Los que
conocíamos a aquel cura de Morais estábamos un poco escandalizados de que
continuase al frente de su parroquia. Y, en efecto, confirmando nuestras
extrañezas, y que rayaban en indignaciones, poco tardó en tener un coadjutor in
capite, quedando así como un militar de reemplazo, ya sin poder cometer
desafueros en su ministerio.
Era don Carmelo
una calamidad. Siempre a caballo por ferias y fiestas aldeanas, al ir, acaso no
peligrase su equilibrio a lomos del jacucho; pero, al volver, parecía milagro
verdadero que se tuviese en el tosco albardón, porque la gravedad es, según
dicen, imperiosa ley natural, y el cura se inclinaba con exceso a uno y otro
lado. Alguna vez es fama que rodó a la cuneta. No se hizo daño. Hay estados en
los cuales el cuerpo se vuelve de goma. No suele, en estas solemnidades y
reuniones campesinas, andar solo Baco. Naipes mugrientos le hacen compañía, y
don Carmelo era capaz de jugarse hasta el alzacuello y el bonete. Así estaba de
trampas y de miseria, que a veces no tenía, materialmente, con qué comer, aun
cuando aseguran que de beber nunca le faltó.
Por si tantas
cualidades fuesen pocas, aún dice la crónica que don Carmelo pasaba de
quimerista. Donde se armase greca allí estaba el cura de Morais, congestionada
la faz, color berenjena, chispeantes de cólera los ojos y alzado el puño para
sacudir sin duelo, imponiéndose con la valentía más fanfarrona, porque donde
estuviese él no campaba ningún guapo, y cuando a él se le subía el vinagre a
las narices, mejor era tener la fiesta en paz.
Tocante a otras
flaquezas que revelan lo mísero de la condición humana, mucho se discutía, y
había partidarios de que el cura no hubiese cometido, en tal respecto, graves
desmanes; pero los que también en este respecto le acusaban, dispusieron de un
argumento poderoso el día en que vieron en casa de don Carmelo a un niño, por
cierto precioso, casi recién nacido, al cual criaron como pudieron, dándole a
beber leche de vacas y puches de harina de maíz, la vieja y cerril ama del
párroco.
El niño resistió
a este régimen, y hasta a los sorbos de vino que le atizaba, para «consolarlo»,
en sus perrenchas don Carmelo, y creció fuerte, travieso, lindo y crespo como
un arbusto del monte, dando cada día más que decir, porque nadie sabía quiénes
eran sus padres.
-Entonces, el
rapaz, econtrástelo detrás de un tojo, ¿eh? -preguntaba maliciosamente el
arcipreste de Loiro, hombre de gran autoridad entre el clero diocesano.
-Hom, poco
menos. Volvía yo de Estela, cuando aquello de los ejercicios que nos encajó el
arzobispo, que así le encajen a él... ya sé yo qué... y tan cierto como que
Dios nos oye, iba fumando, bien distraído, y si pensaba era en que se hacía
tarde para llegar a la hora de la cena a mi casa. A más, empezaba a llover, y
el jaco no tenía ganas de menearse; con tantos días como llevaba en la cuadra,
se conoce que tenía orín en las junturas. Bueno, pues yo le daba con los tacones
para meterle prisa, cuando se me ocurre: «Si tuviese una varita verde no se
reiría de mí este zorro.» Justamente veo a la izquierda de la carretera unos
vimbios, y salto a cortar una vara con la navaja, cuando oigo un llanto de
chiquillo pequeño. Miro para todas partes y allí estaba el rapaz, liado en
mucha ropa, trapos viejos y guiñapos colorados, que no se le veía la cara. Miré
para todas partes, pensando que la madre andaría por allí. Di voces. No acudió
nadie de este mundo. Anduve arreo un cuarto de legua, preguntando en todas las
casas, con el rapaz debajo del brazo, que se desgañitaba, y nadie sabía nada,
todos se hacían cruces. En una casa me dieron por caridad una cunca de leche, y
el mocoso bien que se la bebió poco a poco. ¿Yo qué había de hacer? Cargué con
el chiquillo y me presenté con él en casa. Ramoniña me quiso arañar; dijo que
iba a echar al rapaz en el pozo... como a las crías de la gata... y ahora se
quita de la boca el pan para que él coma a gusto. Cosas de la vida, ¿eh? Alguna
salerosa -don Carmelo llamaba así a las hembras alegres- que le estorbó el neno
y le soltó allí para que se muriera; pero no estaba de Dios.
A pesar de las
detalladas circunstancias con que autentificaba su relato el cura, un guiño del
arcipreste a otros párrocos solía indicar que a él no se la daban con queso, y
que a perro viejo no hay tus tus.
La propia
Ramoniña, el ama, que parecía hecha de sebo, no tragaba la narración del
encuentro del rapaz. Lo creía cosa de casa. Al principio, don Carmelo
rechazó, encolerizado, las sospechas. Después se limitó a encogerse de hombros.
El moneco sin embargo, tenía gran parte de culpa en la severa decisión
del arzobispo, cuando puso al coadjutor a aquel párroco tan censurado.
Don Carmelo se
resignó. Ya ni se tomaba el trabajo de repetir la historia de la vara verde y
del recién envuelto en trapos. Cuando Ramoniña enseñó a Ángel -tal era su
nombre- a llamar hipócritamente al cura señor tío, don Carmelo, soltando
un pecado, vocejoneó:
Y el chico lo
creyó de buena fe, y con la mayor sencillez decía mi padre, sin notar,
al pronto, las risas malévolas de los que le oían. Sin embargo, los niños
crecen y hasta en la aldea se despabilan, se hacen listos, en especial si lo
son tanto como lo era éste. A la primera vez que Ángel percibió la intención
denigradora con que le preguntaban por su papá -tenía el rapaz sólo doce
años, descargó tal puñada en las narices de su interlocutor, un cura joven,
muy relamido, que le dejó temblando los dientes y la cara bañada en sangre.
Y como don
Carmelo estuviese cada vez más beodo y más pobre, el muchacho, creyendo llenar
un deber más sagrado aún que el de la gratitud, se dio a trabajar para
mantenerle.
No se sabe cómo
aprendió el oficio de carpintero, además de los menesteres de la labranza. Con
su jornal, y trabajando además en el huerto, pudo alejar de la rectoral la
miseria, y desplegando una energía que parecía aconsejarle la naturaleza,
combatió el vicio, que, con la vejez, había dominado ya a don Carmelo
totalmente. Le ayudaron los ataques de gota que, sujetando al cura en un viejo
sillón de baqueta, no le permitían buscar en las ferias y tabernáculos
satisfacciones a su crónica sed de dipsómano. Ramoniña había muerto, de juntársele
las mantecas, y la nueva criada, una moza parva como un conejo de monte,
obedecía ciegamente al muchacho. Allí no entraba vino ni sus derivados, a pesar
de las súplicas angustiosas de don Carmelo.
Y el cura tuvo,
efecto de este régimen riguroso, una notable mejoría, hasta sentirse tan bien,
que, como quien se fuga de una cárcel, con precauciones de ladrón, se escapó,
aparejó el jacucho y se fue al funeral de don Antonio Vicente de la Lajosa , un gran señor
local, rico mayorazgo. Ya se sabía: después de la función religiosa, gran
cuchipanda, el festín fúnebre en la casa solariega, cuyas bodegas eran famosas
por su cubaje magnífico, y su vino, el mejor de la comarca. Corrió éste, no
digamos que a raudales, pero sí a colmados jarros, y don Carmelo, feliz como
hacía tiempo no se había sentido, fue estibando en su estómago la poderosa
carga del mucho cerdo, los pollos con azafrán, el bacalao guarnecido de
patatada y la carne con patatada también, sazonada de pimiento picante rabioso.
Y como todos estos platos son ahogaderos y ponen la boca más seca que la de un
can cuando corre, hubo que diluirlo en mucho de aquel bendito licor, reposado y
frío en las grandes cubas, y que no parece sino que cada vaso llama por su
compañero, con voces apremiantes, como si no pudiese valerse solo... Tal fue el
desquite del cura de Morais, que ni aun pudo, de sobremesa, tomar parte en una
partidilla que allí se armó. Los licores, el aguardiente servido con el café,
le dieron el golpe de gracia. Ángel, que acudió desolado, le tuvo que recoger y
que llevar, con ayuda de varios vecinos y a puñados, a la rectoral. Al día
siguiente el médico soltó una porción de terminachos, que todos venían a resumirse
en que el párroco no salía de aquella. Y se le sangró, y se le aplicaron
revulsivos; pero como si se los pusiesen a un cepo. Murió sin recobrar el
conocimiento, mientras Ángel, deshaciéndose en amargas lágrimas, se negaba a
creer en la realidad del caso.
Y aquí viene lo
sobrenatural de la aventura. Algún reportero debió de entrevistar a San Pedro,
pues de otro modo parece difícil comprender cómo llegó todo esto a conocimiento
de los mortales. Es el caso que el pobre cura de Morais se presentó a las celestes
puertas cogido de la mano de un niño pequeño.
-¿Tú aquí,
calamidad? -refunfuñó San Pedro, que hizo sonar hostilmente su manojo de llaves
recién bruñiditas.
-Sí, gran
Apóstol... porque yo creo que aquí se sabe la verdad y no han de hallar eco las
calumnias de mis colegas. Aquí lograré yo averiguar quién fue la grandísima
perra que soltó a este pequerrucho cerca del arroyo para fastidiarme a mí. Es
cosa de risa: cuanto malo hice en mi vida no me costó los disgustos que esta
única buena acción.
El niño tiró de
la mano del cura y le empujó adentro. Él se quedó fuera, y con voz gorjeadora
exclamó:
«La Esfera », núm. 7, 1914.
Cuento de la tierra
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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