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sábado, 1 de febrero de 2014

La reja

Sor Casilda alzó el pálido rostro, que sonrosaba una emoción repentina, y contestó a la tornera:
-Voy, voy ahora mismo.
La llamaban a la reja baja; estaba allí su primo  Luis  -casi  su  hermano,  que  deseaba verla; era el generoso bienhechor del convento, el que no hacía dos meses había contribuido espléndidamente para reparar la torre de la iglesia, que amenazaba ruina, y las contadas veces que venía a hablar con sor Casilda, se les permitía que conversasen sin tasa de tiempo ni vigilancia de oído.
Él esperaba ya en el locutorio, salita limpia,  esterada,  enjalbegada,  amueblada  con bancos de madera, sillas de paja y dos fraileros. Era allí casi tangible el silencio, el recogimiento casi palpable; la celosía amortiguaba la luz solar; ningún ruido venía de la desierta calleja toledana, y los cuadros oscuros, bituminosos,  de  negro  marco,  aumentaban  la impresión de melancolía, como de indiferencia hacia la vida, que infundía aquel lugar.
Luis, desplomado en uno de los dos amplios sillones de vaqueta, puestos los codos en los descansaderos, dejaba colgar un brazo, y en la palma de la mano del otro reclinaba la frente. En esta misma actitud de cansera do-lorosa estaba cuando, a paso quedo, la monja avanzó,  y  al  detenerse  pronunció  un  ¡chis! suave.
-¿Qué es eso, primo? ¿Estás malo? -articuló sor Casilda.
Luis había vuelto el rostro en dirección de la reja, y la monja le consideraba con susto; tal  le  hallaba  de  desencajado,  los  ojos asombrados y fijos, la boca contraída, negros y  resecos  de  calentura  los  labios,  el  aliento que  de  ellos  salía,  impuro  y  fétido  como  la exhalación que se levanta de revuelto pantano en horas de tormenta.
-Malo, no -respondió Luis. No tengo nada de lo que se dice enfermedad. Lo que tengo es  pena...,  ¿oyes?,  pena  horrible.  Estoy  en una  de  esas  horas  que  hay...,  ¡horas  negras!..., y vengo a que alguien me muestre un poco  de  cariño,  porque  ¡me  hace  tanta  falta!...
La  monja  se  estremeció.  Escuchaba  con sencillo agrado la voz de Luis cuando hablaba de  cosas  indiferentes;  pero,  a  poco  que  el sentimiento la timbrase, recordaba con punzante  intensidad  que  era  la  misma  voz,  la única que había derramado en su oído inolvidables conceptos... Por rápido y soso que hubiese sido el noviazgo; por pronto que se hubiese  convertido  en  fraternidad,  sor  Casilda guardaba  allá  dentro,  invisible,  una  herida..., herida dulce, cruel, sin cesar ofrecida a Dios, solo por él curada, cerrada nunca. Para que la herida no le doliese tanto, Casilda había buscado en el convento ese bálsamo pasado de moda, eternamente eficaz, del aislamiento, de la muerte parcial, del renunciar y del obedecer. No fue misticismo; fue más bien una especie de filosofía humana, instintiva, la que aconsejó a la niña que ocultase sus formas en el hábito de ruda estameña y cubriese su cabeza con la toca. Como tantas almas enfermas y exhaustas, buscó el reposo, única dicha de los que irremisiblemente pierden las esperanzas terrenas. Casi se hubiese sentido feliz en el convento si ignorase la situación  de  Luis,  su  historia  privada.  Pero  la conocía.  ¿Cómo?  ¿Por  referencias  de  quién?
Ahí está lo que no acertaría a explicar de un modo concreto; pero sabía, sabía; todo había llegado hasta ella, cual llega penetrante olor de  flores  malditas  salvando  rejas  y  muros.
Las reclusas están más al corriente de lo que se cree de cuanto en el mundo ocurre, no por relatos circunstanciados, sino por indicaciones expresivas. Un movimiento de cejas, un entornar de ojos, se interpretan en el claustro; la  imaginación  de  la  encerrada  hace  lo  demás. Los gestos y las medias palabras referentes a Luis se traducían para sor Casilda de esta  suerte:  "En  pecado.  Por  consecuencia, en más tribulación y tormentos que alegría."
Y rezaba, rezaba, con un ímpetu de esos que llegan al más allá misterioso. ¡Que Luis, algún día,  se  arrepintiese  y  se  salvase!,  aunque  a ella  le  fuesen  cerradas  las puertas  divinas, tras de las cuales no hay mentiras, ni tristezas,  ni  miserias,  ni  culpas...  Y  ahora  que  le veía indudablemente en el primer peldaño de la escala del arrepentimiento, bajo la impresión de una catástrofe moral de las que en un instante  inmutan  la  conciencia,  sor  Casilda, en  vez  de  complacencia,  sentía  una  piedad infinita, inmensa, arrasadora, que derretía su corazón y conmovía sus entrañas: algo muy trágico,  muy  hermoso  y  muy  fuerte,  que  la arrebataba y la trastornaba, haciéndole olvidar en un minuto los propósitos y las aspiraciones de tantos años...
Con la violencia del impulso de empujarlos, los hierros de la reja se incrustaban en su cuerpo enflaquecido y lastimaban sus afiladas y descoloridas manos, que pugnaban por alcanzar, al través de ellos, a Luis. El cual, ahora, sollozaba muy bajo, quejándose como se quejan  los  niños  cuando  están  enfermos  y  no saben explicar su mal a las madres. La monja repetía, suplicante:
-Pero cuéntame... Pero di, Luis; di, por Dios... Desahoga, desahoga...
-¡No  puedo!  -gimió  él,  abrumado  por  lo inútil, por lo estéril de su agonía. Casilda, no puedo. Tengo, ¿ves?, una argolla de garrote en  la  garganta  y  noto  vértigo  en  la  cabeza.
¡Esa reja baila!... ¡Tú también! Es raro, ¿verdad?, que un hombre, un hombre que no es un  necio  ni  un  cobarde,  se  ponga  así  por..., por  una...,  ¡por  una  infamia  de  mujer!  Mira, estoy  loco,  Casilda;  si  digo  algún  disparate, perdónamelo.  ¡Dichosa  tú,  que  has  logrado vivir lejos de estos combates! ¡Si supieses cuánto se sufre! No, ni lo sospechas. Reza por mí... para que me muera pronto, ¿entiendes, hija mía? No vayas a equivocar la oración y solicites  largo  plazo  a  mi  existir...  ¡Casilda, Casilda! Tú me has querido bien. ¡Compadécete de mí! ¡Que alguien me compadezca!
Ahora sí que la reja bailaba, mejor dicho, trepidaba  como  si  fuese  a  desprenderse  del rudo  marco  de  piedra  donde  sólidamente  la fijaban  emplomaduras  enormes.  La  monja, rabiosamente, con el peso de su débil cuerpo y el escaso vigor de sus bracillos de anémica y sedentaria, pretendía arrancar el primer enrejado... Luis vio el sublime e insensato movimiento  y  lo  agradeció  con  una  mirada  más dolorosa que las palabras. Sor Casilda redobló sus esfuerzos. Jadeaba; resollaba hondo y congojoso, como el leñador cuando descarga el hacha; se estropeaba los dedos, se deshacía las muñecas, y repetía, en su afán:
-¡Luis! ¡Luis! Ayúdame... Quiero salir. Ayúdame; rompámosla...
Luis se encogió de hombros. Aquella locura de su pobre prima le traía a él, por contraste y  comparación,  a  la  realidad.  ¡Romper  una reja así! Y cuando por caso imposible la rompiese, ¿no era doble la reja? ¿No tendrían que arrancar la segunda, erizada de picos de hierro?  Aquella  reja  era  el  propio  destino  de  la monja; y el suyo, el de Luis, aquel dolor desesperado e incurable, que arrastraría siempre consigo. Se levantó, y acercando el lívido rostro a un claro de la reja, murmuró:
-Casilda..., déjalo... No puedes, Casilda. No podemos. Y  si  pudiésemos...,  ¿para  qué?  Es inútil. Todo es inútil en el mundo. Tu compasión... y basta...

"Blanco y Negro", núm. 642, 1903.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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