Érase un
emperador (no siempre hemos de decir un rey) y tenía un solo hijo, bueno como
el buen pan, candoroso como una doncella (de las que son candorosas) y con el
alma henchida de esperanzas lisonjeras y de creencias muy tiernas y dulces. Ni
la sombra de una duda, ni el más ligero asomo de escepticismo empañaba el
espíritu juvenil y puro del príncipe, que con los brazos abiertos a la Humanidad , la sonrisa en
los labios y la fe en el corazón, hollaba una senda de flores.
Sin embargo, a
su majestad imperial, que era, claro está, más entrada en años que su alteza, y
tenía, como suele decirse, más retorcido el colmillo, le molestaba que su hijo
único creyese tan a puño cerrado en la bondad, lealtad y adhesión de todas
cuantas personas encontraba por ahí. A fin de prevenirle contra los peligros de
tan ciega confianza, consultó a los dos o tres brujos sabihondos más
renombrados de su imperio, que revolvieron librotes, levantaron figuras,
sacaron horóscopos y devanaron predicciones; hecho lo cual, llamó al príncipe,
y le advirtió, en prudente y muy concertado discurso, que moderase aquella
propensión a juzgar bien de todos, y tuviese entendido que el mundo no es sino
un vasto campo de batalla donde luchan intereses contra intereses y pasiones
contra pasiones, y que, según el parecer de muy famosos filósofos antiguos, el
hombre es lobo para el hombre. A lo cual respondió el príncipe que para él
habían sido todos siempre palomas y corderos, y que dondequiera que fuese no
hallaba sino rostros alegres y dulces palabras, amigos solícitos y mujeres
hechiceras y amantes.
-Eres príncipe,
eres mozo, eres gallardo -advirtió el viejo meneando la cabeza-, y por eso
juzgas así. Mas yo, como padre, debo abrirte los ojos y que te sirva de algo mi
experiencia. Sométete a una prueba y me dirás maravillas. Ponte al cuello este
amuleto mágico, y ve recorriendo las casas de tus mejores amigos... y amigas.
Pregúntales si te quieren de veras y pídeles una moneda en señal de cariño. Te
la darán muy gustosos; recógelas en un saco y vuélvete aquí con la colecta.
Obedeció el
príncipe, y a la tarde regresó a palacio con un saco de dinero tan pesado, que
lo traían entre dos pajes.
-Ahora -mandó el
emperador- que has recogido fondos, disfrázate de artesano o de labriego y vete
por esos caminos, pagando tus gastos con las monedas que te dieron hoy.
Cumplió el
príncipe la orden y salió solo y en humilde traje, llevando en el cinto, bolsa
y calzas el dinero de su coleta. En la primera posada donde paró ya quisieron
apalearle por pretender pagar con moneda falsa el gasto. En la segunda, le
apalearon de veras. Y en la tercera, echóle mano la Santa Hermandad ,
por falso monedero; hasta que, compadecidos de sus lágrimas, le soltaron los
cuadrilleros en una aldea, donde resolvió no presentar más el dinero de sus
amigos... y amigas y regresar a palacio pidiendo limosna.
Cuando llegó
ante su padre, y éste le vio tan pálido, tan deshecho, tan maltratado y tan
melancólico, le preguntó con aire de victoria:
-De plomo,
padre... Falsísima... Pero lo que yo lloro no es esa moneda, sino otra de oro
puro que también perdí.
-Mis ilusiones,
que me hacían dichoso -sollozó el príncipe; y mirando a su padre con enojo y queja,
se retiró a su cuarto, en el cual se encerró para siempre, pues de allí sólo
salió a meterse cartujo, quedándose el imperio sin sucesor.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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