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martes, 20 de agosto de 2013

Por mandato del lucio...

Erase un pobre campesino que, por mucho que se afanaba y trabajaba, nunca salía de su miseria.
«Triste suerte la mía -decía para sus adentros. Me mato dia­riamente a trabajar y estoy medio muerto de hambre. En cambio mi vecino, que se pasa la vida tumbado, tiene una gran hacienda y el dinero se le viene a las manos. Quizá haya disgustado a Dios involuntariamente. Voy a pasarme día y noche rogándole para que tenga misericordia de mí.»
Tal como lo pensó, así lo hizo. Se pasaba los días ayunando. entregado a la oración. Llegó el día de la fiesta mayor, tocaron a misa, y el pobre hombre se dijo:
-Toda la gente celebrará la fiesta con una buena mesa, y yo no tengo ni un bocado que llevarme a la boca. Iré a buscar agua y la tomaré haciéndome a la idea de que es sopa.
Agarró un cubo, fue al pozo y, nada más arrojar el cubo al agua. cayó en él un lucio grandísimo.
-¡Ya tengo con qué celebrar la fiesta! -exclamó el hombre muy contento.
Pero en esto le habló el lucio con palabra humana:
-Devuélveme la libertad, buen hombre, y yo haré tu suerte: verás realizados todos tus deseos. Te bastará decir: «Por mandato del lucio, por bendición divina, quiero tal y tal cosa», y aparecerá lo que hayas deseado.
El pobre campesino soltó al lucio en el pozo, volvió a su isba y dijo sentándose a la mesa:
-Por mandato del lucio, por bendición divina, que la mesa esté servida y la comida lista.
Al instante se cubrió la mesa de bebidas y manjares tan exqui­sitos como para brindárselos sin reparo a un zar. El campesino se santiguó.
-¡Alabado sea Dios! También puedo yo celebrar el final de la vigilia.
Fue a la iglesia a maitines, asistió al oficio de las doce, volvió a su casa, comió y bebió de cuanto había sobre la mesa, salió a la calle y tomó asiento en el banco que había junto al portón.
La zarevna andaba entonces por las calles, acompañada de sus ayas y sus doncellas, dando limosna a los pobres para santificar la fiesta del señor. Socorrió a todos, pero se olvidó de aquel cam­pesino.
Entonces él dijo para sus adentros:
-Por mandato del lucio, por bendición divina, que la zarevna quede preñada y tenga un hijo.
Por la fuerza de esas palabras, la zarevna quedó instantánea­mente preñada y, a los nueve meses, dio a luz un hijo. El padre la interrogó con gran indignación.
-¡Confiésame con quién has pecado! -exigía.
Pero la zarevna sólo podía llorar y jurar por todos los santos que ella no había pecado con nadie:
-¡No alcanzo a comprender por qué me ha castigado Dios así?
Por más que insistió, el zar no pudo arrancarle otra palabra.
Entre tanto, el niño crecía a ojos vistas. A la semana, empezó a hablar. Entonces el zar convocó a todos los boyarlos y los perso­najes del reino para ir presentándoselos al niño por si reconocía a su padre. Pero no; el niño callaba, sin llamar padre a nadie.
El zar ordenó a las ayass y las doncellas que llevaran al niño de casa en casa, por todas las calles, para que vieraa a todos los hom­bres, casados o no, de cualquier condición que fueran.
Las ayas y las doncellas llevaron a la criatura por todas las ca­sas, por todas las calles, anda que te anda, sin que el niño dijera una palabra. Se acercaron por fin a la casucha del campesino po­bre. Apenas le vio el niño, adelantó sus bracitos gritando:
-¡Padre!, ¡padre!
Informado el zar, ordenó que condujeran a aquel campesino pobre a palacio, y allí exigió:
-Confiesa la verdad: ¿es tuyo este niño?
-No, que es de Dios.
Indignado, el zar casó al campesino con la zarevna. Nada más terminar la ceremonia, ordenó que los metieran a los dos y al niño en un gran barril embreado, y que arrojaran el barril al mar.
Empujado por vientos tormentosos, el barril bogó sobre el mar hasta quedar varado en una costa lejana. Al notar el campesino que el agua no mecía ya el barril, murmuró:
-Por mandato del lucio, por bendición divina, que se desba­rate el barril en tierra firme.
Se desbarató el barril, ellos salieron a tierra firme y echaron a andar a la buena de Dios. Con tanto andar, sin comer ni beber, la zarevna estaba extenuada y apenas podía arrastrar los pies.
-¿Qué? -preguntó el campesino pobre. ¿Sabes ahora ya lo que es el hambre y lo que es la sed?
-Sí, sí; ya lo sé.
-Pues ya sabes lo que padece la gente pobre. ¡Y tú no quisis­te darme una limosna el día de la fiesta del Señor!
Luego murmuró:
-Por mandato del lucio, por bendición divina, que aparezca un rico palacio sin igual en el mundo, con jardines, estanques y todas las dependencias necesarias...
No había terminado de formular el deseo, cuando apareció un rico palacio. Acudieron muchos servidores que los condujeron a las salas de mármol donde esperaban las mesas servidas. Las salas estaban maravillosa-mente amuebladas y adornadas, y las mesas cubiertas de manjares, bebidas y dulces. El pobre y la zarevna co­mieron, bebieron, descansaron un poco y salieron al jardín.
-Todo estaría perfecto -dijo la zarevna, si no fuera por­que no hay ni una sola ave sobre nuestro estanque.
-Las habrá, no te preocupes -dijo el pobre, y murmuró: Por mandado del lucio, por bendición divina, que aparezcan sobre este estanque doce ocas y un ganso con todo el plumaje hecho mitad de plumas de oro y mitad de plumas de plata y que el ganso tenga una moña de brillantes.
Al instante aparecieron sobre el agua doce ocas y un ganso con la mitad de las plumas de oro y la otra mitad de plata. Además, el ganso tenía una moña de brillantes coronándole la cabeza.
De este modo fue viviendo la zarevna sin penas ni sufrimientos al lado de su marido, mientras su hijo crecía. Se hizo mayor, notó que rebosaba fuerza y les pidió a sus padres permiso para recorrer mundo y buscarse una prometida.
-Que Dios te acompañe, hijo -dijeron los padres.
El joven ensilló su recio caballo y se puso en camino. Al cabo de algún tiempo se encontró con una viejecilla.
-Hola, zarévich ruso. ¿Hacia dónde vas?
-Pues voy a buscar una novia, abuela, aunque no sé hacia dónde tirar.
-Yo te lo diré, hijito. Cruza el mar hasta el más remoto de los reinos, y allá encontrarás a una princesita tan linda, que no ha­llarías otra mejor ni aun recorriendo el mundo entero.
El joven le dio las gracias a la anciana, fue al muelle, fletó un barco y puso proa hacia el más remoto de los reinos.
Navegó por el mar -no sé si poco o mucho, porque las cosas se cuentan de prisa, pero se hacen despacio-, hasta que llegó al reino que buscaba, compareció ante el rey y le pidió la mano de su hija.
-No eres el único que aspira a su mano -le dijo el rey-: tam­bién la solicita un bogatir muy poderoso. Si le rechazamos, asolará todo el estado.
-Y si me rechazáis a mí, yo lo asolaré.
-¿Qué estás diciendo? Mejor será que midáis vuestras fuer­zas. Al que venza, yo le concederé la mano de mi hija.
-De acuerdo. Ya puedes invitar a todos los zares y los zarévi­ches, a todos los reyes y todos los príncipes para que vengan a pre­senciar una lid honrada y a celebrar la boda.
Emisarios y corredores partieron inmediatamente en todas di­recciones y, antes de que transcurriera un año, se habían reunido allí los zares y los zaréviches, los reyes y los príncipes de todas las tierras vecinas. También acudió el zar que mandó encerrar a su hi­ja en un barril y arrojarlo al mar. El día convenido, los bogatires se alinearon para una lucha que sólo podía terminar con la muerte del adversario. Lucharon con denuedo. Sus golpes hacían gemir la tierra, doblarse los bosques y agitarse los ríos. El hijo de la zarevna venció a su adversario, cercenándole la altiva cabeza.
Acudieron los nobles cortesanos, agarraron al valeroso joven por los brazos y le llevaron a palacio. Al día siguiente se desposó con la princesa y, cuando terminaron los festejos, invitó a todos los zares y los zaréviches, a todos los reyes y los príncipes allí pre­sentes a que fueran a casa de sus padres. Todos aceptaron, apres­taron un barco y se hicieron a la mar.
Cuando llegaron, la zarevna y su esposo acogieron dignamente a los visitantes, organizando banquetes y festejos en honor suyo. Los zares y los zaréviches, los reyes y los príncipes contemplaban admirados el palacio y los jardines porque en ninguna parte habían visto nada igual. Pero lo que más les maravilló fueron las ocas y el ganso: por una oca de aquéllas se podía dar medio reino.
Después de haberlo pasado muy bien, los visitantes se dispu­sieron a partir. Pero, antes de que llegasen al muelle, les dieron alcance unos veloces mensajeros.
-Nuestro señor les ruega que vuelvan -dijeron. Quiere mantener con ustedes un consejo secreto.
Los zares y los zaréviches, los reyes y los príncipes volvieron sobre sus pasos. Su anfitrión los recibió diciendo:
-Lo que ha sucedido no debía ocurrir entre personas dignas: ha desaparecido una oca, y eso no ha podido hacerlo sino uno de vosotros.
-¿Qué estás diciendo? -replicaron los zares y los zaréviches. los reyes y los príncipes-. Esa es una afirmación muy arriesgada. Regístranos uno por uno. Si alguien tiene la oca, haces con él lo que te parezca. Si no la encuentras, te costará la cabeza.
-De acuerdo -aceptó el señor del palacio.
Y se puso a registrarlos uno por uno. Cuando le llegó la vez al padre de la zarevna, murmuró:
-Por mandato del lucio, por bendición divina, que este zar lleve la oca atada debajo del kaftán.
Le entreabrió entonces el kaftán, y allí estaba atada una de las ocas que tenía la mitad de las plumas de plata y la otra mitad de oro.
Todos los demás se echaron a reír:
-¡Ja-ja-ja! ¡Qué tiempos estos! Incluso los zares empiezan a ro­bar...
El padre de la zarevna juraba por todos los santos que ni si­quiera le había pasado por la imaginación la idea de robar la oca y que no se imaginaba cómo podía estar allí.
-¡Eso son cuentos! Si la tenías tú, tú eres el culpable.
Pero entonces salió la zarevna, se arrojó a los pies del padre y confesó que era su hija, la que casó con un pobre campesino y luego arrojó al mar metida en un barril.
-Bátiushka: tú no quisiste entonces dar crédito a mis palabras, pero ahora has comprobado por ti mismo que una persona puede parecer culpable aunque no lo sea.
Le refirió todo lo que había sucedido, y desde entonces vivie­ron todos juntos, contentos y felices, en la opulencia y sin padeci­mientos.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

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