En cierto reino, en cierto país,
vivía un campesino. Llegó un día en que le enrolaron como soldado. Al
despedirse de su mujer, que estaba embarazada, le dijo:
-Mujer, procura vivir con decencia,
sin dar qué decir a la gente, gobierna con buen tino nuestra casita y
espérame: si Dios quiere, volveré cuando me den la licencia absoluta. Aquí
tienes cincuenta rublos. Tanto si es una hija como si es un hijo lo que nazca,
guarda este dinero hasta que crezca. Si es una hija, podrás dotarla cuando se
vaya a casar; si es un varón lo que Dios nos concede, también le será de gran
ayuda este dinero cuando sea mayor.
El campesino se despidió de su
mujer y partió hacia el lugar donde debía presentarse.. Al cabo de unos tres
meses, su mujer dio a luz dos niños gemelos y les puso por nombre Iván: los dos
Ivanes, hijos de un soldado.
Los niños empezaron a crecer lo
mismo que sube la masa con buena levadura. Cuando cumplieron diez años, la
madre los puso a estudiar. Progresaron rápidamente, dejando atrás a los hijos
de los boyardos y de los mercaderes, ninguno de los cuales sabía leer, escribir
ni contestar mejor que ellos. Envidiosos, no dejaban pasar día sin pegar o
pellizcar a los mellizos. Hasta que uno de los hermanos le dijo al otro:
-¿Van a estar mucho tiempo
pegándonos y pellizcándonos? Nuestra madre no para de hacernos ropa y
comprarnos gorros, porque todo lo que nos ponemos nos lo hacen trizas nuestros
compañeros. Vamos a ajustarles las cuentas a nuestra manera.
Y decidieron defenderse el uno al
otro y estar siempre juntos. Al día siguiente, los hijos de los boyardos y de los mercaderes empezaron
a meterse con ellos, como siempre; pero los gemelos, hartos de aguantar, se pusieron
a devolver los golpes, y allá fueron: a uno le saltaron un ojo, a otro le
partieron un brazo, al tercero le rompieron la cabeza... A todos los dejaron
maltrechos. En seguida acudieron los guardias, maniataron a los bravos
muchachos y los metieron en la cárcel. El suceso llegó a oídos del zar: hizo comparecer a los gemelos, les
preguntó cómo había ocurrido todo y luego ordenó que los pusieran en libertad.
-Ellos no son culpables -dijo.
Dios ha castigado a los que les provocaron.
Crecidos ya, los dos Ivanes hijos
de un soldado le pidieron a su madre:
-¿No dejó algún dinero nuestro
padre, mátushka? Porque, si algo dejó, podrías dárnoslo para ir a la ciudad y
comprarnos un buen caballo cada uno.
La madre les dio los cincuenta
rublos -veinticinco a cada uno- y les hizo esta recomendación:
-Escuchad, hijos míos: cuando
vayáis camino de la ciudad, saludad a todas las personas con quienes os
crucéis.
-Está bien, madre querida.
-Está bien, madre querida.
Conque partieron los hermanos para
la ciudad y fueron al mercado de caballerías; pero, aunque había muchos
caballos, ninguno a tenor de unos mozos tan garridos.
-Vamos a aquel otro extremo de la
plaza -dijo uno de los hermanos: fíjate qué gentío tan tremendo se ha juntado
allí.
Cruzaron la plaza y, después de
abrirse paso entre la muchedumbre, vieron dos potros sujetos a unos postes de
roble, el uno con seis cadenas y el otro con doce. Los animales tiraban de las
cadenas, tascaban el freno y escarbaban la tierra con los cascos. Nadie se
atrevía a aproximarse a ellos.
-¿Qué pides por tus potros? -le
preguntó al dueño uno de los Ivanes hijos de un soldado.
-Mejor será que no metas las
narices, hermano. Los vendo; pero, si no están al alcance de tu bolsillo, ¿a
qué preguntar?
-¿Por qué hablas de lo que no
sabes? Quizá los compremos. Pero necesitamos verles la dentadura primero.
-Prueba, si tan poco apego le
tienes a la vida -replicó el amo de los animales con sorna.
En seguida, uno de los hermanos se
aproximó al caballo que estaba sujeto por seis cadenas y el otro al que estaba
sujeto por doce cadenas. Intentaron mirarles los dientes. ¡Imposible! Los potros
se alzaron sobre las patas traseras resoplando con furia. Los hermanos les
pegaron entonces un rodillazo a cada uno en el pecho: saltaron las cadenas y
los potros salieron disparados, patas arriba, a cinco sazhenas de distancia.
-¿Y presumías tú de potros? Pues
nosotros, ni de balde querríamos semejantes jamelgos...
La gente se hacía cruces,
maravillada ante aquellos bogatires. En cuanto al amo de los caballos, poco le
faltaba para llorar: los animales habían escapado al galope de la ciudad y
ahora corrían por los campos como desbocados, sin que nadie se atreviera a acercarse
ni supiera cómo capturarlos. Hasta que los Ivanes hijos de un soldado se
compadecieron del hombre, salieron también al campo y llamaron a los caballos
con voz potente y un silbido atronador. Los potros acudieron inmediatamente y
se inmovilizaron delante de ellos. Los muchachos les pusieron entonces las
cadenas y los condujeron hasta los postes de hierro donde los dejaron bien
amarrados. Hecho lo cual, empren-dieron el regreso a su casa.
Iban caminando, cuando se cruzaron
con un viejo de pelo canoso. En ese momento no se acordaron de lo que les
había recomendado su madre, y pasaron de largo sin saludarle. Pero, al poco,
uno de ellos cayó en la cuenta:
-¿Qué hemos hecho, hermano? No
hemos saludado al viejo. Vamos a darle alcance para subsanar nuestra falta.
Conque dieron alcance al viejo, se
quitaron los gorros y le saludaron con una profunda inclinación diciendo:
-Perdona que hayamos pasado sin
saludarte, abuelo. Nuestra madre nos ha recomendado muy expresamente que
rindamos honor a todas las personas con quienes nos crucemos.
-Gracias, muchachos. ¿Y dónde
habéis estado?
-Hemos estado en la ciudad.
Queríamos comprar un buen caballo cada uno, pero no hemos encontrado nada que
nos conviniera.
-¿Cómo os vais a arreglar ahora? ¿Y
si os lo regalara yo?
-Si haces eso, abuelo, nuestras
oraciones te acompañarán eternamente.
-Vamos, pues.
El anciano los condujo hasta una
gran montaña, donde abrió una puerta de hierro, haciendo salir a dos recios
caballos.
-Aquí tenéis los caballos, bravos
muchachos. Que Dios os acompañe, y haced uso de ellos con salud.
Los hermanos le dieron las gracias,
montaron en los caballos y galoparon hacia su casa. Cuando llegaron, ataron los
caballos a un poste en el corral y entraron en la isba.
-¿Habéis comprado los caballos,
hijos míos? -preguntó la madre.
-No los hemos comprado, sino que
nos los han regalado.
-¿Y dónde los habéis dejado?
-Delante de la isba.
-Tened cuidado, hijos, no vaya a
llevárselos alguien.
-No, mátushka. A esos caballos no hay quien se los lleve; ni siquiera
quien se acerque a ellos.
La madre salió a la calle, vio los
recios caballos y rompió a llorar:
-¡Ay, hijos míos! Ya veo que no
estáis hechos para permanecer a mi lado.
Al día siguiente, los muchachos
rogaron a la madre:
-Permite que vayamos a la ciudad a
comprarnos un sable cada uno.
-Está bien, hijos queridos.
Montaron a caballo, fueron a una
herrería y le dijeron al herrero:
-Haznos un sable a cada uno.
-No necesito hacerlo. Aquí tenéis
de sobra dónde elegir.
-¡Quiá, hombre! Nosotros
necesitamos sables que pesen treinta puds.
-¡Vaya ocurrencia! ¿Quién iba a
manejar semejante mole? Además, que no hay en el mundo fragua donde poderlos
forjar. ¿Qué podían hacer? Volvían a su casa, cabizbajos, cuando se encontraron
con el mismo viejo por el camino.
-¡Hola, muchachos!
-Hola, abuelo.
-¿De dónde venís?
-De la ciudad. Hemos ido a una
herrería para comprar un sable cada uno, pero no hay ninguno que empalme en
nuestra mano.
-Mal asunto. ¿Y si os lo regalara
yo?
-Si haces eso, abuelo, nuestras
oraciones te acompañarán eternamente.
El anciano los condujo hasta una
gran montaña, abrió una puerta de hierro y sacó dos sables gigantescos. Ellos
los empuñaron, dieron las gracias al anciano y al instante salieron alegres y
felices.
Cuando volvieron a su casa, la
madre les preguntó:
-¿Habéis comprado los sables, hijos
míos?
-No los hemos comprado, sino que
nos los han regalado.
-¿Y dónde están?
-Los hemos dejado fuera.
-Tened cuidado, hijos míos, no vaya
a llevárselos alguien.
-No, mátushka. Esos sables no hay quien se los lleve, ni siquiera en un carro.
-No, mátushka. Esos sables no hay quien se los lleve, ni siquiera en un carro.
La madre se asomó al corral y vio,
recostados contra la pared, los dos sables gigantescos cuyo peso apenas podía
sostener la casita. Rompió a llorar diciendo:
-¡Ay, hijos míos! Ya veo que no
estáis hechos para permanecer a mi lado.
A la mañana siguiente, los dos
Ivanes hijos de un soldado ensillaron sus recios caballos, empuñaron sus
sables gigantescos y entraron en la isba para hacer sus oraciones y despedirse
de su madre.
-Danos tu bendición, mátushka, antes de emprender el largo
camino que nos espera.
-Que mi bendición maternal sea con
vosotros en todo momento, hijos míos. Id con Dios. Daos a conocer y que la
gente os conozca. No ofendáis a nadie sin razón, pero tampoco dejéis sin
castigo a los malvados.
-No temas, mátushka. Nuestro lema es: camino sin agraviar; si me agravian, no
perdono.
Luego montaron a caballo y partieron.
No sé si llegaron lejos o no, si
anduvieron mucho o poco, porque las cosas se cuentan pronto pero tardan en
hacerse... El caso es que se encontraron en una encrucijada donde había dos
postes, cada uno con un cartel. Uno decía: «Quien vaya a diestra, a zar llegará.» El otro decía: «Quien vaya
a siniestra, la muerte hallará.» Se detuvieron los hermanos, leyeron las
inscripciones y se quedaron cavilando hacia dónde debía marchar cada uno. Si
tomaban los dos el camino de la derecha, era hacer poco honor a su fuerza y su
arrojo. En cuanto a tomar el camino de la izquierda, ninguno tenía ganas de
morir. Pero debían decidirse, y entonces dijo el uno:
-Mira, hermano, como yo soy más
fuerte que tú, tomaré el camino de la izquierda y ya veré lo que debe ocasionarme
la muerte. En cuanto a ti, marcha hacia la derecha, y quizá quiera Dios que
llegues a ser zar.
Al despedirse intercambiaron sus
pañuelos y convinieron en que cada uno seguiría su camino marcándolo con
postes, donde irían dejando razón de lo que sucediera. Además, cada mañana se
enjugarían el rostro con el pañuelo del otro ya que, si en el pañuelo aparecía
sangre, sería señal de que el hermano había hallado la muerte. En caso de
suceder tamaña desgracia, el que quedase vivo iría en su busca.
Los jóvenes partieron en
direcciones opuestas. El que guió su cabalga-dura hacia la derecha llegó hasta
un reino floreciente, cuyos soberanos tenían una hija: la zarevna Nastasia la
Hermosa. El zar vio
a Iván hijo de un soldado, le cobró cariño por su bizarría y, sin pensarlo poco
ni mucho, le dio a su hija por esposa y le nombró el zarévich Iván, ordenándole que gobernara todo el reino. El zarévich Iván vivía feliz y contento,
gozando del amor de su esposa, gobernando con buen tino y divirtiéndose con
las cacerías.
Una vez que se disponía a salir de
caza encontró en su silla de montar, cuando se la colocaba al caballo, dos
pomos que contenían agua de la salud el uno y agua de la vida el otro. Después
de contemplarlos, volvió a dejarlos donde estaban, pensando: «Los guardaré.
¿Quién sabe si no los necesitaré un día?»
En cuanto a su hermano, el Iván
hijo de un soldado que tomó el camino de la izquierda, fue galopando día y
noche infatigablemente. Transcurrió un mes, luego otro, después un tercero, y
entonces llegó a un país desconocido. Justo a la capital. En aquel país reinaba
una gran aflicción: las casas tenían colgaduras negras y la gente andaba
tambaleándose, como si estuviera dormida. Pidió hospedaje a una pobre vieja en
la peor casa que encontró, y empezó a hacerle preguntas:
-¿Podrías decirme, abuela, por qué
anda la gente tan triste en vuestro país y por qué tienen todas las casas
colgaduras negras?
-¡Ay, buen mozo! Estamos padeciendo
una gran desgracia. Todos los días sale del mar azul, por detrás de una roca
gris, un culebrón de doce cabezas que se come a una persona de un bocado.
Ahora le ha tocado el turno al palacio del zar...
Tiene tres zarevnas preciosas, y
justamente ahora acaban de llevar a la mayor de ellas a la orilla del mar para
que la devore el culebrón.
Iván hijo de un soldado montó en su
caballo y partió al galope hacia el mar azul y la roca gris. Cuando llegó a la
orilla, vio a la preciosa zarevna
encadenada.
-Márchate de aquí, bravo caballero
-le dijo la zarevna al descubrir su
presencia. Pronto aparecerá el culebrón de las doce cabezas. A mí me matará,
pero tú correrás la misma suerte: ese bicho feroz te devorará.
-No temas, hermosa doncella. Quizá
conmigo se atragante.
Iván hijo de un soldado se aproximó
luego a ella, empuñó la cadena con su mano de gigante y la hizo pedazos como si
se tratara de una cuerda podrida. Luego se recostó en las rodillas de la
hermosa doncella diciendo:
-Búscame un poco en la cabeza. Pero
no estés tan atenta a rebuscarme entre el pelo como a vigilar: despiértame en
cuanto se acerque una nube, empiece a soplar el viento y se agite el agua.
La hermosa doncella obedeció y, más
que rebuscar entre el cabello de Iván, estuvo atenta a lo que ocurría sobre el
mar.
De pronto fue acercándose una nube,
sopló el viento, se agitó el mar y de las aguas azules salió el culebrón, que
empezó a trepar tierra adentro. La zarevna
despertó a Iván hijo de un soldado. El joven se incorporó, y apenas había
tenido tiempo de montar en su caballo cuando ya llegaba el culebrón a toda
velocidad.
-¿Qué has venido a buscar aquí,
Iván? Este sitio me pertenece. Despídete ahora del mundo y métete tú mismo en
mis fauces. Así sufrirás menos.
-¡Estás equivocado, maldito
culebrón! Tú a mí no me engulles -replicó el bogatir.
Desenvainó su afilado sable, lo
enarboló y, al dejarlo caer, tajó las doce cabezas del culebrón. Luego levantó
la roca gris, metió las cabezas debajo, arrojó el cuerpo al mar y regresó a la
casa de la viejecita. Allí comió, bebió, se acostó y estuvo durmiendo tres días
y tres noches.
Entre tanto, el zar hizo venir a un aguador y le dijo:
-Llégate a la orilla del mar y
recoge por lo menos los huesos de la zarevna.
El aguador fue a la orilla del mar
azul, vio a la zarevna sana y salva, la hizo subir a su carro y la condujo a lo
más profundo de un bosque oscuro. Una vez allí, se puso a afilar un cuchillo.
-¿Qué vas a hacer? -preguntó la
zarevna.
-Te voy a degollar. Para eso estoy
afilando el cuchillo.
-No me degüelles -rogó la zarevna llorando. Yo no te he hecho
ningún daño.
-Si le dices a tu padre que te he
librado yo del culebrón, te perdonaré la vida.
La zarevna no tuvo más remedio que acceder. Volvieron al palacio, y
el rey se alegró tanto de ver a su hija, que nombró coronel al aguador.
Cuando Iván hijo de un soldado se
despertó, llamó a la vieja en cuya casa se hospedaba y le dijo:
-Acércate al mercado, abuela,
compra lo que necesites y escucha lo que dice la gente por si hay alguna
novedad.
La vieja fue al mercado, hizo
algunas compras, escuchó las noticias que contaba la gente y volvió diciendo:
-Cuenta la gente que nuestro zar ha
dado un gran festín, que han asistido príncipes, embajadores, boyardos y grandes personajes. Entonces
penetró por una ventana una flecha de hierro templado y se clavó en el centro
de la mesa. La flecha traía sujeta una carta de otro culebrón de doce cabezas
diciendo que si no le llevan a la zarevna
mediana, arrasará el reino entero por el fuego y aventará las cenizas. De
manera, que hoy conducirán a la pobrecita a la orilla del mar, donde está la
roca gris.
Iván hijo de un soldado ensilló
inmediatamente su recio caballo, montó en él y partió al galope hacia el mar
azul.
-¿A qué vienes aquí, valeroso
joven? -preguntó la zarevna al
verle-. Hoy me toca a mí morir y verter mi sangre. Pero tú, ¿qué necesidad
tienes de expo-nerte?
-No temas, hermosa doncella.
Confiemos en Dios.
Apenas había pronunciado estas
palabras, el culebrón se abalanzó sobre él, escupiendo fuego, para matarle. El
bogatir asestó un golpe con su
afilado sable y le cortó las doce cabezas. Luego metió las cabezas debajo de la
roca, arrojó el cuerpo al mar y volvió a su casa donde comió, bebió y de nuevo
se acostó a dormir tres días y tres noches.
Otra vez fue el aguador a la orilla
del mar, encontró a la zarevna sana y salva, la hizo subir a su carro, la
condujo a un bosque oscuro y se puso a afilar su cuchillo.
-¿Por qué afilas el cuchillo?
-preguntó la zarevna.
-Para degollarte. Pero te perdonaré
la vida si juras decirle a tu padre lo que yo te mande.
Juró la zarevna, y él la condujo al palacio. El zar se alegró tanto al verla, que nombró general al aguador.
Iván hijo de un soldado se despertó
al cuarto día y le pidió a la viejecita que fuera al mercado a enterarse de las
noticias. Ella fue al mercado y volvió diciendo:
-Ha aparecido otro culebrón y
también le ha mandado al zar una
carta exigiendo que le entregue a la menor de las zarevnas para devorarla.
Iván hijo de un soldado ensilló su
recio caballo, montó en él y fue galopando hacia el mar azul. Allí estaba la
hermosa zarevna, encadenada. El
bogatir agarró la cadena, pegó un tirón y la rompió como si fuera una cuerda
podrida. Luego se recostó sobre las rodillas de la hermosa doncella y le dijo:
-Búscame en la cabeza. Pero no
estés tan atenta a rebuscarme entre el cabello como a vigilar: despiértame en
cuanto se acerque una nube, empiece a soplar el viento y se agite el agua.
La hermosa doncella así lo hizo...
De pronto apareció una nube, sopló el viento, se agitó el mar, y de las aguas
azules salió un culebrón que empezó a trepar tierra adentro. La zarevna se puso a despertar a Iván hijo
de un soldado, pero sin conseguirlo por mucho que le sacudía. Entonces rompió
a llorar, y una de sus lágrimas ardientes le cayó en una mejilla al bogatir, que despertó a su contacto y
corrió hacia su caballo. El recio corcel había cavado ya media arshina de
tierra con los cascos. El culebrón de las doce cabezas llegaba volando y
escupiendo fuego. Al ver al bogatir,
exclamó:
-Muy apuesto eres y muy agradable,
bravo muchacho; pero perderás la vida. Yo te devoraré con huesos y todo.
-Estás equivocado, maldito
culebrón. Te atragantarás.
Iniciaron una pelea a muerte. Iván
hijo de un soldado manejaba su sable con tanta rapidez y tanta fuerza, que se
calentó al rojo blanco y no era posible sostenerlo entre las manos.
-¡Ayúdame, hermosa doncella!
-rogó. Despréndete de tu precioso pañuelo, mójalo en el mar azul y dámelo para
envolver la empuñadura del sable.
La zarevna corrió a humedecer su precioso pañuelo y se lo entregó al
valeroso muchacho. El lo enrolló alrededor de la empuñadura de su sable, que
descargó sobre el culebrón hasta cortarle las doce cabezas. Luego metió las
cabezas debajo de la roca gris, arrojó el cuerpo al mar y volvió galopando a
su casa, donde comió, bebió y se acostó a dormir tres días y tres noches.
El zar envió otra vez al aguador a la orilla del mar. El aguador
condujo a la zarevna hasta un bosque
oscuro, sacó su cuchillo y se puso a afilarlo.
-¿Qué haces? -preguntó la zarevna.
-Estoy afilando el cuchillo para
degollarte. Pero te perdonaré la vida si le dices a tu padre que yo vencí al
culebrón.
Atemorizada, la hermosa doncella
juró decir lo que él quería. Aquella hija, la menor, era la preferida del zar. Cuando la vio viva, sin el menor
rasguño, su alegría fue aún mayor y, no sabiendo ya cómo recompensar al
aguador, decidió dársela por esposa.
La noticia cundió por todo el país.
Enterado Iván, hijo de un soldado, de que el zar preparaba la boda de su hija
menor, se presentó en el palacio. Se estaba celebrando un festín. Los
invitados comían, bebían, se solazaban con toda clase de juegos... La menor de
las zarevnas miró a Iván hijo de un
soldado, vio su precioso pañuelo atado a la empuñadura del sable y se levantó
presurosa de la mesa para conducirle de la mano hasta su padre diciendo:
-Padre y señor mío: éste es quien
nos libró de la muerte horrible que quería darnos el feroz culebrón. El
aguador, lo único que hizo fue afilar su cuchillo diciendo que era para
degollarnos.
Indignado, el zar ordenó que el aguador fuera ahorcado inmediatamente. Luego le
concedió la mano de la zarevna a Iván
hijo de un soldado. La boda se celebró con grandes festejos, y los jóvenes
desposados vivieron felices y contentos.
Veamos ahora lo que ocurría
mientras tanto al zarévich Iván, el hermano
de Iván hijo de un soldado. Una vez que salió de caza se le cruzó en el camino
un ciervo muy veloz. El zarévich
espoleó su caballo y se lanzó tras él. Después de mucho galopar llegó a una
vasta pradera, pero el ciervo desapareció allí. Estaba pensando el zarévich Iván hacia dónde dirigirse,
cuando vio a dos patos grises en un arroyo que corría por la pradera. Apuntó su
escopeta, disparó y los mató a los dos. Después de sacarlos del agua y guardarlos
en su bolsa reanudó la marcha hasta hallarse delante de un palacio blanco.
Penetró en él dejando su caballo atado a un poste, pero no encontró ni un alma
en todos los aposentos. Sólo en una estancia vio la estufa encendida, una
sartén sobre el fogón y una mesa puesta con un solo cubierto de plato, tenedor
y cuchillo. El zarévich Iván extrajo
los patos de la bolsa, los desplumó, los vació, los dispuso sobre la sartén y
los metió en el horno. Cuando estuvieron asados los sacó a la mesa, los trinchó
y se puso a comer.
De repente apareció una hermosa
doncella, tan hermosa que nadie podría describirla ni pintarla, y le dijo:
-De provecho te sirva el pan y la
sal, zarévich Iván.
-Gracias, hermosa doncella. ¿No
gustarías acompañarme?
-Lo haría de buen grado, pero me da
miedo. Tienes un caballo encantado.
-No, hermosa doncella. Te
equivocas. A mi caballo encantado lo he dejado en casa y he venido en otro,
que es como todos.
Apenas escuchó estas palabras, la
hermosa doncella comenzó a hincharse hasta convertirse en una espantosa leona
que abrió las fauces y se tragó al zarévich
entero. Porque no era una doncella como cualquier otra, sino hermana de los
tres culebrones a los que Iván hijo de un soldado había dado muerte.
Y precisamente el otro Iván hijo de
un soldado sacó el pañuelo del bolsillo pensando en su hermano, se enjugó el
rostro con él y vio que estaba todo manchado de sangre.
-¿Cómo puede ser esto? -exclamó muy
apenado. Mi hermano marchó por el camino de la derecha, debía convertirse en zar, pero ha encontrado la muerte...
Pidió licencia a su esposa y su
suegro y, montado en el recio caballo, partió en busca de su hermano, el zarévich Iván. Al cabo de cierto tiempo,
quizá poco o quizá mucho, llegó al país donde habitaba su hermano y,
preguntando, se enteró de que el zarévich
partió una vez de caza y desapareció sin que nadie volviese a verle nunca.
Iván hijo de un soldado partió de
caza por el mismo camino hasta que se cruzó con un ciervo muy veloz. Se lanzó
tras él, llegó hasta una vasta pradera donde desapareció el ciervo, vio el
arroyo y dos patos sobre el agua. Iván hijo de un soldado mató los patos, llegó
al palacio blanco y entró en los aposentos. Todos estaban desiertos, menos una
estancia donde estaba encendida la estufa y había una sartén. Asó los patos,
salió con ellos al patio, se sentó en el porche, los trinchó y se puso a comer.
De pronto apareció delante de él
una hermosa doncella.
-De provecho te sirva el pan y la
sal, apuesto mancebo. ¿Por qué comes aquí fuera?
-No me apetecía quedarme entre
cuatro paredes. Aquí se está más a gusto. Siéntate conmigo, hermosa doncella.
-Lo haría de buen grado, pero le
tengo miedo a tu caballo encantado.
-Si sólo es eso, no te preocupes:
he venido en un caballo como todos.
Ella se lo creyó, la muy tonta, y
empezó a hincharse hasta convertirse en una espantosa leona. Abría ya las
fauces para tragarse al apuesto mancebo, cuando acudió el caballo encantado y
la derribó con sus poderosos cascos. Iván hijo de un soldado desenvainó
entonces su afilado sable y gritó con voz estentórea:
-¡Quieta, maldita fiera! ¿Te has
tragado a mi hermano, el zarévich
Iván? Echalo fuera o te hago pedazos.
La leona eructó y echó por la boca
al zarévich Iván: estaba muerto,
empezaba a descomponerse y tenía el rostro desfigurado.
Iván hijo de un soldado extrajo
entonces de su silla de montar los pomos con el agua de la salud y el agua de
la vida. Roció a su hermano con el agua de la salud, y volvió a crecerle la
carne del cuerpo. Le roció luego con el agua de la vida, y el zarévich Iván se incorporó diciendo:
-¡Cuánto tiempo he dormido!
-Como que, de no ser por mí,
habrías dormido ya el sueño eterno -replicó Iván hijo de un soldado.
Luego empuñó su sable para cortarle
la cabeza a la leona, pero ésta se convirtió en una linda muchacha, tan bonita
que nadie podría describirla, y se puso a pedir perdón anegada en lágrimas.
Iván hijo de un soldado se ablandó viendo tanta belleza y la dejó en libertad.
Llegaron los hermanos al palacio,
donde dieron un festín de tres días. Luego se despidieron. El zarévich Iván se quedó en su reino, mientras
Iván hijo de un soldado regresaba a casa de su esposa, donde vivieron en amor
y buena armonía.
Al cabo de algún tiempo salió Iván
hijo de un soldado a dar un paseo por el campo. Se encontró con un niño pequeño
que le pidió limosna. Compadecido, sacó del bolsillo una moneda de oro y se la
dio. Al tomar la limosna, el niño empezó a hincharse hasta convertirse en un
león y despedazó al bogatir.
Unos días después lo mismo le
sucedió al zarévich Iván: salió a
pasear por el jardín y se le acercó un viejecito a pedirle limosna. El zarévich le dio una moneda de oro. El
viejecito tomó la limosna y empezó a hincharse hasta convertirse en un león,
cayó sobre el zarévich y lo
despedazó.
Así perecieron los dos bogatires, víctimas de la hermana de los
culebrones.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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