En el muelle, en
fría noche de un noviembre triste, un grupo de señoritos locales aguardaba la
llegada del vapor que traía a la compañía de opereta italoaustríaca desde la
ciudad departamental.
Eran tres o
cuatro, entre pipiolos y solterones, aficionados al revuelo de las enaguas de
seda que «frufrutan», a los trajes de funda indiscreta y a los olores de
esencias caras, con otras serie de ideales de ardua realización en la vida
diaria de una capital de provincia, donde hasta lo vedado reviste formas de
lícito aburrimiento. Y a los señoritos, continuamente dedicados a la
contemplación de postales iluminadas y primeras y aun segundas planas de
periódicos ilustrados, soñaban con ver en carne y hueso a las deslumbradoras.
Mientras
paseaban arriba y abajo, soplando y manándoles de la nariz aguadilla, para no
sentir tanto en los pies la humedad viscosa de las tablas, al través de cuyas
junturas entreveían el agua negra y oían su quejido sordo, cambiaban
impresiones sobre motivos de noticias recogidas aquí y acullá. Además de
algunas chiquillas del coro, había dos mujeres super: la primera actriz
y la genérica o graciosa. Se comparaban los méritos de ambas: la primera vestía
de un modo despampanante, al estilo parisiense genuino; tenía una pantalla
espléndida, una exuberancia de formas... Pero, objetaban los partidarios de la
genérica -a la cual no conocían sino por sus retratos-, estaba ajamonada,
mientras la otra, la Gnoqui ,
la Ñoquita, era una especie de diablillo pequeño y vivaracho, sugestivo hasta
lo increíble, que bailaba como un trompo los eternos valses del repertorio
nuevo. Y se entablaba una vez más la constante disputa, que entretenía muchas
tardes y no pocas noches los ocios de la tertulia de la Pecera : cuales valen más,
si las de libras o las menuditas y flacas.
Ahora se
repetían por millonésima vez los chistes, las pullas, los comentarios. Mauro
Pareja, solterón empedernido, partidario de las diminutas, que él llamaba
«cominillos picantes», fue el primero que señaló, entre las oscuridades de la
brumosa lejanía, la luz del vapor, como una pupila de cíclope que creciese y se
trocase en faro. Fondeó presto, arrimando al muelle lo bastante para
desembarcar sin necesidad de otra embarcación.
Hacíase el
desembarco por medio de estrecha tabla, que, apoyándose en el puente de vapor,
descansaba en el borde del muelle. Salieron primero los hombres de la compañía,
envueltos en viejos abrigos, en bufandas lanudas, desteñidas, cubiertas las
cabezas con gorrillas pobres y sombreros abollados; luego empezó el desfile de
las mujeres, dificultoso, por la «pasarela» angosta, resbaladiza. Caminaban
despacio, con precauciones, porque un paso en falso sería la caída, al agua
sombría, honda, que palpitaba encerrada en el estrecho espacio comprendido
entre el costado del vapor y el muelle. Los gritos que les daban desde tierra,
encargando cuidado, las aturdían más, y la luz deslumbraba, dando directamente
en sus ojos.
Ya en el grupo
de los calaveras, la curiosidad cedía el paso a cierta compasión: un comienzo
de sentimiento humano, piadoso, despertábase en las almas. Aquellas mujeres,
que, engaritadas en sus abrigos maltratados por el uso y los viajes, temblaban
sobre el peligroso paso, a pesar de su ágil ligereza de danzarinas de oficio,
no eran las atrayentes heteras que se prometían, sino unos seres que, para
comer pan, sufren y luchan.
-Y diga usted
que salgan de ahí sanas y salva... -advirtió Landín, otro calaverilla
profesional, asaz inofensivo.
-No -intervino
Pareja; sería «más»... Si se cae alguien a esa rinconada, queda debajo del
barco, y no hay modo de intentar el salvamento, porque falta materialmente
sitio para revolverse.
Con paso de
sílfide, graciosa como un muchacho bajo su caprichosa gorra escocesa, sumida en
enorme boa de piel rizada, del cual sólo emergía la nariz picaresca y el toque
luminoso de dos bucles rubios flotando en la sien, la actriz corría ya por la
«pasarela», sobre los altísimos tacones de sus zapatos americanos, que le
hacían pie de niño, tobillos flacos de travieso colegial. El temor de los
espectadores convirtióse en interés de otro género. La Ñoquita les caía bien
desde el primer instante, les llenaba el ojo... Y aún no habían tenido tiempo
de comunicarse la impresión, cuando, ¡plaf! Fue el siniestro ruido sordo, fue
la visión fugacísima, imprecisa de la desaparición de la mujer; fue la
«pasarela» vacía y el chillido estridente de las compañeras, ya en salvo en el
muelle...
Y transcurrían
los segundos, y nadie se decidía a nada. Abajo, en el pozo de sombra
circunscrito entre el vapor y el paredón del muelle algo se agitaba
confusamente; el agua, un momento, entreabriéndose, dejó ver una mancha blanca;
más que rostro humano, era mascarilla de pierrot trágico, la mueca de la
muerte... Arriba se agitaban, gritaban en vocerío confuso, mareante,
empujándose, enloquecidos, dando cada cual su opinión, sin entenderse.
Y ni Jolipé ni
Travancas aparecían, y los segundos se agregaban a los segundos en aquel trágico
instante, en que cada segundo tenía tan enorme valor, y habría al fin un
segundo que fuese el decisivo, el inexorable... Las exclamaciones italianas de
los cómicos, su mímica desesperada aumentaba la confusión. Y caminaba,
indiferente, el tiempo, y todos comprendían por instinto que, ganándolo, la
actriz se salvaría; y se malograba la ocasión, sin que una voluntad se
impusiese, sin que el salvamento se iniciase siquiera... La cara blanca asomó
un instante, entre otro rebullir de agua salobre; asomó como el vientre de un
pez muerto ya; y era evidente, para los que entendían de tales asuntos, que la
Ñoquita no podía subir a la superficie, sacar los brazos, defenderse por falta
de espacio, encajonada como estaba, y además agobiada, presa en la cárcel de
paño de su abrigo...
Y la sacaron,
sí: la sacó al cabo Travancas, el mocetón botero del muelle, que acudió a los
gritos; no se sabe cómo, descolgándose por la pared viscosa, braceando abajo
como un perro de aguas, y confesando al subir, entre blasfemias, que nunca
había realizado más pesetera faena... Todo, para traer arriba ¿qué?.. No hubo
medio de reanimar a la Ñoquita. Acaso un segundo antes...
El grupo de
señoritos se retiró de allí con las orejas gachas. Una boca oscura les había
soplado aliento de hielo sobre el corazón. Y Pareja resumía las tétricas
impresiones de la noche en esta vulgaridad:
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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