En el
Moscú de piedra blanca vivía un muchacho que estaba de criado en una casa.
Quiso volver a su aldea durante el verano y le pidió la cuenta a su amo. Aunque
la verdad es que no cobró mucho: una moneda de medio rublo en todo y por todo.
Agarró el
muchacho su moneda y se dirigió hacia la Puerta de Kaluga, por donde pensaba salir de la
ciudad, cuando vio a un pobre ciego que pedía limosna por amor de Dios, sentado
en el terraplén. Al muchacho le dio pena y, después de pensarlo mucho, le
tendió al ciego la moneda diciendo:
-Esto,
abuelo, es una moneda de cincuenta kópeks. Quédate con dos por amor de Dios, y
devuélveme cuarenta y ocho.
El ciego
metió la moneda en su bolso y siguió con la misma cantinela:
-Por
Cristo, nuestro Señor, una limosna para este pobre ciego...
-¡Eh,
viejo! Dame la vuelta, hombre. Pero él como si no oyera.
-No te
preocupes, hijo. El sol todavía está alto. Me queda tiempo para volver a casa
poquito a poco.
-¿Te has
vuelto sordo? Yo tengo que andarme cuarenta verstas[1] largas y
necesito dinero para el camino.
Aquello
le dolía más que si le hubieran pegado una puñalada.
-¡Viejo
del demonio! Dame la vuelta de mi moneda o lo vas a sentir...
Se puso a
zarandearle de un lado para otro. Entonces el ciego empezó a gritar a voz en
grito:
-¡Al
ladrón! ¡Socorro! ¡Socorro, buenas gentes!
El
muchacho pensó que podía buscarse otro disgusto. Dejó al viejo por imposible.
«Mejor será dejarlo -se dijo. No vaya a ser que, encima, vengan los guardias y
me lleven preso.»
Se apartó
una decena de pasos, o algo más, pero luego se detuvo en medio del camino sin
poder apartar la mirada del mendigo. Y es que sentía mucho haberse quedado sin
el dinero ganado a fuerza de trabajo. Se fijó en que el ciego aquel andaba
apoyado en dos muletas y las tenía entonces tiradas en el suelo, una a cada
lado. El muchacho estaba tan furioso que quería vengarse de algún modo. Y
pensó: «Pues ahora te quito una muleta, y veremos cómo te las arreglas par
volver a tu casa a la pata coja.»
Conque se
acercó muy sigilosamente y le quitó una muleta. El ciego continuó allí un poco
de tiempo, luego levantó la cara y dijo:
-Parece
que el sol no está ya muy alto. Debe ser hora de recogerse. iA ver, muletas
mías, andando para casa!
Tanteó a
los lados: a la izquierda encontró la muleta; pero a la derecha no. «Esta
muleta me tiene ya harto. Nunca la encuentro a la primera.» Siguió palpando a
su alrededor y diciéndose: «Será una broma pesada que me ha gastado alguien.
¡Bah! Con una me arreglaré.» Conque se levantó y echó a andar apoyado en una
sola muleta. El muchacho le siguió.
Anda que
te anda, llegaron ante dos viejas casitas que se alzaban en el lindero de un
soto, a poca distancia de la ciudad. El ciego se acercó a una de ellas y abrió
con una llave que colgaba de su cinto. Apenas vio la puerta de par en par, el
muchacho se coló el primero y fue a sentarse en un banco conteniendo el
aliento. «A ver qué pasa ahora», pensó.
El ciego
entró también, echó la aldabilla por dentro, se volvió hacia el rincón de los
iconos y rezó una plegaria. Luego se quitó el cinto y el gorro y rebuscó algo
debajo de la estufa, trasteando con las sartenes y los agarradores. Al poco
rato sacó de allí un pequeño barril. Lo dejó encima de la mesa y, después de vaciar
su bolso, fue echando en el barrilillo, por una rendija que tenía a un lado, el
dinero recogido aquel día. Mientras lo hacía murmuraba:
-¡Alabado
sea Dios! Por fin he juntado los quinientos. Y gracias al muchacho que me dio
el medio rublo. De no ser por él, habría tenido que pasarme tres días más allí.
Con una
sonrisa maligna, el viejo se sentó en el suelo, abrió las piernas y empezó a
jugar con el barrilillo del dinero, haciéndolo rodar hasta que pegaba contra la
pared y volvía hacia él.
«Le
echaré una mano -pensó el muchacho. Bastante se ha divertido ya el viejo
demonio.» Y, efectivamente, agarró el barrilillo del dinero.
-Parece
que se ha atascado en las patas del banco -murmuró el viejo.
Se puso a
buscar a tientas, y venga a buscar, pero no encontró nada. Entonces se asustó.
Entreabrió la puerta, asomó la cabeza y gritó:
-iPanteléi!
¡Oye, Panteléi! ¡Acércate un momento, hermano!
Apareció
Panteléi, que también era ciego y vivía en la casita de al lado.
-¿Qué
ocurre? -preguntó.
-Pues
verás: estaba haciendo rodar por el suelo el barrilillo del dinero cuando, de
pronto, no sé dónde se ha metido. ¡Quinientos rublos! ¿Te imaginas? ¿Lo habrá
robado alguien? Pero no parece que hubiera nadie aquí.
-Te está
bien empleado -sentenció Panteléi. Con lo viejo que eres y no tienes ni pizca
de sentido común. ¡Mira que ponerte a jugar con el dinero como un niño pequeño!
Ya ves adónde conducen los juegos. Debías haber hecho como yo. También yo tengo
mis quinientos rublos. Pero los he cambiado por billetes y los he cosido en
este gorro viejo. ¿A quién le va a tentar una prenda así?
El
muchacho, que estaba escuchándolo todo, pensó: «¡Vaya, hombre! Me imagino que
no llevas el gorro clavado a la cabeza.»
De manera
que cuando Panteléi entraba en la casa, no hizo más que trasponer el umbral y
el muchacho, izas!, le echó mano al gorro y salió corriendo a todo correr.
Panteléi
pensó que le había quitado el gorro su vecino y le atizó en la jeta diciendo:
-¡Esto no
se hace entre nosotros, hermano! El que hayas perdido tu dinero no es una razón
para que robes a los demás.
Se
agarraron de las greñas el uno al otro y se dieron la gran paliza.
Mientras
ellos peleaban, el muchacho hizo mucho camino. Con el dinero así obtenido se
acomodó muy bien y vivió tan campante.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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