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sábado, 1 de febrero de 2014

La soledad

Los dos estudiantes se despertaron de óptimo humor; el día estaba magnífico, caso raro en Estela, y decididos a ver mujerío en aquel Jueves Santo en que todas estaban guapísimas, con su indumento negro y sus hereditarias mantillas, se echaron a la calle.
Eran dos muchachos todavía cándidos, criados en un pueblo, en los regazos de sus madres, y que apenas empezaban a contagiarse del calaverismo infantil de los primeros años de su vida escolar. El uno, Jacinto, estudiaba, o cursaba, que más cierto será, Derecho, y el otro, Marcos, Medicina. Ambos tenían buen corazón; Marcos alardeaba de incrédulo, y Jacinto, en cambio, oía misa y al saltar de la cama farfullaba un padrenuestro. Sus familias, que residían en un poblado, les habían llenado la cabeza de prejuicios. Toda mujer que se componía y exhalaba el perfume, no muy refinado, de un jabón más o menos barato, les parecía temible, y, por lo mismo, infinitamente atractiva y deliciosa. Un cierto romanticismo, el correspondiente al retraso mismo de su educación sentimental, les hacía aspirar -a Jacinto especialmente- amores sublimes, con acompañamiento de versos y de exclamaciones enfáticas. Conviene saber todo esto, para comprender el efecto que les causó la extraña aventura.
Apenas salieron de su posada, cada paso que daban fue un encuentro, deleitoso. Figuras femeninas enmantilladas, calzadas hechiceramente, con zapatitos de raso, cuyas galgas ceñían, acariciándolo, el redondo tobillo, cruzaban por los arcaicos soportales, encaminándose a la catedral de Estela, para asistir a los divinos oficios. Pasaban raudas, entre un revuelo de blonda, coqueteando sin reír, y Marcos y Jacinto no tenían tiempo sino de deslumbrarse con el relámpago que vibraban sus ojos, bajo la sombra dulce de los encajes, que aureolaban sus caras -no siempre juveniles. Cogidos del brazo los dos escolares, de súbito se lo apretaron recíprocamente, al ver pasar a una señora de cara oval y pálida y pupilas infinitamente tristes, llenas de expresión, que fijó un instante en el grupo. Ellos se estremecieron; y el estremecimiento parecía transmitirse de los nervios del uno a los del otro.
A un tiempo, en voz baja, se susurraron:
-Yo la he visto ya en alguna parte.
-Yo, lo mismo.
Y ninguno se atrevió a completar el pensamiento. Ninguno era capaz de decir dónde había visto a la descolorida de tan puras y perfectas facciones. Acaso no lo sabían en aquel momento. Lo cierto es que, simultáneamente, experimentaron el impulso de seguirla, equivalente, quizá, a un impulso apasionado. Un anzuelo de oro se les clavaba sin sentirlo. La señora, sin ocuparse de los estudiantes, adelantaba entre las columnas de piedra con viejos y desgastados capiteles, que tan bien encuadraban su aparición. Al salir a la plaza que precede a la escalinata, pudieron los dos mozos fijarse en su vestido negro. Era de ese rico terciopelo casi azul al sol, que se fabricaba en España antiguamente y del cual están vestidas muchas imágenes. El adorno, un azabache de brillo sombrío, mezclado con pasamanería mate, caía con regularidad a ambos lados de la falda. Y este detalle del vestido empezó a inquietar a los dos galanes improvisados. El vestido completaba la impresión de la faz. También habían visto el vestido... De nuevo se apretaron el codo.
-Cada vez más, se me figura...
-Y a mí, chico, y a mí...
Ella ya subía, ágil y grave, los peldaños de la escalinata que gastaron tantas generaciones. Le iban los muchachos a los alcances, y en la meseta superior de la escalinata la dama de negro se volvió y los miró otra vez cara a cara, fija y enigmáticamente. Más que antes, la sensación singular se les impuso. Penosamente, con esa fatiga del esfuerzo vano de la memoria, discurrieron, ¿dónde?, ¿cómo?, y entonces se la tragó el pórtico bizantino y ellos se precipitaron a perseguirla en el templo.
Había entrado en la nave, y, haciendo signos de cruz, se encaminaba al gran altar de la Virgen. Le costaba algún trabajo acercarse, porque estaba atestado de fieles la capilla, y se oía el rumoreo de las Salves murmuradas, bisbiseadas, ante la imagen. Ésta se erguía, rígida bajo su manteo negro, con el único puñal clavado en el lugar del corazón. Al fin consiguió la dama llegar al pie del altar, y tras ella fueron deslizándose los dos muchachos, que se situaron, como automáticamente, a su izquierda y a su derecha. Y cuando ella alzó el mirar hacia la efigie, los galanes la imitaron, y un gesto mudo de asombro los inmovilizó. La revelación los paralizaba. No hubiesen sabido decir cuál era la imagen, ni si estaba en el altar, o al lado de ellos, envuelta en su mantilla. Ya comprendían el origen de su persuasión de conocer a aquella dama.
Semejanza tal, en tal grado, tenía mucho de terrible. Con una ojeada se comunicaron su miedo. Entre tanto, la mujer oraba. Sus labios se movían y sus manos, cruzadas, enclavijadas, exageraban el parecido con la Señora de la Soledad. Terminada la oración, volvía a deslizarse entre el gentío, y salió a las naves laterales, que rodean capillas, velados, en tal día y momento, sus retablos por paños de luto, y casi vacías, porque la multitud se agolpaba en torno del altar mayor, atendiendo a los divinos oficios. Jacinto y Marcos volvieron a seguir a la dama de negro traje, y la vieron, ¿o creyeron verla?, que entraba en una de las capillas, la del conde de Trava; pero pronto se cercioraron de que no se encontraba allí: en la capilla no había nadie. Ansiosos, registraron, al pronto, la compacta muchedumbre, confundiendo a la dama, de lejos, con otras que también vestían mantilla y negra ropa aterciopelada y golpeada de azabache; después, en todo el grandioso recinto, ansiosos, cambiando miradas sin cordura, escandalizando a las viejas, que les arrojaban miradas de reprobación. Al fin, desalentados, salieron de nuevo al rellano de la escalinata.
-¡La hemos perdido! -exclamó Jacinto, atónito, amarillo como un cirio del monumento.
-Acaso vale más así, ¿no te parece? -contestó Marcos, que estaba rojo de cólera. Llévesela Pateta...
-A mí -repuso Jacinto- me está sabiendo mal este lance, y me duele la cabeza como si me la barrenasen con un clavo. No me ha pasado nunca una cosa así. ¡Es bien raro, bien raro!
-¡Igual a la Soledad! -reflexionó Marcos en voz alta. Igual, como dos gotas. Pero ¿qué tiene de particular? La Soledad es obra de un escultor. La señora esa podrá ser el modelo...
Jacinto protestó:
-¡Qué modelo! Algo más andaba en el asunto.
-No, pues yo -insistió Marcos- no renuncio a saber... No será un fantasma, no será un duende tal mujer. Es de carne y hueso, y siguiendo la pista...
Calenturientos, empezaron sus averiguaciones, que no dieron resultado alguno. Nadie sabía dar razón de la mujer pálida, que tanto se parecía a la Virgen de la Soledad. Marcos acabaría por renunciar, si Jacinto no continuase preocupadísimo con la aventura. No dormía, apenas comía y empezaba a temerse que diese en maniático, cuando le acometió una de aquellas fiebres que en Estela ha segado tantas vidas de estudiantes, decíase que por contagio de ciertas aguas, Marcos avisó a la madre del mozo, que acudió transida. Su hijo deliraba: deliraba siempre con la mujer vestida de negro. Marcos tuvo que enterar a la madre de lo que había pasado.
-Le hizo impresión... Un parecido tan raro... Un caso tan nunca visto...
-¡Dios mío! -exclamó la madre súbitamente. ¡Y yo, que en pocas palabras podía quitarle al pobre la aprensión! Esa señora que tanto se parece a la Soledad es hermana de un señor que vive con ella en una casa de campo, llamada de la Sabugosa. Es muy hermosa, y todos los años, en Semana Santa, viene a rezar a la Virgen. Toma la diligencia, hace sus devociones y se vuelve. La cosa más sencilla y más natural del mundo. ¡Hijo de mi alma! ¡Qué se le ha ido a figurar!
Marcos escuchaba con un sentimiento de pena y de dolor. También creía que Jacinto era víctima de una idea absurda y de una semejanza fácilmente explicable. Olvidaba que él también había estado, al principio, medio loco, y hasta pensando en cosas sobrenaturales.
Cuando Jacinto empezó a convalecer, quiso su madre afianzar la curación de su espíritu refiriéndole la historia. Pero el muchacho fue insensible a tal confortante. El sabía lo que sabía... Y apenas pudo salir a la calle, una tarde larga y serena de fines de junio, llamó a la puerta del convento de Franciscanos.

Cuento de la tierra

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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