Sobre el cielo,
de un azul turquí resplandeciente, se agrupaban nubes cirrosas, de topacio y
carmín, que el sol, antes de ocultarse detrás del escueto perfil de la
cordillera líbica, tiñe e inflama con tonos de incendio. Ni un soplo de aire
estremece las ramas de los espinos; parecen arbustos de metal, y el desierto de
arena se extiende como playazo amarillento, sin fin.
Los solitarios,
que ya han rezado las oraciones vespertinas, entretejido buen pedazo de estera
y paseado lentamente desde el oasis al montecillo, rodean ahora al santo monje
del monasterio de Tabenas, su director espiritual, el que vino a instruirlos en
vida penitente y meritoria a los ojos de Dios. De él han aprendido a dormir
sobre guijarros, a levantarse con el alba, a castigar la gula con el ayuno, a
sustentarse de un puñado de hierbas sazonadas con ceniza, a usar el áspero
cilicio, a disciplinarse con correas de piel de onagro y permanecer horas
enteras inmóviles sobre la estela de granito, con los brazos en cruz y todo el
peso del cuerpo gravitando sobre una pierna. De él reciben también el consuelo
y el valor que exigen tan recias mortificaciones: él, a la hora melancólica del
anochecer, cuando el enemigo ronda entre las tinieblas, los entretiene y
reanima contándoles doradas y dulces historias y hablándoles del fervor de las
patricias romanas, que se retiraron al monte Aventino para cultivar dos
virtudes: la castidad y la limosna. Al oír estos prodigios del amor divinal,
los solitarios olvidan la tristeza, y la concupiscencia, domada, lanza
espumarajos por sus fauces de dragón.
Pendientes de la
palabra del santo monje, los solitarios no advierten que una aparición, bien
extraña en el desierto, baja del montecillo y se les aproxima. Una carcajada
fresca, argentina y musical como un arpegio, los hace saltar atónitos. Quien se
ríe es una hermosa mujer.
De mediana
estatura y delicadas proporciones, su cuerpo moreno, ceñido por estrecha túnica
de gasa, color de azafrán, que cubre una red de perlas, se cimbrea ágil y
nervioso, como avezado a la pantomima. Ligero zueco dorado calza su pie
diminuto, y su inmensa y pesada cabellera negra, de cambiantes azulinos,
entremezclada con gruesas perlas orientales, se desenrosca por los hombros y
culebrea hasta el tobillo, donde sus últimas hebras se desflecan esparciendo
penetrantes aromas de nardo, cinamomo y almizcle. Los ojos de la mujer son
grandes, rasgados, pero los entorna en lánguido e iniciativo mohín; su boca,
pálida y entreabierta, deja ver, al modular la risa, no solo los dientes de
nácar, sino la sombra rosada del paladar. Agitan sus manos crótalos de marfil,
y saltando y riendo, columpiando el talle y las caderas al uso de las
danzarinas gaditanas, viene a colocarse frente al círculo de los anacoretas.
Algunos se
cubren los ojos con las manos o se postran pegando al polvo la cara. Muchos
permanecen en pie, hoscos, ceñudos, con las pupilas vibrando indignación. Uno,
muy joven, tiembla, palidece y se coge a la túnica de piel de cabra del monje
santo. Otro se desciñe las disciplinas de cuero que lleva arrolladas a la
cintura con el ánimo de flagelar a la pecadora, y destrozar sus carnes
malditas. El santo les manda detenerse por medio de una señal enérgica y,
acercándose a la danzarina, exclama sin ira ni enojo:
-Hermana mía, ya
sé quien eres. No te sorprendas: te conozco, aunque nunca te he visto. Sé
también a qué vienes, y por qué nos buscas en esta soledad. Lo sé mejor que tú:
tú crees que has venido a una cosa, y yo en verdad te digo que vienes, sin
comprenderlo, a otra muy distinta. Hermanos, no temáis a la hermana: admirad
sin recelo su hermosura, que al fin es obra de nuestro Padre. Miradla como yo
la miro, con ojos puros, fraternales, limpios de todo infame apetito. ¿Sabéis
el nombre de esta mujer?
-Yo, sí
-contesta sordamente el jovencito, sin alzar la vista, sin soltar la túnica del
monje-. Es la célebre cómica y bailarina a quien en Antioquía dan el
sobrenombre de Margarita. Todos la adoran; Padre mío, todos se postran a sus
pies; su casa parece templo de un ídolo, donde rebosan el oro y la pedrería. El
diablo reside en ella y las abominaciones la ahogan y la arrastran al infierno.
Retirémonos a nuestras chozas. Esta mujer infesta el aire.
El monje guarda
silencio. Por último, y dirigiéndose a la comedianta, que ya no agita los
crótalos ni ríe, murmura con bondad, casi familiarmente:
-Mujer, te
llaman Margarita por tu beldad y porque tus amadores te han cubierto de perlas.
Posees tantas como lágrimas hiciste derramar. Tus cofrecillos de sándalo y
plata están atestados de riquezas. Por cada perla de esas que ganaste con el
vicio, yo te anuncio que has de verter un río de lágrimas. No me mires con
terror. Yo te amo más que esos que te ciñeron las sartas magníficas y te
colgaron de las orejas soles de diamantes. Sí, te amo, Margarita; te esperaba
ya. Ayer noche, cuando rodeada de diez a doce libertinos beodos apostaste que
vendrías aquí a tentarnos, yo velaba y hacía oración en mi choza. De pronto, vi
entrar por la ventanilla, revoloteando, una paloma, que más parecía un
cuervo..., porque no era blanca, sino negrísima. La paloma se me posó en el
hombro, arrullando y su pico de rosa me hirió aquí. Mira -el monje, apartando
la túnica, muestra en el velludo pecho una señal, una doble herida roja, un profundo
picotazo. Cogí la paloma, y en vez de hacerle daño la sumergí en el ánfora
donde conservamos el agua bendita para exorcizar. La paloma empezó a soltar su
costra de negro fango y, blanqueando poco a poco, vino a quedar como la más
pura nieve. Limpia ya, se me ocultó en el pecho..., durmió allí al calor de mi
corazón amante, y por la mañana no la vi más. Tú eres ahora la paloma negra. Tú
serás bien pronto la paloma blanca. Vuélvete a Antioquía; en la primera
hondonada te aguardan tu silla de manos y sus portadores, y tu escolta y tus
amigos y tus aduladores viles... Pero volverás, paloma mía negra; volverás a
lavarte... ¡Hasta luego!
La danzarina
mira al santo, incrédula, propensa todavía a mofarse, pero sintiendo la risa
helada en la garganta y a la vez contemplando con horror y curiosidad la barba
enmarañada y larga hasta la cintura, las demacradas mejillas, los brazos secos
y descarnados y los ojos de brasa del asceta.
***
Pasan cuatro
años. El santo monje, acompañado del joven solitario que con tanto miedo se
agarraba a su túnica, va a orar a los lugares donde murió Cristo, y al pasar
por el monte Olivete, poblado también, como el yermo, de gentes consagradas a
la penitencia, se detiene ante una choza tan reducida, que no se creería
vivienda de un ser humano. Al punto se abre una reja y asoma un rostro
espantoso, el de una mujer momia, con la piel pegada a los huesos, los labios
consumidos y los enormes ojos negros devastados por el torrente de lágrimas que
sin cesar mana de ellos y cae empapando el andrajoso ropaje y el pelo revuelto,
desgreñado y cubierto de polvo.
-¿De qué color
estoy, padre mío? -pregunta con ansiedad infinita, en voz cavernosa, la
penitente. ¿Negra aún?
-Más blanca que
la azucena; más que la túnica de los ángeles -responde el monje, e inclinándose
con ternura imprime en la frente de la arrepentida el cristiano beso de paz;
vuélvese después hacia el discípulo, que torvo aún por el rencor de las viejas
tentaciones tiene fruncido el ceño, y murmura. ¿No recuerda lo que dijo el
Señor? Las mujeres a quienes los fariseos llaman perdidas nos precederán en el
reino de los cielos.
Para que no
dudéis de la verdad de las palabras del monje, añadiré que ésta es, sin
variación esencial, la leyenda de la bienaventurada santa Pelagia, a quien hoy
veneramos en los altares, y a quien apodaban La Perla cuando aplaudía
sus pecaminosas danzas la capital de la tetrópolis de Siria.
«El Imparcial», 24 de abril de
1893.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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