Eranse
dos ricos mercaderes que vivían el uno en Moscú y el otro en Kíev. Como se
entrevistaban a menudo para sus negocios, habían hecho amistad y compartían el
pan y la sal.
En cierta
ocasión, fue el mercader de Kíev a Moscú, visitó a su amigo y le dijo:
-Dios me
ha concedido una gran merced: mi mujer ha traído un hijo al mundo.
-Pues
nosotros hemos tenido una hija -contestó el mercader moscovita.
-Choquemos
las manos. Yo tengo un hijo, tú tienes una hija... ¡Ya está la pareja! Cuando
crezcan, podremos emparentar casándolos.
-De
acuerdo. Pero esto no se puede hacer a la ligera. ¿Quién nos dice que tu hijo
no rechazará luego a la novia? Tendrás que darme veinte mil rublos de arras.
-¿Y si de
pronto se muriese tu hija? -Entonces te devolvería el dinero.
El
mercader de Kíev sacó veinte mil rublos y se los entregó al de Moscú. Este
volvió a su casa y le dijo a su mujer:
-¿Sabes
una cosa? He prometido en matrimonio a nuestra hija.
La mujer
se quedó de una pieza.
-¿Qué
dices? ¿Te has vuelto loco? Pero si todavía está en la cuna...
-¿Y eso
qué importa? De todas maneras, la he prometido en matrimonio. Aquí están las
arras: veinte mil rublos.
Bueno,
pues siguieron viviendo los mercaderes cada cual en su ciudad, sin visitarse
ya, debido a la distancia y a que la marcha de los negocios no les permitía
ausentarse.
Entre
tanto crecían los niños, y si el hijo del uno era hermoso, la hija del otro lo
era todavía más.
Así
transcurrieron dieciocho años y, viendo que no tenía la menor noticia de su
viejo conocido, el mercader moscovita concedió la mano de su hija a un coronel.
Precisamente
por entonces llamó el mercader de Kíev a su hijo para decirle:
-Ve a
Moscú y allí verás un lago y, en ese lago, un lazo con liga que puse yo en
tiempos. Si ha caído una pata en el lazo, llévatela. Si no ha caído, retira el
lazo y traételo.
El hijo
del mercader hizo sus preparativos y marchó para Moscú. Al cabo de mucho
tiempo, cuando estaba ya cerca y sólo le quedaba una jornada de camino, se
encontró ante un río que debía cruzar. Pero el puente que había sólo estaba
entarimado hasta la mitad.
Sucedió
que también el coronel seguía el mismo camino. Llegó al puente y no sabía cómo
cruzar al otro lado del río. Entonces vio al hijo del mercader y le preguntó:
-¿Adónde
vas?
-A Moscú.
-¿Qué
menester te lleva?
-Hay allí
un lago donde mi padre colocó un lazo con liga hace dieciocho años y ahora me
envía con el recado de ver si ha caído una pata en el lazo. Si ha caído, debo
llevármela. Si no ha caído, debo retirar el lazo y volver con él.
«¡Qué
raro! -se dijo el coronel. ¿Cómo puede aguantar un lazo dieciocho años? Y aun
en el caso de que aguantara, ¿cómo puede vivir tanto tiempo una pata?»
Estuvo
dándole más y más vueltas al asunto, pero sin encontrarle solución. Al cabo
preguntó:
-¿Cómo
vamos a cruzar el río?
-Yo
conduciré el carro hacia atrás -contestó el hijo del mercader, y les hizo dar
media vuelta a los caballos.
De esta
manera llegó hasta la mitad del puente y se puso a entarimar la otra mitad con
las tablas por donde había pasado ya. Así alcanzó la orilla opuesta del río y
el coronel aprovechó para pasar al mismo tiempo. Cuando llegaron a la ciudad,
le preguntó el coronel al hijo del mercader:
-¿Dónde
vas a hospedarte?
-En la
casa donde puede verse la primavera y el invierno en el portón.
Se
despidieron, y cada cual tiró para un lado. El hijo del mercader encontró
albergue en casa de una pobre vieja y el coronel se dirigió a la de su
prometida. Allí le agasajaron muy bien y empezaron a preguntarle cómo había
hecho el viaje.
-Pues me
he encontrado con el hijo de un mercader-refirió- y le pregunté qué menester le
traía a Moscú. Me contestó que venía a un lago donde su padre colocó un lazo
con liga hace dieciocho años. Y ahora le enviaba con el siguiente recado: «Si
ha caído una pata en el lazo, llévatela. Si no ha caído, retira el lazo y
tráetelo.» A todo esto, teníamos que cruzar un río, pero el puente sólo estaba
entarimado hasta la mitad. Yo me puse a cavilar cómo pasaría a la otra orilla,
pero el hijo del mercader encontró en seguida la solución: condujo el carro
hacia atrás y fue entarimando la otra mitad del puente con las tablas por donde
había pasado ya. Y también me pasó a mí.
-¿Dónde
se ha hospedado? -preguntó la prometida.
-En una
casa donde puede verse la primavera y el invierno en el portón.
La hija
del mercader se retiró al instante a su habitación, llamó a una sirvienta y le
dijo:
-Toma una
orza de leche, una hogaza de pan y un cestillo de huevos. Bébete un poco de leche
de la orza, empieza la hogaza y cómete un huevo del cestillo. Luego busca la
casa donde haya un manojo de hierba y otro de heno atados al portón. Allí
encontrarás al hijo de un mercader. Dale el pan, la leche y los huevos y
pregúntale si el mar llega hasta las orillas de siempre o ha descendido, si hay
luna llena o menguante y si las estrellas están todas en el cielo o se ha caído
alguna.
Se
presentó la criada al hijo del mercader, le hizo entrega de los presentes que
traía y le preguntó:
-¿Llega
el mar hasta las orillas de siempre o ha descendido? -Ha descendido.
-¿Hay
luna llena o menguante?
-Menguante.
-¿Están
todas las estrellas en el cielo?
-No. Una
se ha caído.
Volvió la
criada a casa del mercader y le refirió a la hija aquellas respuestas.
-Bátiushka
-dijo entonces la hija del mercader a su padre, el prometido que queréis darme
no lo puedo aceptar, pues tengo otro hace mucho tiempo. Usted y su padre
chocaron las manos cuando así lo concertaron.
En
seguida mandaron en busca del prometido verdadero, se preparó la boda,
celebrándola con un gran banquete, y al coronel le despidieron.
En la
boda estuve yo también. Bebí vino, bebí hidromiel, pero me corrió por el bigote
sin entrarme en el gañote.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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