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sábado, 1 de febrero de 2014

La niebla

-Es un error -díjome mi tío, el vie­jo y achacoso solterón, cruzándose la bata, porque sus canillas reumática pedían el acolchado abrigo con mucha necesidad- eso de creer que lo más in­fluyente en nuestra vida son los suce­sos aparatosos y grandes. No; lo que realmente nos hace y nos deshace, son las menudencias.
-El tejido de las mínimas circuns­tancias diarias querrá usted decir, tío Juan Antonio. Verdad, verdad de a pu­ño... Nuestro humor, nuestra salud, nuestra dicha o desdicha momentáneas penden de esas fruslerías: de la venta­na que cierra mal, de la puerta que nos coge los dedos, del plato soso o muy salado, del zapato que aprieta y de la llave que se ha perdido...
El solterón guiñó los ojos picaresca y melancólicamente, y se llegó un poco más a la chimenea rutilante. Dispara­das chispezuelas saltaban de los leños, y el crujido seco y deleitoso del arder era lo único que se oía en la estan­cia, admirablemente enguatada y res­guardada del frío con toda clase de in­geniosos refinamientos. La nieve, fina, blanda, de fantástica levedad, caía sin prisa, y la veíamos al través de los vi­drios, con lo cual se aumentaba esa extraña y dulce sensación de seguri­dad y egoísmo característica del invier­no en interior lujoso. Lo único que le faltaba al bienestar del viejo era un sorbito de té muy caliente, en delica­da taza nipona, y se lo serví con las rôties de pan, retorcidas como barqui­llos de puro delgadas y sutiles. Al des­hacérsele en la boca la tercera o cuar­ta rôtie empapada, murmuró:
-No, hijita; no es eso. Claro que también eso es porque en este instan­te, por ejemplo, mi felicidad consiste en que la tostadica venga transparen­te, el su-chong hirviendo y la crema fresquísima... Pero lo que quise expre­sarte fué que aun en las cosas más graves ejercen influjo decisivo las pe­queñeces... ¿Por qué no me he casado yo, vamos a ver, por qué no me he ca­sado?
Ignorando absolutamente por qué no se había casado mi tío, me limité a sonreír.
-Pues fué por una insignificancia de las más tontas. Te lo contaré, ahora que ni «ella» está en este mundo ni yo estoy sino en Babia, que es la residen­cia de los viejos carroñas e inútiles... «Ella», para que lo sepas, era doña An­drea de Pimentel, madre de esas mu­chachas tan bonitas y tan simpáticas que tú conoces... Pero bonitas y todo, ninguna es comparable a su mamá an­tes de serlo, y estoy por jurar que has­ta después.
-¡Doña Andrea! ¡Ya lo creo! Una cara perfecta, y, sin embargo, graciosa y simpática; un cuerpo al cual todo le caía bien... El tipo y el aire de una verdadera señora... No ha muerto an­ciana, no...
-¡Qué había de morir anciana! -protestó mi tío, que, como todos los señores machuchos, retrasaba cuanto -podía los límites de la ancianidad­. ¡Si era una muchacha aún! Cuarenta y cinco o cuarenta y seis años..., y re­presentaba mucho menos... Lo que pa­só es que, siendo desgraciadísima en su matrimonio, crió mala sangre; se le formó un tumor, no se cuidó bien, no se operó a tiempo, que acaso la salva­rse..., y ahí tienes lo que hubo. ¡Pobre Andrea!
-¿Y usted... la quiso?
-¡Que si la quise! Como fué frus­trado el proyecto de nuestra boda por la insignificancia que vas a ver, nunca se me ocurrió casarme con ninguna otra. Tuve mis antojos, mis devaneos... Bueno, ¡qué milagro!... La casaca no pensé nunca en vestirla o, si pensé, se me desvaneció el pensamiento..., igual que se desvanece la «niebla»... Por An­drea sentí especial interés, creo que desde niño. En el primer baile a que la llevaron, al vestirla de largo, su pri­mer vals conmigo lo bailó. ¿Tú que te figuras, que yo no he sabido valsar?
Hoy sí que no se valsa; a la mucha­chería se le ha olvidado; prefieren el bridge... Entonces valsábamos como trompos; había que mandarnos parar. «¡Eh, locos, que os mareáis!», y no ha­cíamos caso... Bueno, pues en el tal bailecito ya me insinué. Ella se rió, lo echó a broma..., lo natural en una chi­quilla que sale al mundo y no piensa nada formal, sino en divertirse. Burla burlando, el caso es que no me dió ca­labazas; y fui tras ella por reuniones, paseos y teatros, sin perjuicio de es­conderme en un portal frente a su ca­sa en espera de que se asomase. Nada, lo de cajón... Boberías, chiquilladas que poco a poco van criando un cariño y una ilusión enormes... ¡Ah, enormes!
Y el tío Juan Antonio se volvió ha­cia el fuego, con los ojos aguados, vi­driados de lágrimas; ya se sabe que los viejecitos lloran a cada momento y por cualquier futesa...
-Yo tenía a veces que marcharme de S***, donde todo esto ocurría, por­que mis estudios para la carrera y la mala salud de mi padre, que no vivía allí, me obligaban a ello. Asediaban a Andreíta otros pretendientes; único te­mible, aquel Francisco de Javier Lua­ces, que acabó por ser su marido... Mi rival empleaba el sistema de la perse­verancia; era «el que está allí siem­pre», lo cual, en toda empresa amorosa, lícita o ilícita, suele producir seguros resultados. No obstante, en este caso especial se me figura que a no ser por la futesa que te he dicho, ¡vamos, que no te he dicho todavía!, no es él quien se lleva a Andrea... En fin, oye lo que pasó; fué lo más tonto... Estaba yo con Andreíta en la situación del hombre que por mil señales se cree correspondido, y no puede con todo eso afirmar­lo ni tiene el derecho de proclamar: «Esta es mi novia.» Faltaba una oca­sión, una hora oportuna, y el capricho­so Destino' jugaba a no proporcionár­mela. Figúrate cómo me pondría de alegre y de nervioso al arreglarse en­tre mamás animadas y gente joven de S*** una jira de campo con merienda en el soto, baile en la romería y re­greso a la ciudad, de noche, en coche­cillos alquilados. Muy torpe tenía yo que ser si entre la confusión y algaza­ra de la fiesta no le arrancaba a An­dreíta la entera confesión; si no salía­mos de allí pública y oficialmente no­vios. Al organizarse la expedición, ya me favoreció la suerte; íbamos en el mismo cesto, cara a cara. Con esto rrie constituí sin afectación en pareja de Andreíta, y toda la tarde anduvimos juntos; pero mi rival, entremetiéndo­se, acompañándonos, no me dejaba plantear el problema del modo termi­nante que yo deseaba. Vagábamos por el soto, un frondoso soto de castaños, penumbroso a aquella hora de la tar­de. Una neblina, ligera al principio, luego densa y húmeda, empezó a con­fundir los contornos de los troncos, a velar el ramajwe entre gasas grasientas. Como aún no me había sido posib'e reclamar una solución de Andreíta..., se me ocurrió una idea... muy natural. Lo que no dicen mil palabras, lo pro­clama victoriosamente una caricia. Si entre aquella semioscuridad, protegido por aquellos tupidos cendales aéreos, consiguiese yo apretar una manita o me permitiese alguna osadía mayor sin encontrar nesistencia..., no cabía du­da; ¿qué respuesta más clara podía obtener? Busqué, pues, a Andreíta en­tre las gasas, que se ezpesaban gra­dualmente. Su bulto, entrevisto un momento, se me ocultaba detrás de los viejos troncos. Su traje color perla cenizoso se confundía con la nebulosi­dad, perdiéndose en medio de ella. An­dando a bulto y orientándome sin ver, hubo un momento en que de pronto choqué con el cuerpo de Andreíta, mientras repetía suu nombre... Y en el mismo instante tropecé y di también con el de mi rival, porque acababan de reunirse los dos; ella se había vuelto y él la tenía entre sus brazos.
No sé lo que sentí. Fué un vértigo de locura. Eché a correr despavorido como el que encuentra de repente el cuerpo de un hombre asesinado... Se­guí huyendo a campo traviesa; regre­sé al pueblo a pie por sendas extra­viadas... Y al otro día me marché sin despedirme de nadie. Ahí tienes...
-¿Y llama usted insignificancia a lo del abrazo?
-No; a la niebla..., que fué la cau­sa de todo. Porque más adelante supe que Andreíta, oyendo mi voz, me con­fundió con Luaces..., así, al pronto, en su mismo aturdimiento y confusión..., y como yo desaparecí..., el error no pudo deshacerse.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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