Sor Casilda alzó el pálido rostro, que sonrosaba una emoción
repentina, y contestó a la tornera:
-Voy, voy ahora mismo.
La llamaban a la reja baja; estaba allí su primo Luis
-casi su hermano,
que deseaba verla; era el
generoso bienhechor del convento, el que no hacía dos meses había contribuido
espléndidamente para reparar la torre de la iglesia, que amenazaba ruina, y las
contadas veces que venía a hablar con sor Casilda, se les permitía que
conversasen sin tasa de tiempo ni vigilancia de oído.
Él esperaba ya en el locutorio, salita limpia, esterada,
enjalbegada, amueblada con bancos de madera, sillas de paja y dos
fraileros. Era allí casi tangible el silencio, el recogimiento casi palpable;
la celosía amortiguaba la luz solar; ningún ruido venía de la desierta calleja
toledana, y los cuadros oscuros, bituminosos,
de negro marco,
aumentaban la impresión de
melancolía, como de indiferencia hacia la vida, que infundía aquel lugar.
Luis, desplomado en uno de los dos amplios sillones de vaqueta,
puestos los codos en los descansaderos, dejaba colgar un brazo, y en la palma
de la mano del otro reclinaba la frente. En esta misma actitud de cansera
do-lorosa estaba cuando, a paso quedo, la monja avanzó, y al detenerse
pronunció un ¡chis! suave.
-¿Qué es eso, primo? ¿Estás malo? -articuló sor Casilda.
Luis había vuelto el rostro en dirección de la reja, y la monja le
consideraba con susto; tal le hallaba
de desencajado, los
ojos asombrados y fijos, la boca contraída, negros y resecos
de calentura los
labios, el aliento que
de ellos salía,
impuro y fétido
como la exhalación que se levanta
de revuelto pantano en horas de tormenta.
-Malo, no -respondió Luis. No tengo nada de lo que se dice
enfermedad. Lo que tengo es
pena..., ¿oyes?, pena
horrible. Estoy en una
de esas horas
que hay..., ¡horas
negras!..., y vengo a que alguien me muestre un poco de
cariño, porque ¡me
hace tanta falta!...
La monja se
estremeció. Escuchaba con sencillo agrado la voz de Luis cuando
hablaba de cosas indiferentes;
pero, a poco
que el sentimiento la timbrase,
recordaba con punzante intensidad que
era la misma
voz, la única que había derramado
en su oído inolvidables conceptos... Por rápido y soso que hubiese sido el
noviazgo; por pronto que se hubiese
convertido en fraternidad,
sor Casilda guardaba allá
dentro, invisible, una
herida..., herida dulce, cruel, sin cesar ofrecida a Dios, solo por él
curada, cerrada nunca. Para que la herida no le doliese tanto, Casilda había
buscado en el convento ese bálsamo pasado de moda, eternamente eficaz, del
aislamiento, de la muerte parcial, del renunciar y del obedecer. No fue
misticismo; fue más bien una especie de filosofía humana, instintiva, la que
aconsejó a la niña que ocultase sus formas en el hábito de ruda estameña y cubriese
su cabeza con la toca. Como tantas almas enfermas y exhaustas, buscó el reposo,
única dicha de los que irremisiblemente pierden las esperanzas terrenas. Casi
se hubiese sentido feliz en el convento si ignorase la situación de
Luis, su historia
privada. Pero la conocía.
¿Cómo? ¿Por referencias
de quién?
Ahí está lo que no acertaría a explicar de un modo concreto; pero
sabía, sabía; todo había llegado hasta ella, cual llega penetrante olor de flores
malditas salvando rejas
y muros.
Las reclusas están más al corriente de lo que se cree de cuanto en el
mundo ocurre, no por relatos circunstanciados, sino por indicaciones expresivas.
Un movimiento de cejas, un entornar de ojos, se interpretan en el claustro;
la imaginación de
la encerrada hace
lo demás. Los gestos y las medias
palabras referentes a Luis se traducían para sor Casilda de esta suerte:
"En pecado. Por
consecuencia, en más tribulación y tormentos que alegría."
Y rezaba, rezaba, con un ímpetu de esos que llegan al más allá
misterioso. ¡Que Luis, algún día,
se arrepintiese y
se salvase!, aunque
a ella le fuesen
cerradas las puertas divinas, tras de las cuales no hay mentiras,
ni tristezas, ni miserias,
ni culpas... Y
ahora que le veía indudablemente en el primer peldaño
de la escala del arrepentimiento, bajo la impresión de una catástrofe moral de
las que en un instante inmutan la
conciencia, sor Casilda, en
vez de complacencia,
sentía una piedad infinita, inmensa, arrasadora, que
derretía su corazón y conmovía sus entrañas: algo muy trágico, muy
hermoso y muy
fuerte, que la arrebataba y la trastornaba, haciéndole
olvidar en un minuto los propósitos y las aspiraciones de tantos años...
Con la violencia del impulso de empujarlos, los hierros de la reja se
incrustaban en su cuerpo enflaquecido y lastimaban sus afiladas y descoloridas
manos, que pugnaban por alcanzar, al través de ellos, a Luis. El cual, ahora,
sollozaba muy bajo, quejándose como se quejan
los niños cuando
están enfermos y no
saben explicar su mal a las madres. La monja repetía, suplicante:
-Pero cuéntame... Pero di, Luis; di, por Dios... Desahoga, desahoga...
-¡No puedo! -gimió
él, abrumado por lo
inútil, por lo estéril de su agonía. Casilda, no puedo. Tengo, ¿ves?, una
argolla de garrote en la garganta
y noto vértigo
en la cabeza.
¡Esa reja baila!... ¡Tú también! Es raro, ¿verdad?, que un hombre, un
hombre que no es un necio ni
un cobarde, se
ponga así por..., por
una..., ¡por una
infamia de mujer!
Mira, estoy loco, Casilda;
si digo algún
disparate, perdónamelo.
¡Dichosa tú, que
has logrado vivir lejos de estos
combates! ¡Si supieses cuánto se sufre! No, ni lo sospechas. Reza por mí...
para que me muera pronto, ¿entiendes, hija mía? No vayas a equivocar la oración
y solicites largo plazo
a mi existir...
¡Casilda, Casilda! Tú me has querido bien. ¡Compadécete de mí! ¡Que
alguien me compadezca!
Ahora sí que la reja bailaba, mejor dicho, trepidaba como
si fuese a
desprenderse del rudo marco
de piedra donde
sólidamente la fijaban emplomaduras
enormes. La monja, rabiosamente, con el peso de su débil
cuerpo y el escaso vigor de sus bracillos de anémica y sedentaria, pretendía
arrancar el primer enrejado... Luis vio el sublime e insensato movimiento y
lo agradeció con
una mirada más dolorosa que las palabras. Sor Casilda
redobló sus esfuerzos. Jadeaba; resollaba hondo y congojoso, como el leñador
cuando descarga el hacha; se estropeaba los dedos, se deshacía las muñecas, y
repetía, en su afán:
-¡Luis! ¡Luis! Ayúdame... Quiero salir. Ayúdame; rompámosla...
Luis se encogió de hombros. Aquella locura de su pobre prima le traía
a él, por contraste y comparación, a
la realidad. ¡Romper
una reja así! Y cuando por caso imposible la rompiese, ¿no era doble la
reja? ¿No tendrían que arrancar la segunda, erizada de picos de hierro? Aquella
reja era el
propio destino de la
monja; y el suyo, el de Luis, aquel dolor desesperado e incurable, que
arrastraría siempre consigo. Se levantó, y acercando el lívido rostro a un
claro de la reja, murmuró:
-Casilda..., déjalo... No puedes, Casilda. No podemos. Y
si pudiésemos..., ¿para
qué? Es inútil. Todo es inútil en
el mundo. Tu compasión... y basta...
"Blanco
y Negro", núm. 642, 1903.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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