Erase una
vieja que tenía un hijo llamado Lutonia, o Lutóniushka.
Una vez,
en otoño, se puso a hacer matanza con el fin de salar carne para el invierno.
La madre andaba a su alrededor refunfuñando:
-¿Para
qué has matado a tantos animales? ¿Qué vamos a hacer con toda esa carne?
-Deja,
mátushka: la primavera, cuando llega, todo se lo lleva -contestó Lutonia y,
montando en el carro, se fue al bosque a cortar leña.
Precisamente
entonces pasaba por allí un caminante más listo que el hambre. Al oír lo que
hablaban comprendió que la mujer era bastante simple, por no decir tonta, y fue
derechito a ella:
-Hola,
buena mujer.
-Hola,
buen hombre.
-Soy la
primavera, que ha llegado a llevarse lo que habéis preparado.
Encantada,
la mujer le condujo donde estaban las orzas y le llenó un saco de carne. Lo
menos serían ocho puds.
Poco
después volvió el hijo del bosque.
-¿Sabes
que ha estado aquí Primavera, hijito? -le contó la vieja.
-¿Qué
primavera? -preguntó Lutonia, mirándola muy extrañado.
-¿No lo
sabes? El que dijiste que vendría a llevarse la carne. Le he dado un saco
lleno.
-Bueno,
mátushka, adiós -le dijo Lutonia. Me voy por esos mundos. Si encuentro a
alguien más tonta que tú, volveré. De lo contrario, no me esperes.
Conque
Lutonia se marchó por esos mundos.
Entró en
una aldea donde unos carpinteros estaban haciendo una isba. Serraron un tronco
y lo dejaron demasiado corto. Entonces ataron unas cuerdas a los extremos y se
pusieron a tirar en distintas direcciones.
-¿Qué
estáis haciendo?
-Nada:
que hemos dejado corto este tronco y lo queremos estirar.
Riendo,
Lutonia les enseñó cómo se hace un empalme y siguió su camino. En esto vio a unos
hombres recogiendo las mieses en un campo. Pero no utilizaban hoces, sino que
cortaban las espigas una por una con los dientes.
Lutonia
se sorprendió mucho de ver aquello y, además, le dio pena de la gente que tanto
se afanaba. Fue a la herrería, y se fabricó una hoz. Cuando volvió al campo, la
gente se había marchado a almorzar.
«Bueno,
ahora verán cómo se recoge la mies», pensó Lutonia. Segó una gavilla, la ató,
clavó la hoz entre las espigas y se quedó a ver lo que pasaba.
Los
hombres volvieron al campo después de almorzar, vieron la hoz clavada en la
gavilla y empezaron a dar alaridos:
-¡Ay,
Dios mío! ¡Un gusano ha echado a perder las espigas!
Daban
vueltas alrededor de la gavilla sin saber qué hacer ni cómo arrimarse al
gusano. Por fin trajeron una cuerda, engancharon la hoz con un nudo corredizo y
la arrastraron hacia el río.
-¿Cómo lo
tiramos ahora al agua?
Sin
pensarlo mucho, se les ocurrió una idea: ataron un hombre a un tronco, le
dieron un extremo de la cuerda y le echaron al agua.
-Cruza a
la otra orilla -le explicaron, y cuando estés en medio del río tira el gusano
al agua para que se ahogue.
Desgraciadamente,
el tronco dio media vuelta y el hombre se encontró con la cabeza debajo del
agua y los pies al aire.
-¡Muchacho!
-le gritaban desde la orilla. No te preocupes tanto de las albarcas. Si se
mojan, ya las pondrás luego a secar en casa al lado de la estufa.
Y el
hombre acabó ahogándose.
«Estos
estúpidos no tienen arreglo», pensó Lutonia, y se marchó.
Conque
llegó a otra aldea y allí descubrió a una vieja que estaba azotando a una
gallina y le decía:
-¡La muy pendón!
Ha traído al mundo un montón de polluelos y ni siquiera tiene tetas para darles
de mamar...
«Me
parece que ésta es más tonta que mi madre. Creo que debo volver a casa.»
Iba,
efectivamente, ya de vuelta cuando se encontró por el camino con una cuadrilla
de jornaleros que se habían sentado a almorzar.
-¡Buen
provecho!
-Siéntate
con nosotros si gustas.
Terminado
el almuerzo, los jornaleros empezaron a contarse uno por uno para ver si
estaban todos. Pero por muchas veces que contaron, siempre faltaba uno.
-Mira,
muchacho: haz el favor de echarnos una mano. El amo nos ha mandado a diez en la
cuadrilla; pero ahora, por más que contamos y recontamos, siempre falta uno.
-¡Claro!
Y nunca llegaréis a diez mientras el que cuenta no se cuente también él. No le
deis más vueltas: estáis todos.
-Gracias,
buen hombre.
Lutonia
se despidió de ellos y reanudó su marcha. Por fin llegó a su casa y dijo:
-Hola,
mátushka. Aquí me tienes. He vuelto a vivir a tu lado porque, por mucho mundo
que he recorrido, no he encontrado a nadie más listo que tú.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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