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sábado, 1 de febrero de 2014

La señorita aglae

Residía yo entonces en mi pueblo natal, puerto de mar donde incesantemente hay salidas de vapores para América, y hacía la vida huraña del que acaba de sufrir grandes penas, y no teniendo quehaceres que le distraigan de sus pensamientos tristes, siente germinar un tedio que parece incurable. En pocos meses había perdido a mi madre y a mi hermano menor a quien quería con ternura, y dueño de mis acciones y solo en el mundo, me había encerrado en mi casa, saliendo rara vez a la calle. De las mujeres huía, y sinceramente pensaba que los golpes sufridos infundían en mi corazón insensibilidad completa.
Paseando una tarde mis melancolías por el muelle, oí una voz conocida, no escuchada desde hacía muchos años, que pronunciaba mi nombre, y unos brazos se enlazaron a mi cuello.
-¡Medardo! ¿Tú por aquí?
-¡Jacobito! ¡Otro abrazo!
El que me estrechaba era un hombre todavía joven, grueso, de alegre faz, vestido de viaje y con ese aire resuelto y animado de las personas emprendedoras que ejercitan sus fuerzas en la concurrencia vital. Aquel sujeto, Medardo Solana, había sido mi íntimo amigo en Madrid, cuando yo estudiaba los últimos años de carrera, y con él no existían dificultades, pues poseía el don de arreglarlo todo, de sacar rizos donde faltaba pelo y de bandeárselas siempre mejor que nadie, por lo cual yo solía acudir a él en mis apuros estudiantiles. Al volver a verle le encontraba poco variado, siempre con su cara de pascuas, su tipo de aventurero jovial.
En dos palabras me explicó que venía para embarcarse al día siguiente, rumbo a Buenos Aires, donde había arrendado un teatro.
-Pero te encuentro tristón, desmejorado, Jacobito -murmuró, afectuosa-mente. ¿Qué te ha sucedido a ti?...
Nos sentamos en un café de los muchos que existen en los muelles. Solana pidió coñac, y le conté mis cuitas: la muerte de mi madre, la meningitis que se llevó a mi hermano, mi soledad, el estado de mi espíritu...
-¿Por qué no haces una humorada? ¿Por qué no te vienes conmigo a Buenos Aires? ¡Así, sin más ni más!
-¡Este Medardo! -respondí. Te envidio, y no creas que es de ahora: envidio tu genio, tu buen humor. Mira, además de que aún tengo aquí asuntos que arreglar, de esos que quedan pendientes como una pena más al faltar las personas queridas, créeme que estoy tan abatido, tan descorazonado, tan escaso de fuerzas, que no me atrae plan ni idea ninguna. Me es imposible interesarme por nada. Los días corren monótonos, llenos de fastidio, sin incidentes, y yo me voy habituando a esta calma dormilona. ¡No me propongas cambios! Me parece que me convendrían, sí; pero carezco de ánimos para hacer la prueba.
Él me miraba, compadecido, sin duda, y arrugaba la frente como le había yo visto hacer al reflexionar, y después de un sorbito de coñac, exclamó:
-Si es así, ¿qué le haremos? Sentirlo, y no más... En cambio, Jacobito, tú puedes hacerme a mí un favor muy grande. ¿Vas a negármelo?
-¡No! ¡Será un placer! ¿De qué se trata?
-Ya te he dicho que me llevo a Buenos Aires un espectáculo, que soy empresario... ¡Qué quieres! Los que no tenemos patrimonio nos hemos de ingeniar, a ver si juntamos un poco de dinero. Has de saber que en mi troupe va una joven encantadora, la señorita Aglae, que me sigue porque está enamorada de mí. ¿No lo crees? Pues es muy cierto. Te advierto que yo, aunque la adoro, he respetado su pudor, y hasta el día en que nuestra unión sea bendecida por la Iglesia y la ley, pienso seguir respetándolo. A bordo, o en la Argentina, nos casaremos... Pero como es una hija de familia, y sus padres son gentes muy distinguidas y poderosas, y acaso sospechan con quién está Aglae, y acaso en el último instante nos prendan, hasta verme en alta mar no estoy tranquilo, y tengo el mayor interés en ocultar a Aglae en un sitio donde no puedan dar con ella. ¿Comprendes?
Yo, al pronto, no comprendía, y Medardo añadió:
-¡Tu casa! Allí nadie la va a buscar. El barco llega al amanecer, y sale dos horas después. En el último momento, si no hay moros en la costa, nos embarcaremos, ¡y ya me tienes feliz! Aglae es un prodigio de hermosura y un ángel de pureza...
Accedí, sin fijarme en ciertas inverosimilitudes de la relación, y convinimos en que yo preparase habitación para Aglae, y, ya cerrada la noche, el mismo Medardo la conduciría a mi casa, que está en una calle solitaria de la ciudad antigua, encargándome de alejar a los criados cuando entrase la pareja. Sin tardanza me retiré a arreglarlo todo.
Agitado, a pesar mío, por la novedad de la situación, dispuse para Aglae el departamento que mi madre había ocupado, y que adorné con la mayor coquetería, llenándolo de flores y de objetos de tocador, de plata. Saqué mis sábanas mejores, con encajes, y la colcha de Manila celeste y bordada de blanco. Fui a buscar dulces, emparedados, una botellita de Málaga, y todo lo coloqué sobre un velador, en el gabinete que precedía a la alcoba. Mientras hacía estos preparativos, mi corazón latía, como si aquella mujer desconocida, y que debía serme indiferente, significase algo para mí.
A boca de noche vino Medardo, y contempló con satisfacción el elegante hospedaje que yo destinaba a su novia.
-Mira, aún tengo que pedirte otro favor más... Llegaremos a eso de las once, porque ella cena con las demás artistas, y como me ha dicho que le da, vamos, cierta fatiga el que tú la veas, yo la traigo a su habitación, y mañana la recojo a la hora del embarque. ¿No te parece mal?
-¡No, por cierto! Lo que os sea más grato a ella y a ti...
Entregué la llave de mi puerta a Medardo y me encerré discretamente, después de ordenar a los criados que se acostasen en el piso de arriba. A cosa de las once, como la habitación de mi madre estuviese contigua a la mía, sentí que alguien entraba, y creí percibir un cuchicheo. Poco después, Medardo volvió a salir, y quedé solo en la casa con la señorita Aglae. Desde el primer momento comprendí que no me sería posible conciliar el sueño un minuto. Mis nervios estaban tirantes; mi imaginación, desatada y loca.
¡Qué diferencia entre mi estado moral y el de los días anteriores! Me parecía despertar de una modorra estúpida, y, sin saber lo que hacía, maquinalmente me acerqué a la puerta del cuarto donde la señorita Aglae reposaba... Mi asombro fue inmenso al encontrarla abierta.
Eché una mirada al interior de la cámara... Reinaba en ella semioscuridad. Sólo la luz velada de la alcoba dejaba pasar entre las cortinas tenue reflejo.
El silencio era tal, que supuse dormía a pierna suelta la señorita Aglae.
Titubeaba, dudoso, entre retirarme o avanzar unos pasos; porque, al fin, es prometerse mucho de la naturaleza humana no concederle ni el derecho a la curiosidad. Ardía en deseos de saber cómo era la enamorada de mi amigo. En eso, ¿qué mal había? Verla un instante y retirarme en punta de pies... Aunque una voz interior me argüía que no era delicado ni respetuoso, la tentación se hizo tan fuerte que, reprimiendo el aliento y andando como deben de andar los ladrones, avancé, y miré ávidamente al través de las cortinas de la alcoba, entreabiertas...
Echada de lado, vuelto el rostro hacia mí, yacía la señorita, cuya vista me deslumbró.
Contemplaba a una belleza perfecta, singularísima, aumentada por el tendido cabello, color de mies madura, que se esparcía en ondas abundantes sobre sus hombros de nácar. La mano y el brazo me asombraron por su delicadeza. Los encajes de la camisa velaban castamente el escote, y una suave respiración subía y bajaba esos encajes. La actitud era tan púdica, tan hechicera, que caí de rodillas ante la cama, pensando, aterrado y extático: «¡Yo adoro a esta mujer!».
No sé cuánto tiempo permanecí así, embelesado en mirar a la señorita Aglae, repitiendo para mis adentros que la adoraba y formando desatinados planes, a fin de unir su destino al mío... Seguir a la compañía hasta el fin del mundo; raptar a viva fuerza o como fuese a aquella criatura divina y llevármela a mi casa de campo hasta que lograse su amor; matar a Medardo; en fin, cuantos absurdos pueden cruzar por la mente a las tres de la madrugada y a la cabecera de una beldad sobrehumana que nos ha enloquecido sólo con su vista..., todo se me ocurrió y todo lo deseché... Lo poco que me restaba de razón me consejaba huir de allí; pero no quise hacerlo sin imprimir un beso en la mano celestial que se ofrecía a mi boca. En todo el largo tiempo que yo llevaba allí ni una vez se había vuelto la señorita Aglae; no había hecho un movimiento... Su sueño tenía que ser profundísimo. No sentiría mi atrevida acción... Me incorporé a medias y apoyé los labios en la deliciosa manita...
Una sensación singular me arrancó un grito...
Cinco minutos después estaba completamente seguro de haber hecho el papel más ridículo del mundo y de que la señorita Aglae era buenamente ¡una figura de cera de las que, mediante un mecanismo, simulan la respiración!...
Y Medardo me dijo al día siguiente, en el puente del buque:
-Siento que no hayas podido admirar todo mi museo: hay en él cosas notables. Supongo que me perdonas... No sé si te dejo amoscado conmigo; pero se me figura que te he curado... Lo que tú padecías era histérico del corazón... Ya lo sabes: ¡el amor es el remedio!

«La Ilustración Española y Americana», núm. 1, 1913.

Cuento de la tierra

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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