No se trata de
alguna de esas criaturas cuyas desdichas alborotan de repente a la prensa; de
esas que recoge la policía en las calles a las altas horas de la noche,
vestidas de andrajos, escuálidas de hambre, ateridas de frío, acardenaladas y
tundidas a golpes, o dilaceradas por el hierro candente que aplicó a sus
tierras carnecitas sañuda madrastra.
La mártir de que
voy a hablaros tuvo la ropa blanca por docenas de docenas, bordada, marcada con
corona y cifra, orlada de espuma de Valenciennes auténtico; de Inglaterra le
enviaban en enormes cajas, los vestidos, los abrigos y las tocas; en su mesa
abundaban platos nutritivos, vinos selectos; el frío la encontraba acolchada de
pieles y edredones; diariamente lavaba su cuerpo con jabones finísimos y aguas
fragantes, una chambermaid británica.
En invierno
habitaba un palacete forrado de tapices, sembrado de estufas y caloríferos; en
verano, una quinta a orillas del mar, con jardines, bosques, vergeles, alamedas
de árboles centenarios y diosas de mármol que se inclinan parar mirarse en la
superficie de los estanques al través del velo de hojas de ninfea...
Si quería salir,
preparado estaba en todo tiempo el landó o el sociable; si prefería solazarse
en casa, le abrían un armario atestado de juguetes raros, y salían de él, como
salen de una viva imaginación los cuentos, seres maravillosos, creaciones de la
magia moderna: el jockey vestido de raso azul y botón de oro, con su
caballo que galopa de veras y salta zanjas; la muñeca que mueve la cabeza, y
abre los ojos, y llama a sus papás con mimoso quejido infantil; la otra muñeca
bailarina que, asiendo un aro de flores, gira, revolotea, se columpia, danza y
repica con los pies y, por último, saluda al público, enviándole un beso
volado; el cochecillo eléctrico, el acróbata, el mono violinista, el ruiseñor
mecánico, que gorjea, sacude la cabeza y eriza las plumas; todos los autómatas,
todos los remedos, todos los fantoches de la vida, que a tanto alto precio se
compran para entretener a los hijos de padres acaudalados.
Pues no obstante,
yo os digo que la niña de mi cuento era mártir, y que mártir murió, y que
después de muerta, su cara, entre los pliegues del velo de muselina, mostraba
más acentuada que nunca la expresión melancólica y grave, tan sorprendente en
una criatura de diez años, adorada y criada entre algodones.
Mártir, creedlo;
tan mártir como las abandonadas que en las noches de enero se acurrucan
tiritando en el umbral de una puerta. La vida es así; para todos tienen
destinado su trago de ajenjo; sólo que a unos se lo sirve en copa de oro
cincelada, y a otros en el hueco de la mano. El dolor es eternamente fecundo;
unas veces da a luz en sábanas de holanda, y otras, sobre las guijas del
arroyo.
Hija de padres
machuchos, que contaban perdida toda esperanza de sucesión; única heredera de
ilustre nombre y de pingües haciendas, la niña fue desde sus primeros años
víctima de sus propios brillantes destinos. Pendientes de sus más leves
movimientos, espiando su respiración, contando los latidos de su corazoncillo
inocente, los dos cincuentones la criaron como se creía en el invernáculo la
flor rara, predestinada a sucumbir al primer cierzo. Un médico, que bien
podemos llamar de cámara, tenía especial encargo de llevar el alta y baja de
las funciones fisiológicas de la criatura. Se apuntaban las chupadas de leche
que pasaban del seno del ama a la boquita de la nena. Un reloj puntualísimo
marcaba por minutos el sueño, el despertar, las horas de comer, la del aseo, la
del paseo. Un termómetro graduaba el temple del agua de las abluciones; fina
balanza pesaba el alimento y las ropas, según las prescripciones y órdenes
minuciosas del doctor. Cuando vino la crisis de la dentición, y con ella el
desasosiego, la impaciencia, la casa se convirtió en una Trapa: nadie alzaba la
voz; nadie pisaba fuerte por no sobresaltar a la niña, por no quitarle el
sueño.
El régimen pareció
higiénico y se hizo permanente ya. Diríase que aquella morada sordomuda era una
capilla erigida al dios del silencio; y la niña, con la singular adivinación
que a veces demuestra la infancia, comprendiendo que allí los ruidos no
tendrían eco, ni eco las risas, fue, desde que rompió a andar, calladita,
formal, obediente, seria... tan seria y tan obediente, que daba una lástima
terrible.
Hubo un terreno en
que no pudo ser tan dócil. Desplegando la mejor voluntad, la niña no lograba
sacar buen color, el color de manzana sanjuanera que alegra a las madres. Su
tez de seda, satinada y transparente por la clorosis, se jaspeaba con venitas
celestes y a trechos con la suave amarillez del marfil. Sus ojos azules, de un
azul oscuro, eran hondos, tranquilos y resignados. Su boca parecía una rosa
desteñida, mustia ya.
Sea por el
cuidado que habían puesto en que no sintiese nunca la menor impresión de frío,
o sea por el mismo empobrecimiento de la sangre, era tan friolera, que en el
rigor del verano, vestía de lana blanca, con polainas y guantes blancos
también. Al verla pasar toda blanca, esbelta, derecha, despaciosa, grave, las ideas
sanas y humorísticas que infunde la niñez cedían el paso a otras ideas
fúnebres, de claustro y de mausoleo. No creáis que sus padres no advertían que
la niña era una lamparita de ésas que apaga un soplo. Tanto lo advertían, que
por eso mismo cada día calafateaban mejor las rendijas por donde pudiese
deslizarse una ráfaga perturbadora. Así que blindasen, acolchasen y forrasen
completamente la casa, no penetraría el hálito sutil de la muerte. Vengan
algodones, vengan telas, vengan clavos; aislemos a la niña. ¡Ah! ¡Si la madre
pudiese restituirla a la concavidad del claustro materno, y el padre al calor
de las entrañas generadoras! ¡Si fuese dable meterla en la campana neumática, o
alojarla en la máquina donde incuban los polluelos!
Por la ventana,
entreabriendo los pesados cortinajes, la niña veía a veces jugar en la calle a
los desharrapados granujas. Frescos, risueños, turbulentos, derramando vida,
los chicos se embestían con una cabeza de toro hecha de mimbres, o se liaban a
cachete limpio, o se santiguaban con peladillas. En la quinta, desde donde se
dominaba la playa, granujas también, los hijos de los pescadores, que,
desnudos, bronceados, ágiles y saltadores como peces y, en bandadas como ellos,
se bañaban, permaneciendo horas enteras dentro del agua verdosa en que se
zampuzaban a manera de delfines.
Por orden del
médico, la niña se bañaba también. Le habían preparado una cómoda y ancha
caseta; allí la desnudaban y, arropada en mil abrigos, la llevaban a los brazos
del bañero, que la sepultaba un momento en el mar y la sacaba inmediatamente,
recibida la impresión. Esta impresión era, por cierto, terrible. La sangre
fluía al corazón de la criatura: trémula y con las pupilas dilatadas, miraba
aquel infinito espantable, aquel abismo de agua verde y rugiente, la ola que
avanzaba pavorosa, cóncava, cerrándose ya como para devorarla; y los dientes de
la niña castañeteaban, y pensaba para sí: «Tengo miedo.» Pero ni un grito ni un
suspiro la delataban. El voto de silencio no lo rompía ni aun entonces. Sólo que
después, al ver desde la ventana a los traviesos gateras en familiaridad con
las terribles olas, jugueteando con ellas lo mismo que gaviotas, pensaba la
niña mártir: «¿Cómo harán para ser tan valientes esos chicos?»
Entre tanto, la Muerte , riéndose con
siniestra risa de calavera, se acercaba a la señorial y cerrada mansión. Es de
saber que no encontró ni puerta por donde pasar, ni siquiera por donde colarse,
y hubo de entrar, aplanándose, por debajo de una teja, a la buhardilla; de
allí, por el ojo de la llave, pasar a la escalera, y desde la escalera,
enhebrarse por debajo de la levita del médico, que se metió casa adentro muy
impávido, con la Muerte
guardadita en el bolsillo, detrás de la fosforera.
A causa de tantas
dificultades como encontró para insinuarse en la casa de la niña, la Muerte quedó algo
quebrantada, y no se presentó con empuje y arresto, sino con mansedumbre
hipócrita, tardando bastante en llevarse a la criatura. El tiempo que aguardó la Muerte a tomar bríos fue
para la mártir larga cuestión de tormento.
Drogas
asquerosas, pócimas nauseabundas por la boca, papeles epispásticos y
vejigatorios sobre la piel; cauterio para las llagas que abría en su garganta
la miseria de su organismo; todo se empleó, sin que rompiese el voto del
silencio la víctima, y sin que sus verdugos atendiesen la súplica de sus
vidriados ojos..., porque aquellos verdugos la idolatraban demasiado para
perdonarle ni un detalle del suplicio. Sólo en el último instante, cuando
todavía le presentaban una cucharada de no sé qué mejunje farmacéutico, la niña
suspiró hondamente, se incorporó, dijo que no tres veces con la cabeza y,
echando los brazos al cuello de la insensata madre, pegando el rostro al suyo,
murmuró muy bajo: «Abre la ventana, mamá.»
Era, sin duda, la
congoja del postrer ataque de disnea que empezaba. Poco duró. Y la mártir quedó
bonita, cándida, exangüe, pero con una expresión de amargura reconcentrada,
como el que se va de la vida dejándose algo por hacer, por decir o por sentir;
algo que era quizá la esencia de la vida misma.
En el ataúd
forrado de raso, bajo las lilas blancas que la envolvían en aristocráticos
aromas, los pobres despojos pedían justicia, se quejaban de un asesinato lento.
Por ser la estación primaveral y la noche templada y por disipar el olor a cera
y a difunto, los que velaban a la niña abrieron la ventana. Al entrar la
bienhechora bocanada de aire libre, la carita demacrada pareció adquirir
plácida expresión de reposo.
«Nuevo Teatro Crítico», núm. 26,
1893.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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