Viene
esta historia de la yegua torda, de la alazana, de la yegua sabia, de la yegua
baya. En el mar, en el océano, en las isla de Buyano, espera un gran buey
asado, por el trasero de ajo rellenado. Corta de un lado, moja de otro lado y
te habrás hartado...
Erase un
mercader que tenía un hijo. Cuando éste iba haciéndose ya mozo y tomaba parte
en los negocios, al mercader se le murió la primera esposa y se casó por
segunda vez. Pasados algunos meses, el mercader se dispuso a partir para
tierras lejanas. Cargó sus barcos y le recomendó al hijo que cuidara bien de la
casa y llevara debidamente los negocios.
-Antes de
marcharte, bátiushka -rogó el hijo, busca lo que ha de ser mi fortuna.
-Hijo
mío, querido -replicó el padre, ¿dónde quieres que la busque?
-La cosa
no es difícil. Cuando te despiertes mañana, sal por el portón y compra para mí
la primera cosa que encuentres.
Al día
siguiente se levantó el padre muy temprano, salió fuera del portón y lo primero
que vio fue a un campesino que llevaba de la brida a un potranco tiñoso y
escuálido para pitanza de los perros. El mercader le propuso comprár-selo,
ajustó el precio en un rublo de plata, se metió en el patio con él y lo llevó a
la cuadra.
-Bátiushka,
¿has encontrado mi fortuna? -preguntó el hijo al verle.
-La he
encontrado, sí; pero me parece muy mala.
-Será ése
mi sino. Si ésa me ha mandado Dios, ésa disfrutaré.
El padre
marchó con sus mercaderías a otras tierras mientras el hijo se ocupaba del negocio
en la tienda. Tomó la costumbre de entrar a ver a su potro siempre que iba a la
tienda o volvía a casa.
A todo
esto, la madrastra le había tomado ojeriza al hijastro y se puso a buscar
alguna hechicera que la ayudara a deshacerse de él.
Encontró
a una vieja bruja que le dio unos polvos para echarlos a lo largo del umbral
precisamente cuando su hijastro tuviera que regresar a casa.
Cuando
volvía de la tienda, el hijo del mercader entró en la cuadra y vio al potro
anegado en llanto hasta los tobillos. Le pegó una palmada en la grupa y le
preguntó:
-¿Por qué
lloras, mi buen caballo, y no me cuentas tus penas?
-¡Ay,
Iván, mi querido amo! ¿Cómo no voy a llorar? Tu madrastra quiere deshacerse de
ti. Si tienes un perro, hazlo pasar delante de ti cuando entres en casa, y
verás lo que ocurre.
El hijo
del mercader hizo lo que le recomendó el potro. Apenas traspuso el umbral, el
perro quedó despedazado.
Iván, el
hijo del mercader, no dejó sospechar a su madrastra que conocía sus malas
intenciones. Al día siguiente se marchó a la tienda, y la madrastra a casa de
la hechicera. La vieja le preparó otros polvos para hacer un bebedizo.
Por la
noche, de vuelta a su casa, entró el hijo del mercader en la cuadra y de nuevo
encontró a su potro anegado en lágrimas hasta los tobillos. Le pegó una palmada
en la grupa y preguntó:
-¿Por qué
lloras, mi buen caballo, y no me cuentas tus penas?
-¿Cómo no
voy a llorar y sufrir? Presiento una gran desgracia: tu madrastra quiere acabar
contigo. Mira: cuando entres en la sala y te sientes a la mesa, tu madrastra te
ofrecerá un vaso de cierto brebaje. Tú no lo bebas. Tíralo por la ventana y
entonces verás lo que ocurre.
Así lo
hizo Iván, el hijo del mercader. En cuanto tiró el brebaje por la ventana
empezó a reventar la tierra. Tampoco esa vez le dijo una palabra a su
madrastra.
Al tercer
día se fue a la tienda, y la madrastra otra vez a casa de la hechicera. La
vieja le dio entonces una camisa mágica. Por la noche, al volver de la tienda,
el hijo del mercader entró a ver a su potro y vio al pobre animal anegado en
lágrimas hasta los tobillos. Le pegó una palmada en la grupa y dijo:
-¿Por qué
lloras, mi buen caballo, y no me cuentas tus penas?
-¿Cómo no
voy a llorar? Tu madrastra quiere acabar definitivamente contigo. Escucha lo
que te voy a decir: cuando llegues a casa, tú madrastra te dirá que puedes ir
al baño y te mandará una camisa con un criado. Tú no te pongas esa camisa:
pónsela al muchacho y entonces verás lo que sucede.
Entró el
hijo del mercader en la sala y le preguntó la madrastra:
-¿No te
apetece un baño de vapor? Todo está listo.
-Bueno
-contestó Iván, y se encaminó al baño.
Al poco
rato llegó un criado con una camisa. Iván, el hijo del mercader, no hizo más
que ponerle aquella camisa al criado cuando el muchacho cerró los ojos y cayó
muerto sobre la tarima. Bastó que le quitara la camisa y la echara a la estufa
para que el muchacho reviviera y la estufa volara hecha pedazos.
Viendo la
madrastra que nada podía con él, corrió nuevamente a casa de la vieja
hechicera, rogándole por lo que más quisiera que encontrase algún modo de
deshacerse del hijastro.
-Mientras
viva su caballo no se conseguirá nada -contestó la bruja. Fíngete tú enferma
y, en cuanto regrese tu marido, dile que has tenido un sueño y, según ese
sueño, hay que matar al potro, sacarle la hiel y untarte a ti con ella para que
desaparezcan tus males.
Por fin
regresó el mercader. Su hijo fue a esperarle.
-Hola,
hijo mío -dijo el padre. ¿Marcha todo bien en casa?
-Yo diría
que sí; sólo que la mátushka se encuentra enferma. Descargó el mercader sus
barcos, fue a su casa y se encontró a la mujer en cama y quejándose.
-Sanaré
-le dijo- si haces lo que he visto en sueños.
El
mercader accedió inmediatamente. Llamó al hijo.
-Hijo mío
-le dijo-: voy a matar a tu caballo. Tu mátushka está enferma y hay que
curarla.
-¡Ay,
bátiushka! Quieres privarme de mi única fortuna -exclamó el hijo llorando
amargamente, y se fue a la cuadra.
-Amo
querido -dijo el potro al verle: yo te he salvado de tres muertes. Sálvame tú
de ésta. Pídele permiso a tu padre para ir por última vez a galopar conmigo al
campo en compañía de tus buenos amigos.
Fue el
hijo a pedirle permiso al padre para galopar por última vez en su caballo. El
padre accedió. Iván, el hijo del mercader, montó en el potro, galopó al campo,
estuvo jugando y divirtiéndose con sus amigos y luego le mandó al padre una
nota diciendo:
-Para
curar a mi madrastra, emplea un buen látigo de doce rabos. Ese es el único
remedio que puede servir.
Mandó la
nota con uno de sus buenos amigos y él partió hacia tierras lejanas. Pero el
mercader, al leer lo que le escribía su hijo, aplicó el remedio del látigo de
doce rabos y la mujer se curó en seguida.
Iba el
hijo del mercader a campo traviesa por un llano anchuroso cuando vio un rebaño
de reses vacunas.
-Amo
querido -le dijo su buen caballo: déjame libre. Arráncame tres crines de la
cola y, cuando me necesites, te bastará prenderle fuego a una para verme
aparecer inmediatamente como hoja que lleva el viento. En cuanto a ti, compra a
los pastores un buey y mátalo. Echate luego encima la pelleja del buey, ponte
la vejiga en la cabeza y, dondequiera que estés y te pregunten lo que te
pregunten, contesta siempre «no lo sé».
Iván, el
hijo del mercader, dejó libre al caballo, se echó encima la pelleja del buey,
se puso la vejiga en la cabeza y fue hacia la costa. En esto navegaba un barco
por el mar azul. Sus ocupantes, viendo aquel extraño ser que no era un animal
ni una persona, con una vegija en la cabeza y todo el cuerpo cubierto de pelo,
se dirigieron a tierra en una ligera embarcación y empezaron a hacerle
preguntas y a sonsacarle. Pero Iván, el hijo del mercader, sólo tenía una
respuesta:
-No lo
sé.
-Bueno,
pues te llamaremos Nadasabe.
Los
navegantes se lo llevaron en su barco y luego al reino donde vivían. Arribaron
a la ciudad capital -no sé si al cabo de poco o mucho tiempo, fueron a
ofrecerle al rey sus presentes y le hablaron de Nadasabe. El rey ordenó que
aquel extraño ser compareciese ante su serena mirada. Nadasabe fue conducido al
palacio, donde se juntó un sinfín de gente para verle. El rey le preguntó:
-¿Quién
eres tú?
-No lo
sé.
-¿Cuál es
tu tierra?
-No lo
sé.
-¿Y tu
linaje?
-No lo
sé.
El rey lo
dejó por imposible y mandó a Nadasabe al jardín para que hiciera de espantajo y
ahuyentara a los pájaros de los manzanos. Pero dio orden de que se le
alimentara de sus reales cocinas.
Aquel rey
tenía tres hijas: muy bellas las mayores, pero todavía más la menor. Al cabo de
poco tiempo un príncipe árabe pidió la mano de la menor. Su carta al rey contenía
la siguiente amenaza: «Si no me la concedes por las buenas, la tomaré a la
fuerza.»
Al rey no
le agradó aquello, y contestó al príncipe árabe: «Comienza la guerra si tal es
tu propósito, y sea lo que quiera la divina Providencia.»
El
príncipe juntó un ejército incalculable, asediando todo el país.
Nadasabe
se despojó de la pelleja, se quitó la vejiga, salió al campo, prendió fuego a
una de las crines, lanzó un fuerte grito y un silbido estridente. Al instante
apareció su caballo maravilloso haciendo temblar la tierra bajo sus cascos.
-Aquí
estoy, apuesto mancebo. Pronto me has necesitado.
-Tenemos
que ir a la guerra.
Se montó
Nadasabe en su buen caballo, y éste le preguntó:
-¿Cómo
quieres que te lleve: a media altura de los árboles o por encima del bosque
erguido?
-¡Llévame
por encima del bosque erguido!
El
caballo se remontó sobre la tierra y voló hacia las tropas enemigas.
Nadasabe
arremetió contra los adversarios. A uno le arrebató la espada de combate, a
otro el yelmo de oro, que se puso él calándose la celada, y empezó a diezmar
las tropas árabes: hacia cualquier lado que se volviera caían las cabezas como
si estuviese segando hierba. El rey y las princesas le contemplaban desde la
muralla de la ciudad y se preguntaban, sorprendidos:
-¿Quién
será ese paladín? ¿De dónde habrá venido? ¿Habrá acudido en nuestra ayuda Egor
el Valiente?
Pero sin
imaginarse que se trataba del mismo Nadasabe que tenían en el jardín espantando
a las cornejas.
A muchos
enemigos mató Nadasabe, pero más numerosos aún fueron los qué aplastó bajo los
cascos de su caballo. Sólo dejó con vida al príncipe árabe y a diez de sus
hombres para que le acompañaran en el regreso.
Después
de aquella gran hazaña se detuvo al pie de la muralla de la ciudad y preguntó:
-¿Ha sido
del agrado de vuestra majestad esta acción mía?
El rey le
dio las gracias y le invitó a palacio, pero Nadasabe no hizo caso: galopó hacia
el campo, soltó a su buen caballo, volvió a ponerse la vejiga y la pelleja y
siguió, como antes, rondando por el jardín para espantar a las cornejas.
Pasó
algún tiempo -poco o mucho, no lo sé, y el príncipe árabe volvió a escribir al
rey:
-Si no me
concedes a tu hija menor, asolaré todo tu reino y a ella me la llevaré cautiva.
Aquello
no le agradó al rey, quien contestó diciendo que le esperaba con sus tropas. El
príncipe árabe reunió un ejército más numeroso que la primera vez, asedió el
país por todas partes y colocó delante a tres recios bogatires.
Enterado
Nadasabe, se quitó la pelleja y la vejiga, llamó a su buen caballo y galopó al
combate. Uno de los bogatires avanzó hacia él. Se enfrentaron y, después de
saludarse, se arremetieron con sus lanzas. El bogatir le pegó un golpe tan
fuerte a Nadasabe que a duras penas pudo conservar el equilibrio sobre un
estribo. Pero luego se rehízo, arremetió con furia y le cercenó al bogatir la
cabeza, que agarró por los pelos y lanzó al aire diciendo:
-¡Así han
de volar todas las cabezas!
Se
adelantó otro bogatir, y sucedió lo mismo. Avanzó el tercero. Nadasabe estuvo
peleando con él una hora entera. El bogatir le pegó un tajo en una mano, pero
Nadasabe le cercenó la cabeza y la arrojó al aire. Todo el ejército árabe huyó
entonces despavorido.
El rey y
las princesas estaban en lo alto de la muralla. La menor de las princesas vio
que al valeroso paladín le sangraba una mano, se quitó el chal que llevaba al
cuello y ella misma le vendó. El rey le invitó a palacio.
-Iré
-contestó Nadasabe-, pero no ahora.
Galopó
hacia el campo, soltó al caballo, volvió a ponerse la vejiga y la pelleja y
reanudó sus rondas por el jardín para espantar a las cornejas.
Al cabo
de un tiempo -poco o mucho, no lo sé- el rey comprometió a sus dos hijas
mayores con dos famosos zaréviches y dio una gran fiesta. Los invitados
salieron a pasear por el jardín y, al ver a Nadasabe, preguntaron quién era
aquel extraño ser.
-Es
Nadasabe -contestó el rey-. Le tengo aquí de espantajo para que aleje a los
pájaros de los manzanos.
Pero la
menor de las princesas se fijó en la mano de Nadasabe, reconoció su chal y se
ruborizó, aunque no dijo una palabra. Desde entonces salía muy a menudo al
jardín y no hacía más que mirar a Nadasabe, sin acordarse para nada de los
banquetes ni las diversiones.
-Hija
mía, ¿qué haces siempre por ahí? -preguntó, al fin, el padre.
-¡Ay,
bátiushka! Tantos años como tengo, tantas veces como he paseado por el jardín,
y nunca había visto una avecilla tan linda como la que he visto ahora.
Más tarde
le pidió al padre su bendición para casarse con Nadasabe y, por mucho que su
padre quiso quitarle esa idea de la cabeza, ella siempre repetía:
-Si no me
casas con él me quedaré soltera toda la vida. Con nadie más me casaré.
El padre
terminó cediendo y los casó.
Después
de todo esto le escribió el príncipe árabe pidiéndole la mano de su hija menor.
«De lo contrario -decía en la carta, asolaré todo el reino y me la llevaré por
la fuerza.»
El rey le
contestó: «Mi hija está casada ya. Puedes venir a verlo por tus propios ojos.»
Llegó el
príncipe árabe. Cuando vio el monstruo con quien estaba casada la hermosa
princesa decidió matar a Nadasabe y le retó a un duelo a muerte.
Nadasabe
se despojó de la pelleja, se quitó la vegija que le cubría la cabeza, llamó a
su buen caballo y apareció tan apuesto, que nadie podría contarlo ni
describirlo. Se enfrentaron en campo abierto. El combate fue breve: Iván, el
hijo del mercader, mató al príncipe árabe.
Sólo
entonces supo el rey que Nadasabe no era un monstruo, sino un recio bogatir, y
le nombró heredero suyo. Iván, el hijo del mercader, vivió con su princesa,
feliz y en la opulencia, y trajo a su padre a su lado. En cuanto a la
madrastra, la hicieron ejecutar.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
No hay comentarios:
Publicar un comentario