Residía yo
entonces en mi pueblo natal, puerto de mar donde incesantemente hay salidas de
vapores para América, y hacía la vida huraña del que acaba de sufrir grandes
penas, y no teniendo quehaceres que le distraigan de sus pensamientos tristes,
siente germinar un tedio que parece incurable. En pocos meses había perdido a
mi madre y a mi hermano menor a quien quería con ternura, y dueño de mis
acciones y solo en el mundo, me había encerrado en mi casa, saliendo rara vez a
la calle. De las mujeres huía, y sinceramente pensaba que los golpes sufridos
infundían en mi corazón insensibilidad completa.
Paseando una
tarde mis melancolías por el muelle, oí una voz conocida, no escuchada desde
hacía muchos años, que pronunciaba mi nombre, y unos brazos se enlazaron a mi
cuello.
El que me
estrechaba era un hombre todavía joven, grueso, de alegre faz, vestido de viaje
y con ese aire resuelto y animado de las personas emprendedoras que ejercitan
sus fuerzas en la concurrencia vital. Aquel sujeto, Medardo Solana, había sido
mi íntimo amigo en Madrid, cuando yo estudiaba los últimos años de carrera, y
con él no existían dificultades, pues poseía el don de arreglarlo todo, de
sacar rizos donde faltaba pelo y de bandeárselas siempre mejor que nadie, por
lo cual yo solía acudir a él en mis apuros estudiantiles. Al volver a verle le
encontraba poco variado, siempre con su cara de pascuas, su tipo de aventurero
jovial.
En dos palabras
me explicó que venía para embarcarse al día siguiente, rumbo a Buenos Aires,
donde había arrendado un teatro.
-Pero te
encuentro tristón, desmejorado, Jacobito -murmuró, afectuosa-mente. ¿Qué te ha
sucedido a ti?...
Nos sentamos en
un café de los muchos que existen en los muelles. Solana pidió coñac, y le
conté mis cuitas: la muerte de mi madre, la meningitis que se llevó a mi
hermano, mi soledad, el estado de mi espíritu...
-¿Por qué no
haces una humorada? ¿Por qué no te vienes conmigo a Buenos Aires? ¡Así, sin más
ni más!
-¡Este Medardo!
-respondí. Te envidio, y no creas que es de ahora: envidio tu genio, tu buen
humor. Mira, además de que aún tengo aquí asuntos que arreglar, de esos que
quedan pendientes como una pena más al faltar las personas queridas, créeme que
estoy tan abatido, tan descorazonado, tan escaso de fuerzas, que no me atrae
plan ni idea ninguna. Me es imposible interesarme por nada. Los días corren
monótonos, llenos de fastidio, sin incidentes, y yo me voy habituando a esta
calma dormilona. ¡No me propongas cambios! Me parece que me convendrían, sí;
pero carezco de ánimos para hacer la prueba.
Él me miraba,
compadecido, sin duda, y arrugaba la frente como le había yo visto hacer al
reflexionar, y después de un sorbito de coñac, exclamó:
-Si es así, ¿qué
le haremos? Sentirlo, y no más... En cambio, Jacobito, tú puedes hacerme a mí
un favor muy grande. ¿Vas a negármelo?
-Ya te he dicho
que me llevo a Buenos Aires un espectáculo, que soy empresario... ¡Qué quieres!
Los que no tenemos patrimonio nos hemos de ingeniar, a ver si juntamos un poco
de dinero. Has de saber que en mi troupe va una joven encantadora, la
señorita Aglae, que me sigue porque está enamorada de mí. ¿No lo crees? Pues es
muy cierto. Te advierto que yo, aunque la adoro, he respetado su pudor, y hasta
el día en que nuestra unión sea bendecida por la Iglesia y la ley, pienso
seguir respetándolo. A bordo, o en la Argentina , nos casaremos... Pero como es una hija
de familia, y sus padres son gentes muy distinguidas y poderosas, y acaso
sospechan con quién está Aglae, y acaso en el último instante nos prendan,
hasta verme en alta mar no estoy tranquilo, y tengo el mayor interés en ocultar
a Aglae en un sitio donde no puedan dar con ella. ¿Comprendes?
-¡Tu casa! Allí
nadie la va a buscar. El barco llega al amanecer, y sale dos horas después. En
el último momento, si no hay moros en la costa, nos embarcaremos, ¡y ya me tienes
feliz! Aglae es un prodigio de hermosura y un ángel de pureza...
Accedí, sin
fijarme en ciertas inverosimilitudes de la relación, y convinimos en que yo
preparase habitación para Aglae, y, ya cerrada la noche, el mismo Medardo la
conduciría a mi casa, que está en una calle solitaria de la ciudad antigua,
encargándome de alejar a los criados cuando entrase la pareja. Sin tardanza me
retiré a arreglarlo todo.
Agitado, a pesar
mío, por la novedad de la situación, dispuse para Aglae el departamento que mi
madre había ocupado, y que adorné con la mayor coquetería, llenándolo de flores
y de objetos de tocador, de plata. Saqué mis sábanas mejores, con encajes, y la
colcha de Manila celeste y bordada de blanco. Fui a buscar dulces, emparedados,
una botellita de Málaga, y todo lo coloqué sobre un velador, en el gabinete que
precedía a la alcoba. Mientras hacía estos preparativos, mi corazón latía, como
si aquella mujer desconocida, y que debía serme indiferente, significase algo
para mí.
A boca de noche
vino Medardo, y contempló con satisfacción el elegante hospedaje que yo
destinaba a su novia.
-Mira, aún tengo
que pedirte otro favor más... Llegaremos a eso de las once, porque ella cena
con las demás artistas, y como me ha dicho que le da, vamos, cierta fatiga el
que tú la veas, yo la traigo a su habitación, y mañana la recojo a la hora del
embarque. ¿No te parece mal?
Entregué la
llave de mi puerta a Medardo y me encerré discretamente, después de ordenar a
los criados que se acostasen en el piso de arriba. A cosa de las once, como la
habitación de mi madre estuviese contigua a la mía, sentí que alguien entraba,
y creí percibir un cuchicheo. Poco después, Medardo volvió a salir, y quedé
solo en la casa con la señorita Aglae. Desde el primer momento comprendí que no
me sería posible conciliar el sueño un minuto. Mis nervios estaban tirantes; mi
imaginación, desatada y loca.
¡Qué diferencia
entre mi estado moral y el de los días anteriores! Me parecía despertar de una
modorra estúpida, y, sin saber lo que hacía, maquinalmente me acerqué a la
puerta del cuarto donde la señorita Aglae reposaba... Mi asombro fue inmenso al
encontrarla abierta.
Eché una mirada
al interior de la cámara... Reinaba en ella semioscuridad. Sólo la luz velada
de la alcoba dejaba pasar entre las cortinas tenue reflejo.
Titubeaba,
dudoso, entre retirarme o avanzar unos pasos; porque, al fin, es prometerse mucho
de la naturaleza humana no concederle ni el derecho a la curiosidad. Ardía en
deseos de saber cómo era la enamorada de mi amigo. En eso, ¿qué mal había?
Verla un instante y retirarme en punta de pies... Aunque una voz interior me
argüía que no era delicado ni respetuoso, la tentación se hizo tan fuerte que,
reprimiendo el aliento y andando como deben de andar los ladrones, avancé, y
miré ávidamente al través de las cortinas de la alcoba, entreabiertas...
Contemplaba a
una belleza perfecta, singularísima, aumentada por el tendido cabello, color de
mies madura, que se esparcía en ondas abundantes sobre sus hombros de nácar. La
mano y el brazo me asombraron por su delicadeza. Los encajes de la camisa
velaban castamente el escote, y una suave respiración subía y bajaba esos
encajes. La actitud era tan púdica, tan hechicera, que caí de rodillas ante la
cama, pensando, aterrado y extático: «¡Yo adoro a esta mujer!».
No sé cuánto
tiempo permanecí así, embelesado en mirar a la señorita Aglae, repitiendo para
mis adentros que la adoraba y formando desatinados planes, a fin de unir su
destino al mío... Seguir a la compañía hasta el fin del mundo; raptar a viva
fuerza o como fuese a aquella criatura divina y llevármela a mi casa de campo
hasta que lograse su amor; matar a Medardo; en fin, cuantos absurdos pueden
cruzar por la mente a las tres de la madrugada y a la cabecera de una beldad
sobrehumana que nos ha enloquecido sólo con su vista..., todo se me ocurrió y
todo lo deseché... Lo poco que me restaba de razón me consejaba huir de allí;
pero no quise hacerlo sin imprimir un beso en la mano celestial que se ofrecía
a mi boca. En todo el largo tiempo que yo llevaba allí ni una vez se había
vuelto la señorita Aglae; no había hecho un movimiento... Su sueño tenía que
ser profundísimo. No sentiría mi atrevida acción... Me incorporé a medias y
apoyé los labios en la deliciosa manita...
Cinco minutos
después estaba completamente seguro de haber hecho el papel más ridículo del
mundo y de que la señorita Aglae era buenamente ¡una figura de cera de las que,
mediante un mecanismo, simulan la respiración!...
-Siento que no
hayas podido admirar todo mi museo: hay en él cosas notables. Supongo que me
perdonas... No sé si te dejo amoscado conmigo; pero se me figura que te he
curado... Lo que tú padecías era histérico del corazón... Ya lo sabes: ¡el amor
es el remedio!
«La Ilustración Española
y Americana», núm. 1, 1913.
Cuento de la tierra
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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