El joven
príncipe indiano Yudistira, famoso ya por alentado y justo, alegría de sus
súbditos y terror de los enemigos de Pandjala, tenía momentos de tristeza
honda, por recelar que su fin estaba próximo y que moriría de muerte violenta.
Un genio, en un sueño, se lo había pronosticado, y Yudistira, en medio de su
existencia de semidiós -siempre victorioso y siempre adorado de las mujeres y
del pueblo, que veía en él a una encarnación de Brahma, ocultaba en el pecho la
roezón de la inquietud, y cada día, al despertar, se preguntaba si aquél sería
el postrero.
La mayor
amargura era no saber por dónde vendría el peligro. Cuando se ignora lo que se
teme, el temor se exalta. No por esto vaya a creerse que Yudistira fuese un
cobarde miserable. Al contrario, hemos dicho que Yudistira era un héroe. De él
se referían cien rasgos de temeridad en batallas y cacerías; especialmente en
la del tigre -en los selvosos montes de Bengala- había realizado prodigios de
temeridad y recibido heridas, de que guardaba señales en su cuerpo.
Pero así es el
hombre: cuando se arroja al peligro, le sostiene la esperanza de desafiarlo
victoriosamente; y, en cambio, un agüero fatídico le rinde. No le importa
exponerse a morir, ni aun morir, si le acompaña la ilusión de la vida.
En sus horas de
meditación, el propio Yudistira reconocía esta verdad, y se increpaba, y
resolvía lanzarse como antes a continuas y aventuradas empresas. ¿Qué conseguía
con retirarse, con vegetar encerrado en su palacio? El destino, cuando nos
busca, sabe encontrarnos dondequiera que nos ocultemos. No obstante, el
príncipe continuaba bajo la protección de su guardia, al amparo de su alcázar
inexpugnable, donde sólo penetraban personas de cuya adhesión estaba seguro.
Abrumado, no
obstante, por fatídico presentimiento, resolvió llamar a un penitente que tenía
fama de leer en el porvenir como en abierto libro. El asceta contestó que, si
el príncipe deseaba consultarle, tendría que venir a su retiro, del cual había
hecho voto de no salir nunca. Aunque quisiese, no podría moverse de aquel
sagrado lugar, pues para librarse de tentaciones, para no seguir a las apsaras,
ninfas bellísimas que venían a hacerle momos, se había amarrado con cadenas al
suelo, y ya las cadenas, cubiertas por una costra petrificada, no podían ser
rotas.
Decidióse
entonces Yudistira a emprender la fatigosa jornada hasta la montaña, en cuya
cima se alza un templo consagrado a la misteriosa Trimurti. Llevó fuerte
escolta, adoptando cuantas precauciones se le ocurrieron para ir resguardado y
seguro.
Al llegar a la
soledad, donde el asceta le aguardaba, Yudistira alejó su séquito, postrándose
ante el hombre santo. Éste se hallaba sentado al pie de una roca, de la cual
manaba un hilo de agua, formando remanso, donde los grandes lotos blancos y
azules bañaban sus hojas gruesas, alentejadas, de un verde limpio y terso, como
jade bruñido. En medio de una vegetación tan lozana, el penitente parecía hecho
de raigambre tortuosa y desecada por el sol. Yudistira, previas las fórmulas de
veneración y respeto, expresó el objeto de su venida.
-Lo primero que
debo decirte, ¡oh príncipe!, es que has hecho mal en venir a verme. En general,
es dañosa la acción, y el hombre sólo acierta cuando se está quieto y espera
sin interés el fin de su existencia, la cual no es sino apariencia, sombra
vana. Pero todavía debe el hombre precaverse doblemente contra la acción, si
pesa sobre él un augurio, una amenaza del destino. Entonces no debe ni
respirar, pues cuanto haga servirá únicamente para apresurar lo que esté
decretado.
Yudistira bajó
la cabeza. Un escalofrío corrió por el árbol de su vida, por la médula de sus
huesos.
-Quisiera, al
menos -murmuró débilmente, que tu ciencia rasgase el velo del peligro que me
amarga. Se me figura que, conociéndolo, sin temor alguno lo arrostraré. Lo que
hace sufrir es lo ignorado. Dame luz, y acepto cuanto venga.
El asceta calló
un momento. Sus ojos, de una fijeza extática, buscaron a lo lejos la
revelación. Una chispa brilló en ellos, como estrella que cayese en un pozo.
-Príncipe -dijo
al fin-, el peligro que te amenaza consiste en que una hembra se acuerda sin
cesar de ti; no te olvida un minuto. ¡Ay del hombre cuando la hembra lo
recuerda, sea con amor o con aborrecimiento, que viene a ser lo mismo!
-¿Una hembra?
-preguntó, sorprendido, Yudistira. A ninguna he amado profundamente, y, por lo
mismo, no creo haber hecho daño a ninguna.
-Haz memoria
-advirtió el penitente- de que una te clavó en el brazo su zarpa y sus dientes
en el hombro, mientras su ruda lengua bebía tu sangre con delicia...
-¡Ah! -respondió
el príncipe. ¿Hablabas de la tigresa que me hirió en una cacería, dos años
hace? Mis gentes la mataron.
-No; no la
mataron, príncipe. La dejaron medio muerta: no atendieron más que a curarte a
ti. Tú no ignoras que cuando el tigre llega a probar la carne del hombre,
desdeña ya y mira con repugnancia cualquier otro alimento; pero -todos nuestros
montañeses lo dicen- cuando es una tigresa la que gusta el manjar, no sólo lo
prefiere a todo, sino que años enteros va tras el rastro de la misma persona a
quien hincó el diente, apasionada, con terrible violencia de su sangre. El
olfato sutil de la fiera no se engaña. Ya has oído, Yudistira, por dónde viene
el hado para ti...
El príncipe dejó
caer entre las manos la cabeza, y doliente suspiro salió de su pecho. Gemía por
su juventud, sentenciada inexorablemente.
-Hay uno. Deja
tu reino, deja tu gloria, quédate aquí conmigo, haciendo la misma penitencia.
Sólo así consentiré en desquiciar el cielo, que fuerzo con mi voluntad y mi
virtud, para salvarte. Si lo hiciese para dejarte donde estuviste hasta ahora
en tu palacio, en tu orgullo, en tu poder, te esperaría algo peor de lo que te
espera. Acabarías por ser esclavo de otras hembras, de otras tigresas más
feroces -de tus pasiones, que están próximas a desen-cadenarse. Hasta hoy te
han llamado el Justo. Se acerca la hora en que te llamarían el Tirano.
Tú no comprendes que esto pueda suceder; yo sé de cierto que sucedería, porque
te mordería la fiera de la soberbia y llegarías a no tener de hombre más que la
forma. Yudistira, agradece a la diosa Kali que te transporte a diferente
existencia. Levanta el corazón, siéntate al borde de esta fuente y no te muevas
hasta que los pájaros hagan nido en tu cabellera perfumada.
El príncipe iba
a seguir el consejo del asceta, iba a convertirse en penitente humilde; pero
vio que una mosca repugnante se le metía en los ojos al solitario, y que éste,
superior a las apariencias y a las formas, no la espantaba... No tuvo valor de
adoptar semejante género de vida: sin abluciones, sin túnicas blancas que
remudar, sin bebidas frescas para las horas en que el sol asciende...
Levantóse, llamó a su gente, y a fin de que no les sorprendiese la noche,
emprendieron el viaje de regreso.
Al pasar por un
bosque muy enmarañado, un momento se dispersó la escolta. El príncipe,
aterrado, gritó para reunirla, ordenando que no cesasen de cubrir su cuerpo...
Era tarde. De un seto intrincadísimo acababa de saltar una tigresa vigorosa,
con brinco elástico y firme, y Yudistira sentía y reconocía los dientes blancos
y agudos, que esta vez no habían hecho presa en el hombro, sino en el cuello,
en cuyas venas la lengua ardiente absorbía la sangre cálida y roja.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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