-Es un
error -díjome mi tío, el viejo y achacoso solterón, cruzándose la bata, porque
sus canillas reumática pedían el acolchado abrigo con mucha necesidad- eso de
creer que lo más influyente en nuestra vida son los sucesos aparatosos y
grandes. No; lo que realmente nos hace y nos deshace, son las menudencias.
-El
tejido de las mínimas circunstancias diarias querrá usted decir, tío Juan
Antonio. Verdad, verdad de a puño... Nuestro humor, nuestra salud, nuestra
dicha o desdicha momentáneas penden de esas fruslerías: de la ventana que
cierra mal, de la puerta que nos coge los dedos, del plato soso o muy salado,
del zapato que aprieta y de la llave que se ha perdido...
El
solterón guiñó los ojos picaresca y melancólicamente, y se llegó un poco más a
la chimenea rutilante. Disparadas chispezuelas saltaban de los leños, y el
crujido seco y deleitoso del arder era lo único que se oía en la estancia,
admirablemente enguatada y resguardada del frío con toda clase de ingeniosos
refinamientos. La nieve, fina, blanda, de fantástica levedad, caía sin prisa, y
la veíamos al través de los vidrios, con lo cual se aumentaba esa extraña y
dulce sensación de seguridad y egoísmo característica del invierno en
interior lujoso. Lo único que le faltaba al bienestar del viejo era un sorbito
de té muy caliente, en delicada taza nipona, y se lo serví con las rôties de pan, retorcidas como barquillos
de puro delgadas y sutiles. Al deshacérsele en la boca la tercera o cuarta rôtie empapada, murmuró:
-No,
hijita; no es eso. Claro que también eso es porque en este instante, por
ejemplo, mi felicidad consiste en que la tostadica venga transparente, el su-chong hirviendo y la crema
fresquísima... Pero lo que quise expresarte fué que aun en las cosas más
graves ejercen influjo decisivo las pequeñeces... ¿Por qué no me he casado yo,
vamos a ver, por qué no me he casado?
Ignorando
absolutamente por qué no se había casado mi tío, me limité a sonreír.
-Pues fué
por una insignificancia de las más tontas. Te lo contaré, ahora que ni «ella»
está en este mundo ni yo estoy sino en Babia, que es la residencia de los
viejos carroñas e inútiles... «Ella», para que lo sepas, era doña Andrea de
Pimentel, madre de esas muchachas tan bonitas y tan simpáticas que tú
conoces... Pero bonitas y todo, ninguna es comparable a su mamá antes de
serlo, y estoy por jurar que hasta después.
-¡Doña
Andrea! ¡Ya lo creo! Una cara perfecta, y, sin embargo, graciosa y simpática;
un cuerpo al cual todo le caía bien... El tipo y el aire de una verdadera
señora... No ha muerto anciana, no...
-¡Qué
había de morir anciana! -protestó mi tío, que, como todos los señores
machuchos, retrasaba cuanto -podía los límites de la ancianidad. ¡Si era una
muchacha aún! Cuarenta y cinco o cuarenta y seis años..., y representaba mucho
menos... Lo que pasó es que, siendo desgraciadísima en su matrimonio, crió
mala sangre; se le formó un tumor, no se cuidó bien, no se operó a tiempo, que
acaso la salvarse..., y ahí tienes lo que hubo. ¡Pobre Andrea!
-¿Y
usted... la quiso?
-¡Que si
la quise! Como fué frustrado el proyecto de nuestra boda por la
insignificancia que vas a ver, nunca se me ocurrió casarme con ninguna otra.
Tuve mis antojos, mis devaneos... Bueno, ¡qué milagro!... La casaca no pensé
nunca en vestirla o, si pensé, se me desvaneció el pensamiento..., igual que se
desvanece la «niebla»... Por Andrea sentí especial interés, creo que desde
niño. En el primer baile a que la llevaron, al vestirla de largo, su primer
vals conmigo lo bailó. ¿Tú que te figuras, que yo no he sabido valsar?
Hoy sí
que no se valsa; a la muchachería se le ha olvidado; prefieren el bridge... Entonces valsábamos como
trompos; había que mandarnos parar. «¡Eh, locos, que os mareáis!», y no hacíamos
caso... Bueno, pues en el tal bailecito ya me insinué. Ella se rió, lo echó a
broma..., lo natural en una chiquilla que sale al mundo y no piensa nada
formal, sino en divertirse. Burla burlando, el caso es que no me dió calabazas;
y fui tras ella por reuniones, paseos y teatros, sin perjuicio de esconderme
en un portal frente a su casa en espera de que se asomase. Nada, lo de
cajón... Boberías, chiquilladas que poco a poco van criando un cariño y una
ilusión enormes... ¡Ah, enormes!
Y el tío
Juan Antonio se volvió hacia el fuego, con los ojos aguados, vidriados de
lágrimas; ya se sabe que los viejecitos lloran a cada momento y por cualquier
futesa...
-Yo tenía
a veces que marcharme de S***, donde todo esto ocurría, porque mis estudios
para la carrera y la mala salud de mi padre, que no vivía allí, me obligaban a
ello. Asediaban a Andreíta otros pretendientes; único temible, aquel Francisco
de Javier Luaces, que acabó por ser su marido... Mi rival empleaba el sistema
de la perseverancia; era «el que está allí siempre», lo cual, en toda empresa
amorosa, lícita o ilícita, suele producir seguros resultados. No obstante, en
este caso especial se me figura que a no ser por la futesa que te he dicho,
¡vamos, que no te he dicho todavía!, no es él quien se lleva a Andrea... En
fin, oye lo que pasó; fué lo más tonto... Estaba yo con Andreíta en la
situación del hombre que por mil señales se cree correspondido, y no puede con
todo eso afirmarlo ni tiene el derecho de proclamar: «Esta es mi novia.»
Faltaba una ocasión, una hora oportuna, y el caprichoso Destino' jugaba a no
proporcionármela. Figúrate cómo me pondría de alegre y de nervioso al
arreglarse entre mamás animadas y gente joven de S*** una jira de campo con
merienda en el soto, baile en la romería y regreso a la ciudad, de noche, en
cochecillos alquilados. Muy torpe tenía yo que ser si entre la confusión y
algazara de la fiesta no le arrancaba a Andreíta la entera confesión; si no
salíamos de allí pública y oficialmente novios. Al organizarse la expedición,
ya me favoreció la suerte; íbamos en el mismo cesto, cara a cara. Con esto rrie
constituí sin afectación en pareja de Andreíta, y toda la tarde anduvimos
juntos; pero mi rival, entremetiéndose, acompañándonos, no me dejaba plantear
el problema del modo terminante que yo deseaba. Vagábamos por el soto, un
frondoso soto de castaños, penumbroso a aquella hora de la tarde. Una neblina,
ligera al principio, luego densa y húmeda, empezó a confundir los contornos de
los troncos, a velar el ramajwe entre gasas grasientas. Como aún no me había
sido posib'e reclamar una solución de Andreíta..., se me ocurrió una idea...
muy natural. Lo que no dicen mil palabras, lo proclama victoriosamente una
caricia. Si entre aquella semioscuridad, protegido por aquellos tupidos
cendales aéreos, consiguiese yo apretar una manita o me permitiese alguna
osadía mayor sin encontrar nesistencia..., no cabía duda; ¿qué respuesta más
clara podía obtener? Busqué, pues, a Andreíta entre las gasas, que se
ezpesaban gradualmente. Su bulto, entrevisto un momento, se me ocultaba detrás
de los viejos troncos. Su traje color perla cenizoso se confundía con la
nebulosidad, perdiéndose en medio de ella. Andando a bulto y orientándome sin
ver, hubo un momento en que de pronto choqué con el cuerpo de Andreíta,
mientras repetía suu nombre... Y en el mismo instante tropecé y di también con
el de mi rival, porque acababan de reunirse los dos; ella se había vuelto y él
la tenía entre sus brazos.
No sé lo
que sentí. Fué un vértigo de locura. Eché a correr despavorido como el que
encuentra de repente el cuerpo de un hombre asesinado... Seguí huyendo a campo
traviesa; regresé al pueblo a pie por sendas extraviadas... Y al otro día me
marché sin despedirme de nadie. Ahí tienes...
-¿Y llama
usted insignificancia a lo del abrazo?
-No; a la
niebla..., que fué la causa de todo. Porque más adelante supe que Andreíta,
oyendo mi voz, me confundió con Luaces..., así, al pronto, en su mismo
aturdimiento y confusión..., y como yo desaparecí..., el error no pudo
deshacerse.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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