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sábado, 1 de febrero de 2014

La sor

Al salir de la iglesia, antes de regre­sar a casa, almorzar y cambiarse de traje para emprender el camino de Lis­boa, donde pasarían la primera quince­na de luna de miel, los novios se diri­gieron en coche al Asilo-Escuela de párvulos. Querían despedirse de ser Marcela, hermana de la novia... y de la Caridad.
Cuando sor Marcela entró en el locu­torio y se abrazó a su hermana, el contraste fué vivo y curioso. Contra el burel y el algodón de ropaje y delantal, el raso blanco de la nupcial toilette; contra la toca almidonada y tiesa, el delicado tul del velo y los nítidos aza­hares de la corona. Las figuras con­trastaban no menos que los trajes. Cla­ra, la novia, una mujerona basta, ya al­go ajamonada a los veintiséis, de pro­tuberantes curvas y cutis encendido; Marcela, la sor, una criaturita delgada y menuda, un delicioso semblante in­fantil, que alumbraban ojos negros de ricas pestañas y dientes cristalinos en una boca inocente y fresca, como vaso lleno de agua pura. Exclamaciones de asombro y alegría salían de los labios de sor Marcela, que alababa y admira­ba todo: el vestido de boda, las joyas, la corona de azahar, el devocionario de marfil, los zapatos de seda...
-¡Jesús mío, Dios! ¡Si pareces una imagen! ¡Ay, qué cosas tan hermosas traes encima! ¡Y tu esposo..., qué gua­po está! ¡La Virgen vaya con vos­otros!
Trataba el novio de sonreír y de chancearse con la monjita, pero una emoción profunda y mal disimulada le quitaba el aplomo: sufría cruelmente. Enamorado de Marcela desde que la conoció, desde que puso los pies en ca­sa de los señores de Ramos, creíase curado de la pasión. Habían corrido tres anos o más desde entonces; el in­greso de Marcela en el noviciado de las Hermanas, equivalía a la muerte; Cla­ra se presentaba insinuante, coqueta, «buen partido», y Antonio se dejaba arrastrar a cortejarla, a pedirla y a ca­sarse. Y ahora, volviendo a ver a Mar­cela, encontrándola tan niña, tan cán­dida, tan ideal, el corazón le advertía: «No la has olvidado; la quieres. Erras­te al tomar otra esposa. Esta era la destinada para ti.»
Mientras las dos hermanas charla­ban sentadas en el duro sofá del locu­torio, el recién, casado evocaba recuer­dos. El nunca le había dicho claro a Marcela, allá en el siglo, que se moría por ella, que la adoraba. Un respeto, un encogimiento extraño, la veneración que infunden la honestidad y la pure­za excesivas; contenían su admiración apasionada. Soñaba mucho, le traía flo­res, le embromaba dulcemente..., y es­peraba la ocasión, la hora, el entre­abrirse del capullo... Más vigilante y resuelto que él, Cristo se había adelan­tado. ¡La niña era monja!...
No se podía escalar el noviciado, ni romper rejas, ni saltar tapias. La pro-sa de la vida, dominante hasta entre la poesía del misticismo y del amor, se in­terponía. Antonio se resignaba, o creía resignarse. Si se tratase de un cariño humano, de una boda, para Marcela, se hubiese sublevado, furioso; pero ¡mon­ja! Ante eso, ¿qué hacer? Con secreta satisfacción pensaba: «Ya no se casa­rá.»
Y estúpidamente, rutinariamente, se había casado él, sujeto quizá a la casa de los señores de Ramos por lo que en ella quedaba del ambiente y del perfume de Marcela... Sólo ahora, lle­gado el momento, cumplida la suerte, Antonio se daba cuenta de su verdade­ro estado moral. No quería. a su mujer, ni podría quererla nunca, y su corazón se quedaba allí, entre las, paredes del locutorio, al lado de la monjita encan­tadora, su único, su verdadero amor en la Tierra.
Cabizbajo, lleno de tristeza y de aba­timiento invencible, el novio permane­cía silencioso, sin tomar parte en la plática de las dos hermanas. Marcela, que en la vida monástica había adqui­rido ya la costumbre, de la curiosidad pueril, se deshacía en preguntas: ¿Adónde iban los recién casados? ¿Dón­de de se detendrían primero? ¿Llevaban mucho equipaje? ¿Tenían propósito de visitar el santuario del Bom Jesús, una cosa tan bonita? Por fin, Clara, en un girar de pupilas, observó la actitud de su esposo. Era inequívoca. Aquellos ojos ardientemente clavados en Marce­la, aquella fisonomía entristecida y an­siosa, aquella palidez no engañaban. Clara, asociando ideas, con su suspica­cia de mujer, de celosa instintiva, re­cordó... Hay detalles que, insignifican­tes en apariencia, de repente, por su enlace con otras circunstancias míni­mas, adquieren terrible realce... Este trabajo mental, de concordancia y co­nexión, se verificaba en el cerebro de la novia, que veía lúcidamente lo ac­tual y lo pasado: Y mientras en su al­ma se producía el desgarramiento de lá ilusión, sus labios profirieron, atro­pellada, sarcásticamente, estas pala­bras:
-Adiós, Marcela... Tenemos prisa, ¿verdad, Antonio? Hoy nos hace mal tercio cualquiera... Adiós...
Y como la sor, cariñosamente, formu­lase una pregunta, la desposada res­pondió, con risa dura y amarga:
-¿Volver por aquí? ¡Hija, muy tar­de! Nosotros somos del mundo y tú eres de Dios...

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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