Las cuatro de la tarde ya y aún no se ha levantado un soplo de brisa. El
calor solar, que agrieta la tierra, derrite y liquida a los negruzcos segadores
encorvados sobre el mar de oro de la mies sazonada. Uno sobre todo, Selmo, que por primera vez se dedica
a tan ruda faena, siéntese desfallecer: el sudor se enfría en sus sienes y un
vértigo paraliza su corazón.
¡Ay, si no fuese la vergüenza! ¡Qué dirán los compañeros si tira la hoz
y se echa al surco!
Ya se han reído de él a carcajadas porque se abalanzó al botijón vacío
que los demás habían apurado...
Maquinalmente, el brazo derecho de Anselmo baja y sube; reluce la hoz,
aplomando mies, descubriendo la tierra negra y requemada, sobre la cual, al
desaparecer el trigo que las amparaba, languidecen y se agostan aprisa las
amapolas sangrientas y la manzanilla de acre perfume. La terca voluntad del
segadorcillo mueve el brazo; pero un sufrimiento cada vez mayor hace doloroso
el esfuerzo.
Se asfixia; lo que respira es fuego, lluvia de brasas que le calcina la
boca y le retuesta los pulmones. ¿A que se deja caer? ¿A que rompe a llorar?
Tímidamente, a hurtadas, como el que comete un delito, se dirige al
segador más próximo:
-¿No trairán agua? Tú, di, ¿no trairán?
-¡Suerte has tenido, borrego! Ahí viene justo con ella La
Sordica...
Anselmo alza la cabeza, y, a lo lejos sobre un horizonte de un amarillo
anaranjado, cegador, ve recortarse la figura airosa de la mozuela, portadora
del odre, cuya sola vista le refrigera el alma.
De la fuente de los Almendrucos es el agua cristalina que La
Sordica trae; agua más helada cuanto más ardorosa es
la temperatura; sorbete que la
Naturaleza preparó allá en sus misteriosos laboratorios, para
consolar al trabajador en los crueles días caniculares.
¡Si Anselmo no se contiene al encuentro de la zagala, saltaría, a manera
de corzo, cuando ventea el manantial cercano!
Como si La Sordica
adivinase dónde estaba el más sediento, el más ansioso de aquellos
desheredados, recta venía hacia Anselmo, gallardamente enhiesta para sostener
el odre mejor, y en la mano una cantarita de añadidura, una cantarita de barro
salpicada de divinas gotas de humedad, que a la luz del sol relucían como
sueltos brillantes...
Y llegándose al segador novicio -leyendo en su cara amortecida la
necesidad- le tendió la cantarita, a la cual pegó Anselmo los labios con un
suspiro violento, que parecía un sollozo...
Al anochecer, cuando los enormes carros iban camino de las eras,
cargados de gavillas, Selmo y La
Sordica volvían juntos, por la senda que rodea el
lugar; y el mozo decía a la zagala, muy cerca del oído, sin duda a causa del
defectillo que declara el apodo:
-Na, mujer; en la chola se ma ha metío y en el querer muy aentro... Tú
vas a ser mi novia... No me des un esaire, borrega, que me gustas más que el
agua de tu cantarita...
La ilustración artística núm. 887, 189
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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