Tomábamos o
pretendíamos tomar el fresco en la gran terraza de Alborada, una tarde de
agosto abrasadora y enervante, de las poquísimas que, en aquel clima benigno,
aprietan con rigor canicular. El aire estaba saturado no sólo del efluvio
resinoso, ardiente, de los pinares vecinos, sino de otras emanaciones
peculiares -almizcle de hormigas y escarabajos, miel y cera de panal; y en el
aire encendido revoloteaban, además de las mariposas multicolores, insectos de
pedrería y esmalte, enlutadas «vacas de San Antonio», efímeras de gasa pálida,
mariquitas de coral con pintas negras, mosquitos de seda color humo, mientras
en la arena brincaban los saltamontes, parecidos a caballeros enlorigados y se
arrastraban las chinches campesinas, limpias y de pintoresca forma, tan
distintas de las urbanas.
Recostados en las
mecedoras, hablábamos despacio, emperezados y esperando con ansia el primer
soplo del atardecer que abanicase nuestras sienes. El tema de la conversación
era que el calor disuelve las energías, y disertábamos sobre esa influencia
psicológica de los climas, que ya empieza a reconocerse en la historia.
-Buena es -decía
el científico- la firmeza de carácter; excelente su cultivo intensivo, y
acertaría el que afirmó que del propio destino es autor cada hombre; pero a mí,
esta naturaleza que nos rodea y nos agobia, me produce una impresión de
fatalidad tan profunda, que casi no me atrevería a pensar en contrarrestarla.
¿Qué somos ante las fuerzas naturales?
-Lo somos todo
-exclamó el pensador. Esas fuerzas naturales, las hemos puesto a nuestros
pies, a nuestro servicio. Cada día más saldremos vencedores en nuestra lucha
con ellas.
-Crea usted que
se toman el desquite; al final no vencemos nosotros... -respondió el Doctor,
pensativo. Y como el sol descendiese, esplendoroso hacia el castañar, y una
ráfaga suave, cargada de partículas de humedad, viniese de la represa del
molino, reanimándonos, se decidió el Doctor a contar un episodio de su vida
médica...
-Era hijo de viuda
aquel muchacho tan simpático, a quien yo conocí en el balneario de Caldasrojas,
y que todas las tardes paseaba un rato conmigo por los caminos solitarios y las
sendas aldeanas, confiándome sus esperanzas, sus aspiraciones y su tenacísima
labor. La decorosa estrechez en que quedaron el chico y su madre a la muerte
del padre, los esfuerzos de la pobre mujer para salir a flote y dar carrera a
su hijo, habían influido en el carácter de Torcuato, haciéndole hombre
consciente desde la niñez, y desarrollando en él, con extraño vigor, las
facultades de la voluntad perseverante, sin un desmayo ni una vacilación, y con
esa especie de iluminación genial, que lo mismo puede demostrarse en la
creación artística que en la conducta. A los once años, Torcuato llevaba los
libros de una tienda de la antigua ciudad universitaria, donde vivía; a los
trece, prestaba el mismo servicio en varios establecimientos, ganando lo
suficiente para sostenerse él y su madre, y a la vez estudiaba, robando horas
al sueño, tan imperioso en el período crítico de la pubertad. Mejor dicho: la
pubertad fue vencida, en sus inquietudes y en sus torturadoras distracciones,
por la constancia de Torcuato. Ni curiosidades ni devaneos le desviaron de su
marcha hacia un objeto y un fin. Su vida estaba regulada cronométrica-mente; ni
migaja de tiempo perdía. Se había fijado, al minuto, el que debía invertir en
lavarse, cepillarse, comer, dormir; y el programa se cumplía exactamente. ¡Digo
mal! A veces, Torcuato se sustraía tiempo a sí mismo, y realizaba trabajos
extraordinarios que pagasen las matrículas y algún gasto inevitable,
extraordinario también. No rehusaba por soberbia tarea ninguna; capaz sería de
limpiar zapatos si creyese que le compensaba la remuneración. Escribía
discursos para los graduandos, sermones para los canónigos, prospectos, para
los industriales, memorias, para los secretarios de asociaciones... todo lo que
le valiese un duro y un amigo y protector. Así, al terminar brillantemente la
carrera, obtuvo en la
Universidad un empleo con mediano sueldo: lo necesario, lo
estricto, el modo de esperar y resistir hasta conseguir algo de lo infinito
soñado.
Al preguntarle yo
a Torcuato si no había estado enfermo nunca (una enfermedad arruina al que
lleva exactamente empalmados gastos con ingresos), me respondió:
-¡Enfermo! No
tuve tiempo de enfermar... ¡Lo único que se me resintió algo fue el estómago, y
por eso me ve usted aquí, en Caldasrojas, en el camino, y ocioso, y sin mi
madre, por primera vez de mi vida! ¡Estoy embriagado de sensaciones; loco
perdido de aire libre y de olor de flores y árboles! Pero ¡no crea usted que
aun así me aparto de mi camino! Por más que mi juventud se me suba a la cabeza
-¡y hay horas en que se me sube, y al corazón también, y espumante y furiosa!-,
la voluntad está sobre todo. Mando en mí, y no habrá fuerza que me impida
llevar a término mis planes de asegurar el porvenir, la vejez tranquila y
dichosa de mi madre, y mi propia suerte. Tengo algún entendimiento, alguna
disposición: otro malgastaría este capital; yo lo beneficiaré con réditos
crecidos. El que quiere, puede. ¡Es el Evangelio!
Me hablaba así
Torcuato a la vuelta de un paseo por la carretera que conduce al Borde, en la
cual ritma la conversación el chirrido quejumbroso del eje de los carros
cargados, que pasan lentos, sin alzar polvo, en la melancolía de la puesta de
sol. No se borrará de mi memoria: dos de estos carros cruzaban en sentido
contrario al nuestro, y su carga era de pieles de buey a medio curtir,
mercancía que se exporta en la costa para Inglaterra. El sol, moribundo, se
reflejaba en los pelajes cobrizos manchados de blanco amarillento. Torcuato
accionaba con la diestra y de pronto vi que en ella refulgía una chispa verde,
metálica, y que él sacudía la mano, como el que espanta un bichejo incómodo.
Sentí un
escalofrío, que no era razonado, sino involuntario, y cogí la mano de Torcuato
vivamente. No se notaba señal de la picadura. Seguimos andando, pero yo no
había perdido las ganas de charlar, y miraba de reojo a mi joven amigo. A poco
noté que maquinalmente rascaba el sitio de la picadura, y vi deshacerse la
vesícula recién formada y sustituirla una depresión negruzca. Me «sentí»
palidecer. Distábamos más de una legua del pueblecillo.
Comprendí que
ignoraba el mal horrible que pueden transmitir esas mosquitas preciosas, de
esmeralda, que se han posado en despojos de animales carbunclosos... ¡El
carbunclo! -repetía dentro de mí, temblando de horror y de lástima...- ¡El
carbunclo! ¡La pústula maligna!
Abreviaré el
relato de aquella tragedia... Cuando desnudamos en la rebotica a Torcuato, para
operar, ya no era la mano, era el brazo lo que se inflaba rápidamente. No cabía
duda, el brazo debía cortarse. Única esperanza. Pero ¿cómo? ¿Sin cloroformo,
casi sin instrumentos? Mientras venían de mi casa los chismes, sudando frío y
con una angustia compasiva que me partía el alma, me fue preciso notificarle al
enfermo la verdad. ¡Qué ojos me echó! ¡Qué mundo de horror, de protesta y de
dolor en aquellos ojos!
-Aquí de la
voluntad... -pronuncié, creo que más horrorizado que la víctima. ¡Es
necesario! No hay remedio.
¡Cuántas veces me
he arrepentido del martirio que le di! Fuese por la tardanza e indecisión
irremediable de los primeros momentos, fuese porque la infección venía de mano
armada, la operación no logró salvar al desventurado. Prefiero no detallar su
fin, los síntomas espantosos, el tétano como desenlace... Si los médicos
puntualizásemos ciertos casos, la humanidad se aborrecería a sí propia, como
dijo Salomón, por haber nacido... He sacado a cuento este caso cruel para que
se vea lo que puede una mosquita verde, muy linda por cierto, y lo que vale
contra la mosquita una voluntad humana, firme, decidida, templada en la
desgracia y el trabajo. ¡No somos nada!...
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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