Eranse una vez un viejo y una vieja
que vivían en medio de los campos. Llegada su hora, el hombre entregó su alma a
Dios. Al poco tiempo, la mujer trajo al mundo a siete gemelos, y a los siete
les puso el nombre de Simeón. Fueron creciendo y creciendo, todos iguales de
cara y de porte. Los siete salían cada mañana a trabajar al campo.
Acertó a pasar un día el zar por aquel sitio. Le pareció, desde
el camino, que allá lejos estaban arando unos siervos -¡eran muchos para que
se tratara de parcela de un campesino!, y él sabía a ciencia cierta que por
allí no había tierras señoriales. Conque envió a su mozo de cuadras a
enterarse de qué gente era aquélla que estaba arando: de dónde eran, cómo se
llamaban, si pertenecían al zar o a
un terrateniente, si eran aldeanos siervos o braceros. Llegó el mozo hasta
ellos y les preguntó:
-¿Quiénes sois y de dónde? ¿Cómo os
llamáis?
-Somos los siete Simeones gemelos.
Nuestra madre nos parió de una vez. Nacimos aquí y estamos arando la tierra
que fue de nuestro padre y de nuestro abuelo.
El mozo volvió donde el zar y le refirió todo, tal y como lo había
oído.
-¡Nunca había escuchado una cosa
tan asombrosa! -exclamó el zar, y en
seguida mandó recado a los siete Simeones gemelos de que los esperaba en
palacio para el servicio y los mandados.
Los siete se pusieron en camino
hasta que llegaron a los reales aposentos.
-Ahora vais a explicarme -dijo el zar cuando estuvieron en fila delante de
él- cuáles son vuestras habilidades y qué oficio tiene cada uno.
-Yo -dijo el mayor adelantándose-
puedo forjar una columna de hierro de veinte sazhenas de altura.
-Yo -dijo el segundo- puedo
plantarla en la tierra.
-Yo -dijo el tercero- puedo trepar
por ella y, desde arriba, mirar alrededor hasta muy lejos y ver lo que ocurre
en el mundo.
-Yo -dijo el cuarto- puedo
construir un barco que lo mismo ande por el agua que por la tierra.
-Yo -dijo el quinto- puedo
comerciar con toda clase de mercaderes por tierras extrañas.
-Yo -dijo el sexto- puedo
sumergirme en el mar con el barco, la gente y las mercaderías, navegar bajo el
agua y volver a salir a flote donde sea preciso.
-Yo -dijo el séptimo- soy ladrón.
Puedo robar lo que me acomode o me guste.
-Ese es un oficio que no permito en
mi reino -contestó muy enfadado el zar
al séptimo de los Simeones. Conque te doy tres días de plazo para que
abandones mis dominios y te marches adonde quieras. En cuanto a los demás
Simeones, se quedarán aquí.
El séptimo Simeón se puso muy
triste al escuchar las palabras del zar,
sin saber qué hacer ni a dónde ir.
Pero, precisamente por entonces, se
había enamorado el zar de una linda zarevna que habitaba más allá de las
montañas grises de los mares azules, y no lograba conquistarla para casarse con
ella. Entonces los nobles y los generales pensaron que un ladrón podría
venirles bien para raptar a la linda zarevna
y le rogaron al zar que, de momento,
dejara allí a Simeón el ladrón. Después de reflexionar un poco, el zar ordenó que se quedara.
Al día siguiente, el zar reunió a los nobles, a los generales
y al pueblo entero y ordenó a los siete Simeones que hicieran una demostración
de sus habilidades. Sin pérdida de tiempo, el mayor de los Simeones forjó una
columna de hierro de veinte sazhenas.
El zar ordenó a sus gentes que la plantaran en tierra, pero por mucho que se
esforzaron, no lo consiguieron. Entonces le dijo lo mismo al segundo de los
Simeones. Al instante, el segundo Simeón levantó la columna y la plantó en
tierra. El tercer Simeón trepó entonces por ella y, desde lo alto, se puso a
contemplar hasta muy lejos lo que pasaba por el mundo. Vio mares azules, con
muchos barcos como puntitos, vio pueblos, ciudades, multitudes de gente...,
pero no descubrió a la linda zarevna
de la que estaba enamorado su soberano. Miró otra vez con más cuidado a todas
partes, y de pronto descubrió, sentada junto a la ventana de un lejano palacio,
a la linda zarevna toda sonrosada y
con la piel blanca y tan fina que hasta se veía correr la médula por todos los
huesos.
-¿La ves? -gritó el zar desde abajo.
-Sí.
-Bueno, pues baja en seguida y
tráemela. Arréglatelas como puedas, pero he de tenerla a toda costa.
Se juntaron los siete Simeones,
construyeron el barco, lo cargaron de toda clase de mercaderías, y juntos se
hicieron a la mar para traer a la zarevna
desde más allá de las montañas grises, desde más allá de los mares azules.
Hicieron su ruta, entre el cielo y la tierra, hasta que abordaron en una isla
desconocida. El menor de los Simeones cogió a un gato siberiano amaestrado que
había traído. Era un animalito que sabía hacer equilibrios sobre una cadena,
traer las cosas que le pedían y otros muchos trucos graciosos. Conque Simeón
el ladrón bajó a tierra con su gato siberiano y echó a andar por la isla
después de advertirles a los demás que no bajasen mientras él no volviera.
Andando por la isla llegó a una ciudad y, delante de la ventana de la zarevna, se puso a jugar en la plaza con
su gato siberiano amaestrado: le mandaba traer las cosas que le señalaba,
saltar por encima de una fusta... En fin, toda clase de monerías.
La zarevna, que estaba asomada a su ventana, vio entonces a aquel
animalito que no existía ni había existido nunca en la isla. Inmediatamente
envió a una de sus criadas a enterarse de qué animalito era aquél y si lo
vendían. Simeón escuchó el recado que le traía la joven y linda criada de la zarevna y contestó:
-Este animalito mío es un gato
siberiano. Venderlo, no lo vendería a ningún precio. Pero, si a alguien le
gusta mucho de verdad, puedo regalár-selo.
La criada se lo contó todo a la zarevna, y está la mandó de nuevo a
decirle a Simeón el ladrón que aquel animalito le gustaba mucho. Simeón entró
en los aposentos de la zarevna para
regalarle su gato siberiano. Sólo pidió a cambio vivir allí tres días y probar
el pan y la sal de palacio. Aún añadió:
-Si lo deseas, linda zarevna, te enseñaré a jugar y
distraerte con este animalito desconocido, con mi gato siberiano.
La zarevna aceptó, y Simeón el ladrón se quedó en palacio.
Al poco empezó a correr la voz por
los demás aposentos de que la zarevna
había adquirido un maravilloso animalito desconocido. Todo el mundo -el zar y su esposa, sus hijos y sus hijas,
los nobles y los generales- acudieron a contemplar, admirados, al gato
amaestrado, a aquel animalillo tan gracioso. Todos hubieran querido uno igual,
se lo pedían a la zarevna, pero ella
no les hacía el menor caso ni le cedía a nadie su gato siberiano. Se pasaba el
día y la noche acariciando su piel sedosa y jugando con él. En cuanto a Simeón,
dio orden de que se le agasajara con lo mejor para que se encontrara a gusto.
Simeón dio las gracias por el pan y la sal, por la buena acogida y todas las
atenciones y, al tercer día, rogó a la zarevna
que fuera a visitar su barco para ver cómo estaba acondicionado y contemplar
todos los animales vistos y no vistos, conocidos y no conocidos, que había
traído.
La zarevna pidió permiso a su padre y, por la tarde, acompañada por
sus sirvientas y sus ayas, fue a visitar el barco de Simeón y a contemplar los
animales vistos y no vistos, conocidos y no conocidos. Cuando llegó, el menor
Simeón estaba esperándola en tierra. Le rogó humildemente que no tomara a mal
el ruego de dejar allí a sus criadas y sus ayas y subir ella sola al barco.
-Ahí tengo muchos animales
diferentes y hermosos. El que te guste, será para ti. Lo que no puedo hacer es
regalarle otro a cada una de las personas que te acompañan.
La zarevna se avino a sus razones, ordenó a las criadas y las ayas que
la-aguardasen en tierra y fue ella sola con Simeón a contemplar aquellos
animales extraordinarios y maravillosos. Apenas pisó la cubierta, el barco
zarpó y empezó a bogar por el mar azul.
El zar esperaba ya impaciente a su hija cuando llegaron las criadas y
las ayas contándole la desgracia que había ocurrido. Todo furioso, ordenó que
salieran inmediatamente detrás de ellos. Se aparejó una nave, se la llenó de
gente, y allá fue la nave real detrás de la zarevna. A lo lejos se divisaba apenas el barco de los Simeones,
totalmente ajenos a que los perseguía una nave real, tan rauda como si tuviera
alas. ¡Ya estaba cerca! Cuando los Simeones advirtieron al fin que estaban a
punto de darles alcance, se sumergieron con la nave y la zarevna. Navegaron mucho tiempo bajo el agua y sólo volvieron a
flote cuando estuvieron cerca de su tierra. En cuanto al barco que los
perseguía, anduvo tres días y tres noches surcando las aguas, y tuvo que volver
como había salido.
Los siete Simeones llegaron a su
tierra con la bella zarevna. La orilla
estaba totalmente cubierta por una multitud de gente. El propio zar esperaba
en el muelle a los viajeros de ultramar, a los siete Simeones y la zarevna, y los acogió con gran alegría.
En cuanto bajaron a tierra, la gente empezó a gritar y alborotar. El zar besó los dulces labios de la zarevna, la condujo a unos aposentos de
mármol blanco, donde esperaban mesas de roble con manteles bordados, le
ofreció toda clase de bebidas de miel y platos dulces. Al poco tiempo se casó
con la encantadora zarevna y hubo
fiestas y un gran banquete para todo el mundo.
En cuanto a los siete Simeones, les
dio venia para vivir a su albedrío en todo el reino que gobernaba, comerciar
sin pagar tasa y ser dueños de tierras que regaló a todos por igual. Luego de
despedirse de ellos con gran cariño, les permitió volver a su casa con dinero
suficiente para toda su vida.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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