Bajo el manto de
estrellas de una noche espléndida y glacial, Roma se extiende mostrando a
trechos la mancha de sombra de sus misteriosos jardines de cipreses y laureles
seculares que tantas cosas han visto, y, en islotes más amplios, la clara
blancura de sus monumentos, envolviendo como un sudario, el cadáver de la Historia.
Gente alegre y
bulliciosa discurre por la calle. Pocos coches. A pie van los ricos, mezclados
con los «contadinos», labriegos de la campiña que han acudido a la magna ciudad
trayendo cestas de mercancía o de regalos. Sus trapos pintorescos y de vivo
color les distinguen de los burgueses; sus exclamaciones sonoras resuenan en el
ambiente claro y frío como cristal. Hormiguean, se empujan, corren: aunque no
regresen a sus casas hasta el amanecer -que es cosa segura-, quieren
presenciar, en la Basílica
de Trinità dei Monti, la plegaria del Papa ante la cuna de Gesù
Bambino.
-Sí; el Papa en
persona -no como hoy su estatua, sino él mismo, en carne y hueso, porque
todavía Roma le pertenece- es quien, en presencia de una multitud que palpita
de entusiasmo, va a arrodillarse allí, delante la cuna donde, sobre mullida
paja, descansa y sonríe el Niño. Es la noche del 24 de diciembre: ya la grave campana
de Santángelo se prepara a herir doce voces el aire y la carroza pontifical,
sin escolta, sin aparato, se detiene al pie de la escalinata de Trinità.
El Papa desciende,
ayudado por sus camareros, apoyando con calma el pie en el estribo. Con tal arte
se ha preparado la ceremonia, que al sentar la planta Pío IX en el primer
escalón, vibra, lenta y solemne, la primera campanada de la medianoche, en cada
campanario, en cada reloj de Roma. El clamoreo dramático de la hora sube al
cielo imponente como un hosanna y envuelve en sus magníficas tembladoras
ondas de sonido al Pontífice, que poco a poco asciende por la escalinata,
bendiciendo, entre la muchedumbre que se prosterna y murmura jaculatorias de
adoración. A la luz de las estrellas y a la mucho más viva de los millares de
cirios de la Basílica
iluminada de alto abajo, hecha un ascua de fuego, adornada como para una fiesta
y con las puertas abiertas de par en par, por donde se desliza, apretándose, el
gentío ansioso por contemplar al Pontífice, se ve, destacándose de la roja
muceta orlada de armiño que flota sobre la nívea túnica, la cabeza hermosísima
del Papa, el puro diseño de medalla de sus facciones, la forma artística de su
blanco pelo, dispuesto como el de los bustos de rancio mármol que pueblan el Museo
degli Anticchi.
Entra, por fin, en
la Basílica ;
cruza las naves, desciende la escalera dorada que conduce a la cripta, y
mientras a sus espaldas la guardia brega para reprimir el empuje del torrente
humano que pugna por arrimarse a la balaustrada, en el recinto descubierto, más
bajo que la multitud, el Papa queda solo. Artista por instinto, con el andar
rítmico de las grandes solemnidades, con un sentimiento de la actitud que sólo
él posee en grado tal, Pío IX se acerca a la cuna, junta las manos de marfil,
eleva al cielo un instante los ojos, como si se invocase la presencia de Dios;
se arrodilla, se abisma y los paños de su cándida vestidura se esparcen
esculturales y clásicos cual los plegados de alabastro de un ropaje de Canova.
El Niño, el Bambino,
duerme desnudito, color de rosa, reclinado en su rubio colchón de sedeña paja.
En toda la Basílica
no se escucha más ruido que el chisporroteo suave de los cirios y el murmullo
de la oración que el Papa empieza a elevar. A las primeras palabras anímase el
Niño con vida fantástica: la carne se hace carne. Sus ojos se entreabren, sus
puñitos se tienden hacia el Papa como si se tendieran hacia un abuelo cariñoso,
haciendo fiestas. Incorporado y sentado en la paja, llama al Pontífice, que
sigue orando, pero que cree percibir en sus rodillas la sensación de que ya no
reposan en los cojines de terciopelo carmesí; en sus codos, algo que los sube y
aparta del esculpido reclinatorio. Ligero y como fluido, su cuerpo no le pesa;
flota apaciblemente en una atmósfera de oro y luz, hecha de las partículas de
los cirios, que se derraman ardientes y centelleantes. La cuna ha desaparecido,
el Niño está en pie, alto, crecido ya, convertido en adolescente; y en vez de
la gracia infantil, en su cara se lee la meditación, se descubre la sombra del
pensamiento. Alrededor del Jesús de quince años van juntándose las paredes de
la cripta, que parece trasudarlos, docenas de chiquillos, otros bambinos,
pero feos, encanijados, sucios, envueltos en andrajos o desnudos mostrando la enteca
anatomía. Docenas primero; cientos después; luego millares, millones, un
hervidero tan incontable, un ejército tan infinito, que estallan las paredes de
la cripta, las de la Basílica ,
las de Roma, las de todo cuanto pretendiese contener la expansión de la horda
de miserables. Extiéndese por una llanura sin límites, y su bullir de gusanera
rodea al Gesù, que ha ido insensiblemente transformándose en hombre
hecho y derecho: ya tiene barba ahorquillada y rizoso cabello castaño; ya su
rostro ha adquirido la gravedad viril. Y siguen acudiendo desharrapados y con
las carnes al aire, lisiados, enfermos, famélicos, tristes, venidos de todos
los confines de la
Tierra. Lloran de hambre, tiemblan de frío, gimen de
abandono, enseñan sus lacras, se cogen a la vestidura inconsútil de Cristo, se
quieren abrigar bajo sus pies, reclinarse en su seno, agarrarse a sus manos
pálidas y luminosas. Huelen mal, y su punzante vaho de miseria envuelve y
sofoca al Papa, siempre en oración.
La figura de
Cristo se oculta un instante; densas tinieblas suben de la tierra y caen del
firmamento, reuniendo sus crespones. El Pontífice siente miedo: la oscuridad le
ciega, y entre aquella oscuridad vibran maldiciones y palpitan sollozos. Un
relámpago brilla; erguida en una colina aparece la Cruz , sobre la cual blanquea
el desnudo cuerpo del Mártir, estriado de verdugones por los azotes y veteado
de negra sangre. Los labios cárdenos se agitan; el Papa interrumpe la plegaria,
se confunde, se deshace en adoración, quiere salir de sí mismo para mejor
escuchar y beber la palabra divina; y el Crucificado -señalando con mirada ya
turbia hacia el océano de criaturas que bullen allá abajo, escuálidas,
transidas, gimientes, dolorosas, maltratadas, ofendidas, en el abandono- dice
el Papa, en voz que resuena urbi et orbi:
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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