Translate

martes, 20 de agosto de 2013

Los siete simeones

Eranse una vez un viejo y una vieja que vivían en medio de los campos. Llegada su hora, el hombre entregó su alma a Dios. Al poco tiempo, la mujer trajo al mundo a siete gemelos, y a los siete les puso el nombre de Simeón. Fueron creciendo y crecien­do, todos iguales de cara y de porte. Los siete salían cada mañana a trabajar al campo.
Acertó a pasar un día el zar por aquel sitio. Le pareció, desde el camino, que allá lejos estaban arando unos siervos -¡eran mu­chos para que se tratara de parcela de un campesino!, y él sabía a ciencia cierta que por allí no había tierras señoriales. Conque en­vió a su mozo de cuadras a enterarse de qué gente era aquélla que estaba arando: de dónde eran, cómo se llamaban, si pertenecían al zar o a un terrateniente, si eran aldeanos siervos o braceros. Lle­gó el mozo hasta ellos y les preguntó:
-¿Quiénes sois y de dónde? ¿Cómo os llamáis?
-Somos los siete Simeones gemelos. Nuestra madre nos pa­rió de una vez. Nacimos aquí y estamos arando la tierra que fue de nuestro padre y de nuestro abuelo.
El mozo volvió donde el zar y le refirió todo, tal y como lo ha­bía oído.
-¡Nunca había escuchado una cosa tan asombrosa! -exclamó el zar, y en seguida mandó recado a los siete Simeones gemelos de que los esperaba en palacio para el servicio y los mandados.
Los siete se pusieron en camino hasta que llegaron a los reales aposentos.
-Ahora vais a explicarme -dijo el zar cuando estuvieron en fila delante de él- cuáles son vuestras habilidades y qué oficio tie­ne cada uno.
-Yo -dijo el mayor adelantándose- puedo forjar una co­lumna de hierro de veinte sazhenas de altura.
-Yo -dijo el segundo- puedo plantarla en la tierra.
-Yo -dijo el tercero- puedo trepar por ella y, desde arriba, mirar alrededor hasta muy lejos y ver lo que ocurre en el mundo.
-Yo -dijo el cuarto- puedo construir un barco que lo mis­mo ande por el agua que por la tierra.
-Yo -dijo el quinto- puedo comerciar con toda clase de mer­caderes por tierras extrañas.
-Yo -dijo el sexto- puedo sumergirme en el mar con el bar­co, la gente y las mercaderías, navegar bajo el agua y volver a salir a flote donde sea preciso.
-Yo -dijo el séptimo- soy ladrón. Puedo robar lo que me acomode o me guste.
-Ese es un oficio que no permito en mi reino -contestó muy enfadado el zar al séptimo de los Simeones. Conque te doy tres días de plazo para que abandones mis dominios y te marches adon­de quieras. En cuanto a los demás Simeones, se quedarán aquí.
El séptimo Simeón se puso muy triste al escuchar las palabras del zar, sin saber qué hacer ni a dónde ir.
Pero, precisamente por entonces, se había enamorado el zar de una linda zarevna que habitaba más allá de las montañas grises de los mares azules, y no lograba conquistarla para casarse con ella. Entonces los nobles y los generales pensaron que un ladrón podría venirles bien para raptar a la linda zarevna y le rogaron al zar que, de momento, dejara allí a Simeón el ladrón. Después de reflexio­nar un poco, el zar ordenó que se quedara.
Al día siguiente, el zar reunió a los nobles, a los generales y al pueblo entero y ordenó a los siete Simeones que hicieran una demostración de sus habilidades. Sin pérdida de tiempo, el mayor de los Simeones forjó una columna de hierro de veinte sazhenas. El zar ordenó a sus gentes que la plantaran en tierra, pero por mu­cho que se esforzaron, no lo consiguieron. Entonces le dijo lo mis­mo al segundo de los Simeones. Al instante, el segundo Simeón levantó la columna y la plantó en tierra. El tercer Simeón trepó en­tonces por ella y, desde lo alto, se puso a contemplar hasta muy lejos lo que pasaba por el mundo. Vio mares azules, con muchos barcos como puntitos, vio pueblos, ciudades, multitudes de gen­te..., pero no descubrió a la linda zarevna de la que estaba enamo­rado su soberano. Miró otra vez con más cuidado a todas partes, y de pronto descubrió, sentada junto a la ventana de un lejano pa­lacio, a la linda zarevna toda sonrosada y con la piel blanca y tan fina que hasta se veía correr la médula por todos los huesos.
-¿La ves? -gritó el zar desde abajo.
-Sí.
-Bueno, pues baja en seguida y tráemela. Arréglatelas como puedas, pero he de tenerla a toda costa.
Se juntaron los siete Simeones, construyeron el barco, lo car­garon de toda clase de mercaderías, y juntos se hicieron a la mar para traer a la zarevna desde más allá de las montañas grises, des­de más allá de los mares azules. Hicieron su ruta, entre el cielo y la tierra, hasta que abordaron en una isla desconocida. El menor de los Simeones cogió a un gato siberiano amaestrado que había traído. Era un animalito que sabía hacer equilibrios sobre una ca­dena, traer las cosas que le pedían y otros muchos trucos gracio­sos. Conque Simeón el ladrón bajó a tierra con su gato siberiano y echó a andar por la isla después de advertirles a los demás que no bajasen mientras él no volviera. Andando por la isla llegó a una ciudad y, delante de la ventana de la zarevna, se puso a jugar en la plaza con su gato siberiano amaestrado: le mandaba traer las co­sas que le señalaba, saltar por encima de una fusta... En fin, toda clase de monerías.
La zarevna, que estaba asomada a su ventana, vio entonces a aquel animalito que no existía ni había existido nunca en la isla. Inmediatamente envió a una de sus criadas a enterarse de qué ani­malito era aquél y si lo vendían. Simeón escuchó el recado que le traía la joven y linda criada de la zarevna y contestó:
-Este animalito mío es un gato siberiano. Venderlo, no lo ven­dería a ningún precio. Pero, si a alguien le gusta mucho de ver­dad, puedo regalár-selo.
La criada se lo contó todo a la zarevna, y está la mandó de nuevo a decirle a Simeón el ladrón que aquel animalito le gustaba mucho. Simeón entró en los aposentos de la zarevna para regalar­le su gato siberiano. Sólo pidió a cambio vivir allí tres días y probar el pan y la sal de palacio. Aún añadió:
-Si lo deseas, linda zarevna, te enseñaré a jugar y distraerte con este animalito desconocido, con mi gato siberiano.
La zarevna aceptó, y Simeón el ladrón se quedó en palacio.
Al poco empezó a correr la voz por los demás aposentos de que la zarevna había adquirido un maravilloso animalito descono­cido. Todo el mundo -el zar y su esposa, sus hijos y sus hijas, los nobles y los generales- acudieron a contemplar, admirados, al gato amaestrado, a aquel animalillo tan gracioso. Todos hubie­ran querido uno igual, se lo pedían a la zarevna, pero ella no les hacía el menor caso ni le cedía a nadie su gato siberiano. Se pasa­ba el día y la noche acariciando su piel sedosa y jugando con él. En cuanto a Simeón, dio orden de que se le agasajara con lo me­jor para que se encontrara a gusto. Simeón dio las gracias por el pan y la sal, por la buena acogida y todas las atenciones y, al tercer día, rogó a la zarevna que fuera a visitar su barco para ver cómo estaba acondicionado y contemplar todos los animales vistos y no vistos, conocidos y no conocidos, que había traído.
La zarevna pidió permiso a su padre y, por la tarde, acompa­ñada por sus sirvientas y sus ayas, fue a visitar el barco de Simeón y a contemplar los animales vistos y no vistos, conocidos y no co­nocidos. Cuando llegó, el menor Simeón estaba esperándola en tierra. Le rogó humildemente que no tomara a mal el ruego de de­jar allí a sus criadas y sus ayas y subir ella sola al barco.
-Ahí tengo muchos animales diferentes y hermosos. El que te guste, será para ti. Lo que no puedo hacer es regalarle otro a cada una de las personas que te acompañan.
La zarevna se avino a sus razones, ordenó a las criadas y las ayas que la-aguardasen en tierra y fue ella sola con Simeón a con­templar aquellos animales extraordinarios y maravillosos. Apenas pisó la cubierta, el barco zarpó y empezó a bogar por el mar azul.
El zar esperaba ya impaciente a su hija cuando llegaron las cria­das y las ayas contándole la desgracia que había ocurrido. Todo furioso, ordenó que salieran inmediatamente detrás de ellos. Se aparejó una nave, se la llenó de gente, y allá fue la nave real de­trás de la zarevna. A lo lejos se divisaba apenas el barco de los Si­meones, totalmente ajenos a que los perseguía una nave real, tan rauda como si tuviera alas. ¡Ya estaba cerca! Cuando los Simeo­nes advirtieron al fin que estaban a punto de darles alcance, se su­mergieron con la nave y la zarevna. Navegaron mucho tiempo bajo el agua y sólo volvieron a flote cuando estuvieron cerca de su tierra. En cuanto al barco que los perseguía, anduvo tres días y tres noches surcando las aguas, y tuvo que volver como había salido.
Los siete Simeones llegaron a su tierra con la bella zarevna. La orilla estaba totalmente cubierta por una multitud de gente. El pro­pio zar esperaba en el muelle a los viajeros de ultramar, a los siete Simeones y la zarevna, y los acogió con gran alegría. En cuanto bajaron a tierra, la gente empezó a gritar y alborotar. El zar besó los dulces labios de la zarevna, la condujo a unos aposentos de már­mol blanco, donde esperaban mesas de roble con manteles borda­dos, le ofreció toda clase de bebidas de miel y platos dulces. Al poco tiempo se casó con la encantadora zarevna y hubo fiestas y un gran banquete para todo el mundo.
En cuanto a los siete Simeones, les dio venia para vivir a su albedrío en todo el reino que gobernaba, comerciar sin pagar tasa y ser dueños de tierras que regaló a todos por igual. Luego de des­pedirse de ellos con gran cariño, les permitió volver a su casa con dinero suficiente para toda su vida.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

No hay comentarios:

Publicar un comentario