
ella, y pasaban juntos las largas siestas del estío a orillas de los lagos
cristalinos y bajo los copudos árboles, le repugnaba más y más la idea de la
crueldad y de la matanza, se le hacía más cuesta arriba lanzar al combate otra
vez sus huestes. Ya dueña de su confianza, y usando de la libertad que da el
afecto, Paloma le pintaba con sus colores horribles el estrago de la guerra y
le aseguraba que todos tienen derecho a vivir y deber de amarse, para disminuir
los males que cercan en la tierra al mortal.
Por desgracia, no poseía
cada soldado de Durvati su Paloma; furiosos con la inacción, vejaban y oprimían
a los naturales, y el país se alzaba indignado, clamando independencia o
muerte. Los jefes, compañeros del victorioso Ramasinda, aficionados al combate,
maldecían y renegaban de la hechicera que tenía embaucado al rey, y suspiraban
por el momento de armar a sus elefantes de combate y arrojarse al botín y a la
gloria. La sorda conjuración contra la favorita tomó cuerpo al difundirse una
noticia grave: contra todos los ritos, costumbres y leyes; contra el decoro de
su nombre y las tradiciones heroicas de su raza, Durvati iba a elevar al trono
a aquella mujer, y regresar después a los bordes del Ganges, abandonando la
tierra ganada por el empuje de sus armas, devolviendo la libertad a sus
moradores, sin apropiarse ni una pulgada de territorio ni una oveja de ajeno
rebaño. Cundió la nueva entre las tropas, y oyéronse maldiciones e
imprecaciones contra el afeminado rey que los deshonraba y envilecía. Era
preciso que su razón estuviese perturbada, y que aquella bruja, secuaz de los
magos, hubiese dado algún bebedizo o hierba mala al joven héroe, para que
olvidase la dignidad real y los deberes de su cargo altísimo, que
principalmente en la guerra se resumen. Persuadidos ya de haber adivinado la
causa de la decadencia y trastorno de Durvati, concertáronse las amazonas y los
jefes; y una noche, sigilosamente, sorprendieron y robaron a Paloma de la misma
cámara real.
No ha logrado la Historia esclarecer su
paradero; las desgarradoras quejas de Durvati, sus ruegos, sus amenazas, no
consiguieron que los raptores se la restituyesen; únicamente, ante la
insistencia del joven rey, quizá deseosos de hacerle irónica burla, idearon
colocar en su lecho, mientras dormía, una paloma mansa, que llevaba por collar
el anillo de la cautiva: paloma de níveo plumaje, de tornasolado cuello
verdiazul, de rosado pico, de ojos negros, amantes y candorosos...
No se sabe si Durvati
entendió la sátira, o si, en efecto, supuso que aquella ave arrulladora y dulce
era el atmán o espíritu de su amada. Lo cierto es que, fingiendo atribuir el
caso a un prodigio, convocó a sus huestes y les hizo saber que aquella
metempsicosis de la amiga vuelta paloma significaba que Brahma quería la paz
perpetua, la paz luciendo como blanca aurora sobre el mundo; y que esta
resolución estaba decidido a mantenerla, cortando la cabeza sin demora a quien
se opusiese o suscitase dificultades de cualquier género.
Y, en efecto, en todo el
reinado de Durvati no se derramó gota de sangre humana.
Cuento antiguo
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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