-¿Suponéis que
no hay en mis recuerdos nada dramático, nada que despierte interés, una novela
tremenda? -nos dijo casi ofendido el apacible Raimundo Ariza, a quien
considerábamos el muchacho más formal de cuantos remojábamos la persona en
aquella tranquila playa y nos reuníamos por las tardes a jugar a tanto módico
en el Casino.
No pudimos menos
de mirar a Raimundo con sorpresa y algo de incre-dulidad. Sin embargo, Raimundo
no era feo, tenía estatura pro-porcionada, correctas facciones, ojos garzos y
dulces, sonrisa simpática y blanca tez, pero su bonita figura destilaba
sosería; no había nacido fascinador; parecía formado por la Naturaleza para ser a
los cuarenta buen padre de familia y alcalde de su pueblo.
-Pues es de las
de patente... -replicó Raimundo. Hay dos clases de novelas, señores
escépticos: las voluntarias y las involuntarias. Las primeras las buscan por la
mano sus héroes. Las otras... se vienen a las manos. De éstas fue la mía. A
ciertas personas suele decirse que «les sucede todo»; y es porque andan a caza
de sucesos... A fe que si se estuviesen quietecitos, las mujeres no se
precipitarían a echarles memoriales.
En mi pueblo,
como sabéis, no suele haber grandes emociones, y cualquier cosa se vuelve
acontecimiento. Todo constituye distracción, rompiendo la monotonía de aquel
vivir. Hará cosa de tres años, en primavera, nos alborotó la llegada de una
tribu errante de gitanos o cíngaros. Plantaron sus negruzcas tiendas y
amarraron sus trasijadas monturas en cierto campillo árido, cercano a uno de
los barrios en construcción, y formamos costumbre de ir por las tardes a
curiosear las fisonomías y los hábitos de tan extraña gente.
Nos gustaba ver
cómo remendaban y estañaban calderos y componían jáquimas y pretales, todo al
sol y con la cabeza descubierta, porque dentro de las tiendas apenas podían
revolverse. Comentábase mucho la noticia de que el jefe de una taifa tan sólida
y desharrapada hubiese depositado en el Banco, el día de su arribo, bastantes
miles de duros en ricas onzas españolas, de las que ya no se encuentran por
ninguna parte. Viajaban con su caudal, y por no ser desvalijados, al sentar sus
reales lo aseguraban así. Se decía también que poseían a docenas soberbias
cadenas de oro y joyeles bárbaros de pedrería; pero es la verdad que, al
exterior, sólo mostraban miserias, andrajos y densa capa de mugre, no teniendo
poco de asombroso que tan mala capa no bastase a encubrir ni a degradar la
noble hermosura y pintoresca originalidad de los bohemios que admirábamos.
Resaltaba esta
belleza en todos los individuos jóvenes de la tribu; pero, como es natural, yo
prefería observarla en las mujeres y solía acercarme a la tienda donde habitaba
una gitanilla del más puro tipo oriental que pueda soñarse. Esbelta; de tez
finísima y aceitunada; de ojos de gacela, tristes, almendrados e inmensos; de
cabellera azulada a fuerza de negror y repartida en dos trenzas de esterilla a
ambos lados del rostro, la gitana estaba reclamando un pintor que se inspirase
en su figura. Aunque era, según supe después, esposa del jefe de la tribu, su
vestimenta se componía de una falda muy vieja y un casaquín desgarrado, por
cuyas roturas salía el seno, y en lugar de los fantásticos joyeles del
misterioso tesoro, adornaba su cuello una sarta de corales falsos. Su tierna
juventud y su singular beldad resplandeciente, iluminaban los harapos y el
interior de la tienda, por otra parte semejante a un capricho de Goya, donde
humeaba un pote sobre unas trébedes y un fuego de brasa atizado por una gitana
vieja, tan caracterizada de bruja, que pensé que iba a salir volando a
horcajadas sobre una escoba.
Así que me vio
la gitanilla, con voz muy melodiosa y con gutural pronunciación extranjera, me
pidió la mano para echarme la buenaventura. Se la tendí, con dos pesetas para
señalar; y después de oídas las profecías que dicen siempre las gitanas, dejé
gustoso las dos pesetas en su poder. La mujer hablaba aprisa, porque un
chiquillo desnudo, de cobriza tez, arrastrándose por el suelo, lloriqueaba; así
que su madre le tomó en brazos, calló agarrando el seno. De súbito la gitana
exhaló un chillido de dolor: el crío acababa de morderla cruelmente, y ella,
casi en broma, aplicó dos azotes ligeros a la criatura. No sé qué fue más
pronto, si romper el chico en llanto desconsolador o entrar en la tienda el
jefe de la tribu, un arrogante bohemio de enérgicas facciones y pelo rizado en
largos bucles; y sin encomendarse a Dios ni al diablo, profiriendo
imprecaciones en su jerigonza, soltarle a su mujer un feroz puntapié que la
echó a tierra.
Indignado por
tal brutalidad, me precipité a levantarla; se alzó pálida y temblando; sus ojos
oblongos, tan dulces poco antes, fulguraban con un brillo sombrío, que me
pareció de odio y furor; pero al fijarse en mí destellaron agradecimiento. No
lo pude remediar; aunque por sistema por nadie ni en nada me meto, aquella
escena me había transtornado; apostrofé e increpé al gitano, y hasta le amenacé,
si maltrataba de tal suerte a una criatura indefensa, con denunciarle a la
autoridad que le aplicaría condigno castigo. No sé qué pasaría por dentro del
alma del bohemio, sé que me escuchó muy grave, que chapurreó excusas y, al
mismo tiempo, a guisa de amo de casa que hace cortesía, me acompañó, sacándome
fuera de su domicilio, a pretexto de enseñarme los caballos y los carricoches;
en términos que, al despedirme de aquel hombre, me creí en el deber de aflojar
unas monedas..., que aceptó sin perder dignidad.
Al día
siguiente, y los demás, volví al campamento y fui derecho a la tienda de la
gitana... ¡No arméis alboroto ni me deis broma! Yo no sentía nada parecido a lo
que suele llamarse no ya amor, sino solo interés o capricho por una mujer.
Quizá por obra de la suciedad salvaje en que la gitana vivía envuelta, o por el
carácter exótico de su hermosura de dieciséis abriles, lo que me inspiraba era
una especie de lástima cariñosa unida a un desvío raro; yo no concebía, con tal
mujer, sino la contemplación desinteresada y remota que despierta un cuadro o
un cachivache de museo. A veces me creía inferior a ella, que procedía de raza
más pura y noble, de aquel Oriente en el que la Humanidad tuvo su cuna;
otras, por el contrario, se me figuraba un animal bravío, un ser de instinto y
de pasión, a quien yo dominaba por la inteligencia. Y encontraba gusto de ir a
verla únicamente porque ella, al aparecer yo, mostraba una alegría pueril, una
exaltación inexplicable, sonriendo con labios muy rojos y dientes muy blancos,
diciéndome palabras zalameras, contándome sus correrías, sus fatigas y sus
deseos de regresar a una patria donde el firmamento no tuviese nubes ni llorase
agua jamás. «Feo cuando llueve», repetía. A esto se redujo nuestro idilio... No
tengo nada de héroe, y así que note que el arrogante gitano fruncía las
negrísimas y correctas cejas al encontrarme en sus dominios, espacié mis
visitas y ni siquiera me despedí de mi amiga, pues los bohemios levantaron el
campo de improviso una mañana y desaparecieron, sin dejar más huellas de su
paso que varios montones de carbón y ceniza en el real, y dos o tres hurtos de
poca monta que se les atribuyeron, quizá falsamente.
Hasta aquí la
historia es bien sencilla... Lo novelesco empieza ahora.... y consiste en un
solo hecho, que ustedes explicarán como gusten.... pues yo me lo explico a mi
modo, y acaso esté en un error. Al mes de alejarse de mi ciudad la tribu
cíngara, se supo por la prensa que en las asperezas de la sierra de los Castros
habían descubierto unos pastores el cuerpo de una mujer muy joven, cuyas señas
inequívocas coincidían con las de mi gitanilla. El cuerpo había sido enterrado
a bastante profundidad, pero venteado por los perros y desenterrado
prontamente, dio a la
Justicia indicios de que se hallaba sobre la pista de un
horrendo crimen. Se inició el procedimiento sin resultado alguno, porque los de
la errante tribu estuvieron conformes en declarar que la gitanilla había huido,
separándose de ellos, y que ellos no se habían acercado ni a veinte leguas de
distancia de la sierra de los Castros. Las muerte de la gitanilla fue un negro
misterio más de tantos como no desentraña la justicia nunca. Sólo yo creí ver
claro en el lance... Acordeme de las palabras que Cervantes pone en boca del
gitano viejo: «Libres y exentos vivimos de la amarga pestilencia de los celos;
nosotros somos los jueces y verdugos de nuestras esposas y amigas; con la misma
facilidad las matamos y las enterramos por las montañas y desiertos como si
fuesen animales nocivos; no hay pariente que las vengue ni padres que nos pidan
su muerte...»
«El Imparcial», 14 febrero 1898.
Cuento de amor
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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