No es posible
pintar el cuidado y desvelo con que la ratona madre atendió a su camada de
ratoncillos. Gordos y lucios los crió, y alegres y vivarachos, y con un pelaje
ceniciento tan brillante que daba gozo; y no queriendo dejar lo divino por lo
humano, prodigó a sus vástagos avisos morales, sabios y rectos, y los puso en
guardia contra las asechanzas y peligros del pícaro mundo. «Serán unos ratones
de seso y buen juicio», decía para sí la ratona, al ver cuan atentamente la
oían y cómo fruncían plácidamente el hociquillo en señal de gustosa aprobación.
Mas yo os
contaré aquí, muy en secreto, que los ratoncillos se mostraban tan formales
porque aún no habían asomado la cabeza fuera del agujero donde los agasajaba su
mamá. Practicada en el tronco de un árbol la madriguera, los cobijaba a
maravilla, y era abrigada en invierno y fresca en verano, mullida siempre, y
tan oculta, que los chiquillos de la escuela ni sospechaban que allí habitase
una familia ratonil.
Sin embargo, de
los tres de la nidada, uno ya empezaba a desear sacar el hocico, a soñar con
retozos, deportes y correteos por el verde prado que al pie del árbol se
extendía alegre e incitante, esmaltado de varias flores y bullente de insectos,
mariposas y reptiles. «Me gustaría por los gustares bajar ahí», pensaba el
joven ratón, sin atreverse a decirlo en voz alta, de puro miedo, a su madre. Un
día que se le escapó alguna señal de su deseo, la madre exclamó trémula de
espanto: «Ni en broma lo digas, criatura. Si no quieres que me disguste mucho,
no vuelvas a hablar de salir al prado».
¿Creeréis que la
prohibición le quitó al ratoncillo las ganas? ¡Bah! Ya sabéis que las
prohibiciones son espuela del antojo. No atreviéndose a bajar aún el
antojadizo, se pasaba las horas muertas mirando al prado deleitable. ¡Qué bueno
sería trotar por entre aquella hierba suave y perfumada! ¡Qué simpático
remojarse en el limpio arroyuelo que bañaba de aljófar las raíces de sauces y
mimbreras! ¡Qué divertido dar caza a los viboreznos y lagartijas que se
deslizaban estremeciendo el follaje y haciendo relumbrar al sol los tonos
metálicos de su elegante cuerpo! ¿Por qué, vamos a ver, por qué prohibía tan
inocentes recreos la madre ratona?
Un día que la
mamá había salido, según costumbre, en busca de sustento para su prole, el hijo
se asomó al agujero, echando más de la mitad del tronco fuera. De pronto sintió
como un choque eléctrico y vio que cruzaba por el prado un ser encantador. Era
ni más ni menos que una gatita blanca como la nieve, que fijaba en el
ratoncillo sus anchas pupilas de esmeralda.
Quedóse el ratón
fascinado, absorto. Nunca había visto cosa más linda que la tal gata blanca.
¡Qué gracia y gentileza en sus movimientos, qué soltura en su flexible andar,
qué monería en su cara picaresca, y qué virginal candor en su ropaje de armiño!
¡Y qué decir de aquellos ojos verdes con reflejos áureos, aquellos ojos cuyo
mirar derretía, incendiaba el corazón!
A no estar tan
próxima la hora en que solía regresar a la guarida la madre, el ratón se
hubiese arrojado sin vacilar de su nido para acercarse a la preciosa gata. Le
contuvieron el temor y el hábito de obedecer, que siempre reprime un tanto, al
principio, los ímpetus rebeldes; pero lo que no acertó a sujetar fue su lengua,
y loco de entusiasmo refirió a la mamá cómo le tenía fuera de sí la aparición
de la gata celeste.
-Monstruo
horrible, el más funesto, el más sanguinario, el más atroz que, por tu negra
suerte, pudiste encontrar. Huye de él, hijo mío, como del fuego; mira que en
huir te va la vida; mira que tu padre pereció en las garras de esa maldita
fiera, y que todas mis lágrimas son obra suya.
-Madre -repuso
atónito el ratoncillo, apenas puedo creer lo que me aseguras. El agua que
corre limpia y clara entre las flores del prado no tiene los matices de
aquellos ojos cándidos, ya verdes, ya azulados, siempre dulces, donde siempre
juega misteriosamente la luz. Los pétalos de las azucenas y de los lirios del
valle ceden en blancura a su nevada piel, que debe de ser más suave que el
terciopelo y más flexible que la seda. ¿Cómo quieres que vea un monstruo
sanguinario y horrible en la gata? ¡Ay, madre!, desde que la contemplé, sólo en
ella pienso. Cuanto no es ella, me parece indigno de existir. Antes me gustaban
el prado, y el cielo, y los árboles. Ahora todo me cansa y todo lo desprecio.
Madre, cúrame de este mal, porque me siento tan triste que creo que se me va a
acabar la vida.
Ya supondréis
que la pobre ratona haría cuanto cabe para distraer y aliviar a su retoño. A
fin de cambiar sus pensamientos en otros más lícitos, llevóle al agujero de
unas ratas algo parientas suyas, jóvenes, ricas y honradas, que vivían royendo
el trigo del repleto granero; pero el ratón se aburría de muerte entre los
montones de grano, en la oscuridad de la troj, y echaba de menos el prado, que
iluminaba, antes que el sol, la presencia de la gata blanca. Porque ya varias
veces la había visto pasar juguetona y ligera, fijando sus radiantes pupilas en
las inaccesibles alturas del árbol, y siempre que la gata aparecía, el ratón
sentía ensanchársele la vida y escapársele el alma -sí, el alma, porque el amor
hasta en las bestias la infunde- detrás de aquella maga de los verdes ojos.
No hubiese
querido la ratona en tan críticas circunstancias separarse un minuto de su
hijo; pero era forzoso salir a cazar, a procurar subsistencia para la familia,
y llegó una mañana en que habiendo madrugado la ratona a dejar el nido antes de
que amaneciese, el joven ratón, pensativo y melancólico, se asomó al agujero
para ver nacer el día. Recta faja dorada franjeó el horizonte; poco a poco la
bruma se rasgó y fue absorbiéndose en la clara pureza del cielo, por donde el
sol ascendía como una rosa de oro pálido; los pajaritos saludaron su gloriosa
luz con un himno de alegría alborozada y triunfal, y sobre la hierba,
aljofarada aún de rocío, como sobre una red de diamantes, mostróse pasando con
aristocrática delicadeza y remilgada precaución la hermosa gata blanca.
Exhaló el ratón
un chillido de júbilo; la gata le miraba, parecía llamarle, invitarle a que
descendiese. «¿Quieres jugar conmigo?», preguntóle él, sin reflexionar, sin
acordarse para nada de las maternales advertencias. «Baja», pareció contestar
con sus ojos misteriosos la gatita.
Y el ratón bajó
aprisa, disparado, ebrio de felicidad, y el juego dio principio, con muchos
saltos y carreras. Fingía huir la gata, escondíase entre sauces y mimbres, y
cuando el ratón se cansaba de perseguirla, ella se dejaba caer sobre la muelle
alfombra del prado, y, escondiendo las uñas, recibía con las patitas de
terciopelo al ratón, y ya le despedía, en broma, ya le estrechaba, retozando,
en deleitosa mezcla e indescifrable confusión de tratamiento ásperos y dulces.
Nunca sabía el
ratón, en aquel juego de veleidades, si iba a ser acogido con demostración
tierna y mimosa o con fiero y desdeñoso zarpazo; y en los amados ojos de la
esfinge tan pronto veía piélagos de voluptuosidad y relámpagos de risa, como
destellos de ferocidad y chispazos sombríos y crueles. Más de una vez creyó
notar que las patitas blandas y muertas se crispaban de súbito, y que bajo lo
afelpado de la piel surgían uñas de acero. ¡Y cosa rara! No bien pensaba
advertir síntomas tan alarmantes, el ratón cerraba los párpados y volvía gozoso
y tembloroso a solazarse con la gata blanca.
Duraba aún el
juego, cuando, por la tarde, regresó la ratona y vio de lejos la escena y a su
hijo mano a mano con el monstruo. Llorando y desesperada, gritóle desde lejos:
«¡Hijo mío, que te pierdes!» El ratón, por supuesto, no le hizo maldito caso.
¡Sí, para oír consejos estaba él! Subido al quinto cielo, nunca el juego le
había encantado más. La gata, por el contrario, empezaba a fatigarse y a
sospechar que había perdido bastante tiempo con un ratoncillo de mala muerte; y
al notar que iba a ponerse el sol, que se hacía tarde, sin modificar apenas su
actitud, siempre graciosa y juguetona, como el que no hace nada, torció la cabeza,
aseguró con la boca al ratoncillo, hincó los agudos dientes..., y lo lanzó al
aire palpitante y moribundo, para recibirlo en las uñas, tendidas con violencia
feroz...
A punto que una
nube de sangre cubría ya los ojos del desdichado, y el delirio de la agonía
ofuscaba sus sentidos, todavía pudo oírse como murmuraba débilmente: «¿Quieres
jugar conmigo, gatita blanca?»
Por eso su madre
hizo mal en llorar amargamente al incauto ratón. ¡El expiró tan satisfecho, tan
a gusto!
«El Imparcial», 18 de marzo, 1895.
Cuento de amor
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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