Los dos
estudiantes se despertaron de óptimo humor; el día estaba magnífico, caso raro
en Estela, y decididos a ver mujerío en aquel Jueves Santo en que todas
estaban guapísimas, con su indumento negro y sus hereditarias mantillas, se
echaron a la calle.
Eran dos
muchachos todavía cándidos, criados en un pueblo, en los regazos de sus madres,
y que apenas empezaban a contagiarse del calaverismo infantil de los primeros
años de su vida escolar. El uno, Jacinto, estudiaba, o cursaba, que más cierto
será, Derecho, y el otro, Marcos, Medicina. Ambos tenían buen corazón; Marcos
alardeaba de incrédulo, y Jacinto, en cambio, oía misa y al saltar de la cama
farfullaba un padrenuestro. Sus familias, que residían en un poblado, les
habían llenado la cabeza de prejuicios. Toda mujer que se componía y exhalaba
el perfume, no muy refinado, de un jabón más o menos barato, les parecía
temible, y, por lo mismo, infinitamente atractiva y deliciosa. Un cierto
romanticismo, el correspondiente al retraso mismo de su educación sentimental,
les hacía aspirar -a Jacinto especialmente- amores sublimes, con acompañamiento
de versos y de exclamaciones enfáticas. Conviene saber todo esto, para
comprender el efecto que les causó la extraña aventura.
Apenas salieron
de su posada, cada paso que daban fue un encuentro, deleitoso. Figuras
femeninas enmantilladas, calzadas hechiceramente, con zapatitos de raso, cuyas
galgas ceñían, acariciándolo, el redondo tobillo, cruzaban por los arcaicos
soportales, encaminándose a la catedral de Estela, para asistir a los divinos
oficios. Pasaban raudas, entre un revuelo de blonda, coqueteando sin reír, y
Marcos y Jacinto no tenían tiempo sino de deslumbrarse con el relámpago que
vibraban sus ojos, bajo la sombra dulce de los encajes, que aureolaban sus
caras -no siempre juveniles. Cogidos del brazo los dos escolares, de súbito se
lo apretaron recíprocamente, al ver pasar a una señora de cara oval y pálida y
pupilas infinitamente tristes, llenas de expresión, que fijó un instante en el
grupo. Ellos se estremecieron; y el estremecimiento parecía transmitirse de los
nervios del uno a los del otro.
Y ninguno se
atrevió a completar el pensamiento. Ninguno era capaz de decir dónde había
visto a la descolorida de tan puras y perfectas facciones. Acaso no lo sabían
en aquel momento. Lo cierto es que, simultáneamente, experimentaron el impulso
de seguirla, equivalente, quizá, a un impulso apasionado. Un anzuelo de oro se
les clavaba sin sentirlo. La señora, sin ocuparse de los estudiantes,
adelantaba entre las columnas de piedra con viejos y desgastados capiteles, que
tan bien encuadraban su aparición. Al salir a la plaza que precede a la
escalinata, pudieron los dos mozos fijarse en su vestido negro. Era de ese rico
terciopelo casi azul al sol, que se fabricaba en España antiguamente y del cual
están vestidas muchas imágenes. El adorno, un azabache de brillo sombrío, mezclado
con pasamanería mate, caía con regularidad a ambos lados de la falda. Y este
detalle del vestido empezó a inquietar a los dos galanes improvisados. El
vestido completaba la impresión de la faz. También habían visto el vestido...
De nuevo se apretaron el codo.
Ella ya subía,
ágil y grave, los peldaños de la escalinata que gastaron tantas generaciones.
Le iban los muchachos a los alcances, y en la meseta superior de la escalinata
la dama de negro se volvió y los miró otra vez cara a cara, fija y
enigmáticamente. Más que antes, la sensación singular se les impuso.
Penosamente, con esa fatiga del esfuerzo vano de la memoria, discurrieron,
¿dónde?, ¿cómo?, y entonces se la tragó el pórtico bizantino y ellos se
precipitaron a perseguirla en el templo.
Había entrado en
la nave, y, haciendo signos de cruz, se encaminaba al gran altar de la Virgen. Le costaba
algún trabajo acercarse, porque estaba atestado de fieles la capilla, y se oía
el rumoreo de las Salves murmuradas, bisbiseadas, ante la imagen. Ésta se
erguía, rígida bajo su manteo negro, con el único puñal clavado en el lugar del
corazón. Al fin consiguió la dama llegar al pie del altar, y tras ella fueron
deslizándose los dos muchachos, que se situaron, como automáticamente, a su
izquierda y a su derecha. Y cuando ella alzó el mirar hacia la efigie, los
galanes la imitaron, y un gesto mudo de asombro los inmovilizó. La revelación
los paralizaba. No hubiesen sabido decir cuál era la imagen, ni si estaba en el
altar, o al lado de ellos, envuelta en su mantilla. Ya comprendían el origen de
su persuasión de conocer a aquella dama.
Semejanza tal,
en tal grado, tenía mucho de terrible. Con una ojeada se comunicaron su miedo.
Entre tanto, la mujer oraba. Sus labios se movían y sus manos, cruzadas,
enclavijadas, exageraban el parecido con la Señora de la Soledad. Terminada
la oración, volvía a deslizarse entre el gentío, y salió a las naves laterales,
que rodean capillas, velados, en tal día y momento, sus retablos por paños de
luto, y casi vacías, porque la multitud se agolpaba en torno del altar mayor,
atendiendo a los divinos oficios. Jacinto y Marcos volvieron a seguir a la dama
de negro traje, y la vieron, ¿o creyeron verla?, que entraba en una de las capillas,
la del conde de Trava; pero pronto se cercioraron de que no se encontraba allí:
en la capilla no había nadie. Ansiosos, registraron, al pronto, la compacta
muchedumbre, confundiendo a la dama, de lejos, con otras que también vestían
mantilla y negra ropa aterciopelada y golpeada de azabache; después, en todo el
grandioso recinto, ansiosos, cambiando miradas sin cordura, escandalizando a
las viejas, que les arrojaban miradas de reprobación. Al fin, desalentados,
salieron de nuevo al rellano de la escalinata.
-Acaso vale más
así, ¿no te parece? -contestó Marcos, que estaba rojo de cólera. Llévesela
Pateta...
-A mí -repuso
Jacinto- me está sabiendo mal este lance, y me duele la cabeza como si me la
barrenasen con un clavo. No me ha pasado nunca una cosa así. ¡Es bien raro,
bien raro!
-¡Igual a la Soledad ! -reflexionó
Marcos en voz alta. Igual, como dos gotas. Pero ¿qué tiene de particular? La Soledad es obra de un
escultor. La señora esa podrá ser el modelo...
-No, pues yo
-insistió Marcos- no renuncio a saber... No será un fantasma, no será un duende
tal mujer. Es de carne y hueso, y siguiendo la pista...
Calenturientos,
empezaron sus averiguaciones, que no dieron resultado alguno. Nadie sabía dar
razón de la mujer pálida, que tanto se parecía a la Virgen de la Soledad. Marcos
acabaría por renunciar, si Jacinto no continuase preocupadísimo con la aventura.
No dormía, apenas comía y empezaba a temerse que diese en maniático, cuando le
acometió una de aquellas fiebres que en Estela ha segado tantas vidas de
estudiantes, decíase que por contagio de ciertas aguas, Marcos avisó a la madre
del mozo, que acudió transida. Su hijo deliraba: deliraba siempre con la mujer
vestida de negro. Marcos tuvo que enterar a la madre de lo que había pasado.
-¡Dios mío!
-exclamó la madre súbitamente. ¡Y yo, que en pocas palabras podía quitarle al
pobre la aprensión! Esa señora que tanto se parece a la Soledad es hermana de un
señor que vive con ella en una casa de campo, llamada de la Sabugosa. Es muy
hermosa, y todos los años, en Semana Santa, viene a rezar a la Virgen. Toma la
diligencia, hace sus devociones y se vuelve. La cosa más sencilla y más natural
del mundo. ¡Hijo de mi alma! ¡Qué se le ha ido a figurar!
Marcos escuchaba
con un sentimiento de pena y de dolor. También creía que Jacinto era víctima de
una idea absurda y de una semejanza fácilmente explicable. Olvidaba que él
también había estado, al principio, medio loco, y hasta pensando en cosas
sobrenaturales.
Cuando Jacinto
empezó a convalecer, quiso su madre afianzar la curación de su espíritu
refiriéndole la historia. Pero el muchacho fue insensible a tal confortante. El
sabía lo que sabía... Y apenas pudo salir a la calle, una tarde
larga y serena de fines de junio, llamó a la puerta del convento de
Franciscanos.
Cuento de la tierra
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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