Siguiendo
costumbre tradicional del convento, las monjitas de la Santísima Sangre
preparan, adornan y ofrecen a la adoración de los fieles, en el altar mayor, a
la hora en que se celebra la misa del Gallo, el Misterio del pesebre y gruta de
Belén, donde puede admirarse la efigie del Niño Dios, obra maravillosa de un
escultor anónimo.
Más que inerte
imagen de madera, criatura viva parece el Niño de las monjas. La encantadora
desnudez de su torso presenta el modelado blanco y sólido de la carne. Mollas
regordetas en cuello, piernas y brazos; hoyuelos de rosa en carrillos, codos y
rodillas, picardía angelical en la expresión de los ojos y en la cándida risa,
naturalidad sorprendente en la actitud, que se diría de tender las manos al
pecho maternal..., así es el Niño, y por eso las monjitas, cada vez que le
visten y enfajan, cada vez que le reclinan en la paja y el heno aromático de la
humilde cuna, exclaman, enternecidas y embele-sadas:
Turnan
rigurosamente las monjitas en el oficio y honor de camareras del Jesusín, y
aquel año correspondió la suerte a sor María, monja profesa, la más joven y
linda de todas. Sor María ha dejado el mundo, no como suelen dejarlo otras
religiosas, por contrariados o infelices amores, por sufrimientos, desengaños o
escaseces de fortuna, sino en la flor de sus veinte abriles, con el espíritu
tan virgen como el cuerpo y el cuerpo tan hermoso como el porvenir que, sin
duda, la esperaba al lado de unos padres amantes y opulentos, y en un mundo
donde todo la halagaba y sonreía. Por su serena frente no ha cruzado ni una
nube; no ha rozado su sien ni un aliento de hombre, y su corazón no ha
palpitado sino para Dios. Su mística vocación fue tan firme, que resistió a la
oposición decidida y enérgica de una familia que no se avenía a ver sepultarse
en el claustro tanta hermosura y juventud. Pero sor María demostró tal júbilo
al tomar el velo, que ya sus mismos padres la envidiaban, creyéndola llegada al
puerto de la paz.
Sintió un gozo
inexplicable sor María al ser encargada de la gran faena de vestir al Niño para
depositarle en el pesebre. Jugar con aquel sagrado muñeco había sido el sueño
de la joven monja en los cinco años que de profesa contaba. «¡Cuando me toque a
mí el Niño, verán que precioso le pongo!», solía decir a menudo. Era llegado el
instante: el Niño le pertenecía por algunas horas, y ya sus manos temblaban de
emoción ante la idea de poseer la efigie del Nene celestial.
¡Con qué esmero
planchó sor María los pañales por ella misma bordados y calados! ¡Con qué
diligencia recogió en el jardín rosas tardías y frescas violetas oscuras, a fin
de esparcirlas sobre la camita de paja del Niño! ¡Con qué respeto tocó la
escultura, con qué reverencia la desnudó, con qué avidez miró sus formas
inocentes y con qué ímpetu repentino de las entrañas se inclinó para besarla,
mordiéndole casi en las mejillas, en los hombros, en el redondo vientrezuelo!
Algunas monjas,
de las más ilustradas y benévolas, estuvieron conformes en que nunca había
salido tan mono y tan bien adornado el Jesusín; pero las viejas gangosas, ñoñas
y esclavas de la rutina, murmuraron que le faltaban dijes de abalorio y talco y
cintas de colores. Y cuando sor María se recogió a su celda y se arrodilló para
rezar antes de extenderse en la pobre tarima, donde sin regalo, casi sin
abrigo, dormía el sueño de los ángeles, sintióse de repente profundamente
triste, y le pareció que delante de ella se abría un abismo negro, muy hondo, y
que le entraban ganas vehementes de morir. No penséis mal, ¡oh escépticos!, de
sor María. ¡No la creáis una monja liviana!
No era el amor
profano y su deleitosa copa lo que el tentador hacía girar ante sus ojos
preñados de lágrimas de fuego. Tened por seguro que la pureza de sor María
llegaba al extremo de ignorar si renunciando al amor sacrificaba venturas. En
el amor sólo sospechaba fealdades, desencantos, humillaciones y groserías
indignas de un alma escogida y bien puesta. Lo que en aquel momento hacía
sollozar a la monja era el instinto maternal, despertado con fuerza
irresistible a la vista y al contacto del monísimo Jesusín...
Y mal de su
grado, ofuscada por la insidiosa tentación (sólo el Maldito pudo infundirle tan
trasnochados y extemporáneos pensamientos), sor María no estaba a dos dedos de
renegar de los votos y de las tocas y de los deberes que al convento la
sujetaban. Nunca estrecharía contra su infecundo seno una tierna cabecita de
rizada melena; nunca besaría una frente pura y celestial; nunca unos brazos
mórbidos ceñirían su garganta. La única criatura que le había sido dado en
brazos y a la cual pudo prodigar ternezas era un chiquillo de palo, duro, frío,
que ni respondía a las caricias ni balbucía entrecortado el nombre de madre. Y
sor María, cada vez más hondamente desesperada, acordábase, en aquella hora
fatal, de su propio hogar que había abandonado, y pensaba en el delirio con que
su padre amaría a un nietezuelo, y lloraba con llanto más amargo, con lágrimas
sangrientas, como lloraría una virgen de Israel condenada a muerte, la
esterilidad de su seno y la soledad eterna de su corazón, sentenciado a no
probar nunca el más intenso y completo de los cariños femeniles...
Mas he aquí que
al hallarse sor María fuera ya de sentido y a punto de rebelarse impíamente
contra su destino y de romper su juramento de fidelidad al Divino Esposo,
cuentan las crónicas (no sé si protestaréis los que lleváis sobre las pupilas
la membrana del topo, la incredulidad) que la celda se iluminó con luz blanca y
suave, y que de súbito el Niño del Misterio, no rígido e inmóvil en su
invariable actitud, sino animado, hecho carne, sonriendo, gorjeando,
acariciando, salió de una nube ligera y se vino apresuradamente a los brazos de
la monja.
«Soy yo, tu
Jesusín, el que nació hoy a las doce», parecía balbucir la criatura, halagando
blandamente a sor María. Y como ésta pagase con besos los halagos, el chiquillo
rompió a llorar tiernamente, y la monja, olvidando sus propias lágrimas y su
reciente desconsuelo, comenzó a bailar para entretenerle, a arrullarle, a
cantarle, a contarle cuentos, y, al fin, le arropó en su cama, llegándole al
calor de su propio cuerpo y recostándole sobre su pecho tibio, que henchían
activas corrientes de vitalidad y de amor. Y allí se pasó la noche el pobre
nene, hasta que la blanca aurora, que disipa las sombras y ahuyenta las
tentaciones, lanzó sus primeras claridades al través de la reja, y la campana
llamó al templo a las monjas, que se pasmaron del resplandor extático que
brillaba en el hermoso semblante de sor María...
Desde entonces
sor María hace prodigios de austeridad, mortificación y penitencia. Sus
rodillas están ensangrentadas, sus costados los desuella el cilicio, sus
mejillas las empalidece el ayuno, su boca la contrae el silencio. Pero todos
los años, después de la misa del Gallo y el Misterio del pesebre, se repite la
visita del Niño a la celda melancólica y solitaria, y por espacio de unas
cuantas horas sor María se cree madre.
«El Liberal», 25 de diciembre de
1894.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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