El mayor mal que puede sobrevenir a un ser naturalmente estúpido, es
adquirir de pronto los dones de la inteligencia. Si lo dudáis, os referiré la
aventura de un pavo, del cual, si se descuida, no quedarían ni huesos, porque
los huesos de pavo son muy gratos a los canes.
En este pavo de mi cuento existía, por lo menos, el instinto de
conocerse y saber que, inteligencia, no la tenía. Y es cosa poco común, pues la
inmensa mayoría de los pavos se juzga muy avisada, y se hincha y robumba de
orgullo, por tan ventajosa opinión de sí propia.
Nuestro héroe, al contrario, conocía, como conoció la abutarda el pesado
volar de sus hijos, que no le unía a Salomón lazo alguno; que era tonto perdido
desde el día de nacer. Y como la humildad es el reducto en que se abroquelan
los tontos, o mejor dicho, en que debieran abroquelarse, nuestro pavo,
humildemente, determinó pedir a quien fuese más que él y que todos, que le
hiciese, de la noche a la mañana, brotar talento. Su ruego se dirigió al Niño
Jesús, que se veneraba en la casa cuyo corral habitaba el pavo. Sabía que el
Niño puede proteger al que le implora, y que a la tía Carmela, guardiana del
corral, en más de una ocasión el Niño la sacó de graves apuros. Era, además, tan
lindo y gentil el divino Infante, que atraía y convidaba a pedirle favores.
Caía, pues, la cresta; entornando los ojos bajo la azul membrana que los
protegía, el pavo se acercó a la urna en que el Niño vestido de rancia seda
blanca, alzando en la diestra su mundillo de plata que tiene por remate una
cruz, derramaba la gracia de su faz riente y la bondad de sus ojos de vidrio
sobre la pobre casa y sus moradores. Y el Niño, recordando que Francisco, el de
Asís, miró como a hermanos inferiores a los irracionales, sintió un movimiento
de simpatía hacia la gallinácea destinada a saciar la glotonería de los
humanos, y quiso atender a su súplica.
Mas cuando supo lo que pedía el pavo, la manezuela regordeta que ya iba
a bajarse concediendo, se alzó otra vez, y en el lenguaje del misterio, el Niño
dijo al pavo:
-Pero ¿tú has pensado bien lo que solicitas?
Como el pavo insistiese en su demanda, el Nene porfió. La inteligencia,
para un pavo, era igual que la hermosura para una almeja: ¡don inútil, y tal
vez hasta funesto! Mas el peticionario insistió: ¡quería a toda costa aquella
cualidad que tanto se alaba en el hombre! Y entonces, Jesusín otorgó...
Sintió el pavo como si dentro de su cabeza se encendiese viva luz. Todo
lo vio claro y con realce. Él era un volátil torpe a quien mantenían en un
corral, echándole todos los días el sustento, sin que se le impusiese otra
obligación ni otro trabajo sino ir engordando y descansar. Sus congéneres, los
demás pavos, estaban en igual caso, y, sin meterse en más averiguaciones,
picaban el grano, devoraban el cocimiento de salvado, glugluteaban satisfechos,
hacían la rueda, cortejaban a las pavas y dormían sueños largos, en la tibieza
del cobijadero que les abrigaba de noche. Nuestro héroe, dotado ya de la
facultad de comprender, comprendió que los demás pavos eran felices. En cuanto
a él..., variaba: vivía inquieto, en continua ansiedad, en incesante
sobresalto, cavilando en lo que podría sucederle, después de aquella regalona
existencia, y si duraría. Poco tardó en adquirir noticias respecto a este
extremo. Palabras sueltas de la guardiana, conversaciones con las vecinas, le
ilustraron. La señá Carmela solía gruñir entre dientes:
-Híspete, pavo, que mañana te pelan... Tú veras, cuando la Navidá llegue...
Y si bien nuestro héroe, con entendimiento y todo, no podía hablar, ni
preguntar qué pasaría cuando la
Navidad llegase, bien se le alcanzaba que cosa buena no podía
ser. No; tenía que ser muy mala, muy cruel, muy terrible. Esta convicción se
fortaleció cuando, al acercarse la anunciada época de Navidad, notó el pavo que
a él y a sus compañeros les imponían un régimen extraordinario, inexplicable.
¿A qué venía, me quieren ustedes decir, tanto atracarles de bolitas de pan, y
después, tanto introducirles bárbaramente en el gañote nueces enteras con su
cáscara, duras como guijarros, y progresando en el número hasta llegar a veinte
diarias? Nuestro protagonista creía sentir que se le rajaba el buche. «Jamás
las digeriré», pensaba, sofocándose. Y al cabo las digería, pero pasaba el día entero
presa de entorpecimiento y modorra, cual los hombres que sufren dilatación
gástrica...
Una mañana, cuando acababan de administrarle la vigésima nuez, entró una
vecina, la cacharrera de al lado, y dijo a la señá Carmela:
-¿Tié usté un pavo listo ya? ¿Bien cebadito? Me ha encargao de buscarlo
el cocinero del señor marqués... Es pa la cena de Navidá. Ha de ser cosa de
satisfacción.
-Aquí hay uno que paece un tocino... Mírelo usté, y tómelo al peso...
Y cogiendo a nuestro héroe por las patas, a pesar de una desesperada
resistencia, sopló la mujer sobre el plumaje de los zancos, para hacer ver la
piel estallante de grasa.
-No paece malo -declaró la cacharrera. Le pediremos cuatro pesos, y
usté me da a mí un par de pesetillas...
-Y el cocinero le pone seis duros al señor marqués... y arza -repuso la
señá Carmela.
A nuestro pavo se le había cubierto de lividez la cresta, el moco y las
carúnculas; al dejarlo en tierra la señá Carmela, apenas podía tenerse en las
patas. Había comprendido perfectamente, puesto, que tenía la facultad de
comprender. Iban a venderle para degollarle y devorar sus restos. ¡Horrible
destino!
Nada podía hacer para evitarlo. ¿Huir del corral? ¿Esconderse? ¿Y adónde
iba? Por todas partes le acompañaría como una sentencia de muerte su gordura,
su fatal grasa fina, de ave de lujo. El primero que le atrapase, le retorcería
el pescuezo y le pondría a asar. No había escape. Su suerte sería la misma de
sus compañeros..., sólo que éstos ignoraban el triste sino, y la víspera de su
degollación comerían con el mismo apetito la ración de salvado, y tragarían las
duras nueces, sin protesta.
Entonces conoció nuestro pavo por qué le decía Jesús, con su risa de
hoyuelos:
-Pero, ¿tú sabes lo que pides?
Y revistiéndose nuevamente de humildad, logró entrar en la salita donde
se alzaba la urna, y su muda plegaria se elevó hasta la dulce imagen. El Niño
ya sabía de lo que se trataba. Comprendía la tragedia interior de la
desventurada ave, que, a diferencia de las demás de su especie, sabía, sabía de
la ceba, del agudo cuchillo, e iba a saber del impío rellenamiento, del horno
ardiente, del nuevo despedazamiento en una mesa donde se ríe y se bebe champán,
masticando la pechuga blanca del ave mísera. Piadoso, Jesús bajó de nuevo la
mano, y murmuró:
-Ve en paz. No temas.
Se fue el pavo, consolado, tranquilo, porque en él había surgido una
fuerza admirable, un resorte desconocido, ¡la fe! ¡Y la fe es buena hasta para
los pavos, y es más fuerte que el cuchillo y que el horno! El pavo no temía,
puesto que el Niño le ordenaba que no temiese.
Eran, sin embargo, para dar pavor las circunstancias. Le habían cogido
en el corral y trasladado a las cocinas del marqués. Y allí, su futuro verdugo,
el pinche, se dedicaba a hacerle absorber tragos de aguardiente, alternando con
él en la tarea. Poco a poco, la embriaguez se apoderaba de nuestro pavo. Sus
pasos eran vacilantes, su cresta despedía fuego. Un vértigo le confundía.
En medio de este vértigo, parecíale sufrir una transformación. Sus
miembros perdían la elasticidad. Poco a poco, en vez de pavo de carne, se
convertía en pavo de cartón iluminado, muy bien modelado, sostenido en dos
patitas de alambre. Y oía exclamaciones de furor en la cocina. El jefe reñía
colérico al pinche.
-A ver qué has hecho del pavo. So curda. ¡Lo has tomado y lo dejaste
escapar!
Y casi al mismo tiempo, la doncella gritaba:
-¡Habrase visto! ¡Pues no se han traído aquí el pavito de Belén! ¡Vente,
monín, que voy a llevarte a tu sitio!
Momentos después nuestro pavo, acartonado completamente, inmóvil,
reposaba al pie del Niño Dios, que, entre sus pañales, bendecía a los pastores,
y aceptaba los dones de los Reyes Magos. Salvado del suplicio, salvado de que
triturasen sus carnes dientes glotones, el pavo miraba con infinito
reconocimiento al Infante divino. Encontraba que estar allí, a sus piececillos,
bajo el hálito pacífico del buey y de la mula; ser uno más en el sacro
bestiario, era una suerte mejor que la de antes, una suerte feliz. ¡Aleluya!
«Voluntad»,
núm. 5, 15 de diciembre de 1919
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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