Aquel rey Artasar, que, después de Suleimán o Salomón, fue el más
poderoso y el más opulento del orbe; aquél que soñó tener un palacio como jamás
se hubiera visto, para albergar en él las magnificencias de su corte y las
fantásticas riquezas de su tesoro, alimentó también otro sueño, más modesto en
apariencia, pero de realización infinitamente más difícil: el de aumentar su
estatura. Porque conviene saber que Artasar el Grande y el Temido
era de muy corta talla, y en aquellas edades heroicas se rendía culto a la
exterioridad de la fuerza y de la robustez corporal. Y cuando Artasar,
descendiendo de su palanquín de cedro, marfil y oro, se dirigía solemnemente al
templo en que sus antecesores los Magos habían adorado al Dios vivo y donde aún
persistía este santo culto, y el pueblo formaba doble muralla para ver pasar al
rey, éste sufría cruelmente en el amor propio al comparar la proyección de su
sombra, diminuta y sin majestad, con la de los hercúleos oficiales de su guardia
nubiana, o la de los hermosos arqueros del Cáucaso, que le precedían abriendo
calle. Como una especie de bufón grotesco que fuese a su lado inseparablemente,
burlándose de su grandeza nominal, la ironía de su reducida sombra le
acompañaba a todas partes.
Para evitar tan triste efecto, ideó Artasar que le construyesen un
calzado de suelas quíntuples y que ciñese sus sienes una especie de monumental
tiara. Y fue, como suele decirse, peor que la enfermedad el remedio, porque las
suelas remedaban un zócalo ridículo y hacían embarazoso y torpe el andar del
rey, que parecía ir en zancos; mientras que la tiara, agobiándole con su peso,
le obligaba a inclinar la cabeza, y en la sombra adquiría formas extrañas,
provocantes a risa.
Desesperado Artasar, abrumado por la mortificación de su vanidad, que
sufría cada vez que se mostraba en público, apeló a no salir de su palacio
nunca. En el recinto del palacio se encerraban amenísimos jardines y
bosquecillos frondosos, y Artasar, solazándose en ellos, fue olvidándose de
estudiar la proyección de su sombra y de compararla a la de los demás mortales.
Y así que dejó de preocuparse de cómo era su sombra, recobró la tranquilidad
del espíritu, la calma del corazón, la alegría de las horas serenas y felices.
¿Qué le importaba su sombra? ¿Acaso la sombra le impedía disfrutar del ruido
del agua, de la frescura de las enramadas, de los acordes de las cítaras, de
los ojos de gacela y los labios de miel de las cautivas? ¿Acaso le vedaba el
goce del estudio, la plenitud intelectual? Un día Artasar recordó, miró a su
sombra... y se reconcilió con ella; ya no era irónica, ya no le humillaba;
aquella sombra se parecía a todas; era una sombra inofensiva, natural; una
sombra buena..
Y Artasar, llamando al escriba que recogía en enceradas tablillas los
hechos culminantes del reinado y las máximas formuladas por el monarca para
reunirlas en un libro que eclipsase al de los Proverbios de Suleimán (¡lástima que estas tablillas se hayan
perdido!), le dictó la sentencia siguiente:
«Cuando andamos entre los hombres, no existimos sino por el tamaño de
nuestra sombra. Cuando nos retiramos, nos hace vivir la capacidad de nuestra
alma.»
Pluma y lápiz,
núm. 5, 1900
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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