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martes, 20 de agosto de 2013

Nadzei, el nieto del pope

En cierto reino, en cierto país, vivía un pope que estaba viudo y tenía una hija. No puedes imaginárte, hermanito, cómo la mi­maba. A cualquier sitio de su parroquia que fuera, siempre le traía alguna chuchería: porque los feligreses sabían que el pope tenía una hija y había que ofrecerle algo para ella.
Un día fue a la parroquia de una aldea distante unas doce vers­tas a darle la comunión a un hombre que quería comulgar. Allí le acogieron y le agasajaron muy bien. Pero esta vez se le olvidó que le dieran alguna chuchería para su hija cuando se levantó de la mesa, y se marchó.
Cabalgaba por el camino cuando vio una cabeza humana que había ardido toda y sólo quedaban las cenizas. Iba a pasar de lar­go, pero luego pensó: «¿Cómo voy a pasar así? Es una cabeza hu­mana la que ha ardido. Lo mejor será que recoja las cenizas en el pañuelo, las lleve a casa y las entierre.» Así lo hizo. Se echó las cenizas al bolsillo, volvió a montar a caballo y marchó, a su casa. Llegó, pues a su casa, y la hija le salió al encuentro ayudándole a bajar del caballo. Al pope se le había levantado dolor de cabeza, quizá del viento, y la hija hizo que se acostara. Luego pensó: «¡Se­guro que mi padre me ha traído algo!» Miró en su bolsillo: las ceni­zas se habían convertido en una arqueta. «¡Ay, una arqueta! Sí, pero no sé cómo se abre.» La cogió, la lamió con la lengua y se quedó embarazada. Lo que son semanas de embarazo para otras mujeres fueron para ella horas. Llegó el momento del parto y dio a luz un niño, que en seguida fue bautizado con el nombre de Nad­zei, nieto del pope.
Empezó a crecer el niño, y lo que otros crecían en años, él lo crecía en horas. Había cumplido seis semanas cuando salió a la ca­lle a jugar a la pelota con los otros chicos. El le pegaba a la pelota, y la pelota volaba desgarrando los aires y llevándose por delante lo que encontraba en su camino: una pierna si encontraba una pier­na, un brazo si pegaba en un brazo o una cabeza si daba en una cabeza. Conque los padres de estos niños fueron a ver al sacerdo­te y le dijeron:
-¡Padre! No deje salir a su nieto a jugar con los chicos en la calle porque está causando muchos percances.
Uno dice que a su hijo le ha arrancado la cabeza, otro que al suyo le ha arrancado un brazo. En una palabra, que no le dejaran salir.
El pope logró retenerle en casa hasta el verano; pero entre tan­to había crecido bastante y dijo:
-Querido abuelo, ¿qué trabajo podría yo hacer? Su abuelo se alegró mucho y dijo:
-Querida hija mía: demos gracias al cielo. ¡Mira qué heredero nos ha mandado Dios! ¡Alabado sea! ¡Y qué laborioso! ¿Qué po­dría hacer de él? Bueno, vamos a trabajar. Vamos a cortar leña, muchacho -le dijo al nieto.
-Vamos, abuelito.
Fueron al pantano, eligieron un buen sitio, y el abuelo se puso a talar un abeto. El nieto dijo:
-Antes de empezar, abuelo, dame tu bendi-ción.
-Bueno, pues que Dios te bendiga, nietecito.
El nieto puso en seguida manos a la obra con tanto empeño, que el bosque se estremecía. Al primer hachazo que pegaba por un lado, el árbol se abatía por el otro. Antes del mediodía había abatido una desiatina y media de bosque.
-Hay que cortar las ramas menudas y quemarlas -dijo el pope.
-Los podemos amontonar así, abuelo -contestó el nieto.
En tres días, aquel terreno quedó listo para sembrarlo. Lo sem­braron entre el abuelo y el nieto y, al poco tiempo, había crecido la avena que daba gusto verla. Pero un oso tomó la costumbre de meterse en aquel campo. Un día que fue el pope a verlo, se en­contró con que habían comido mucha avena. Cuando volvió a su casa le preguntó el nieto:
-¿Cómo has encontrado nuestro campo, abuelo?
-Muy bien. Pero algún caballo salvaje ha cogido la costumbre de meterse por allí y ha comido mucho grano; pero lo malo es que ha estropeado más.
-Con todo lo que yo he trabajado, ¿lo va a echar a perder ese mal bicho? Iré a montar la guadia. Tú traéme todo el cáñamo que encuentres.
Se puso a hacer una brida de cáñamo, comió y se marchó al bosque. Llegó al campo, y el muchacho se quedó todo sorprendido.
-¡Dios mío! ¡Cuánto estrago ha hecho! Da pena verlo.
Se sentó en un tocón en medio del campo hasta que el oso salió del bosque, se fue derechito a la avena y empezó a aplastarla toda. El muchacho estaba asombrado:
-¡Qué cosa tan rara! Yo nunca he visto caballos así. ¿Por qué se le ocurrirá pisotear así la avena?
Entre tanto, el oso iba aproximándose a él hasta llegar muy cerca del tocón, porque no se imaginaba que allí hubiera un hombre. Pero, cuando estuvo ya al lado, Nadzei saltó sobre él, le agarró de las orejas y lo aplastó contra la tierra. Cuando el oso quiso resistirse, era ya tarde. Nadzei no se lo permitió, sino que le puso la brida y se lo llevó a casa. Por el camino, árbol al que se agarraba el oso, árbol que arrancaba de cuajo. Conque llegó a casa, lo ató a un poste en medio del corral y entró en la isba.
-¡Señores! -dijo-. ¡Lo que habrá comido este caballo! Es­toy rendido de haberle traído a casa.
El abuelo salió al patio y se espantó:
-Mira, hija mía querida, lo que tu hijo y nieto mío ha hecho.
Los dos se quedaron mudos de sorpresa hasta que dijo Nad­zei:
-En vez de asombraros tanto, mejor será que me digáis lo que vamos a hacer con este caballo y en qué trabajo vamos a emplear la fuerza que tiene.
-Empléalo para acarrear leña -dijo el abuelo.
Nadzei agarró al oso, lo enganchó al carro y empezó a acarrear leña en él. Y en tres días acarreó tanta, que llenó toda la aldea, y la gente no tenía por dónde pasar. Entonces los feligreses fue­ron a ver al sacerdote y le dijeron:
-Mandadlo adonde queráis, pero que no siga aquí. ¿Dónde se ha visto que en tres días haya llenado la aldea de leña hasta el punto de que no se pueda entrar ni salir?
-¿Qué hacer, hija? -preguntó el abuelo. Es muy duro se­pararnos tú de tu hijo y yo de mi nieto, pero no queda otro reme­dio: dejemos que se marche adonde quiera -luego llamó al nieto y le dijo: Querido nieto mío, los feligreses han venido a pedirme que te marches. Mucho lo siento por ti, pero hay que hacerlo: vete adonde quieras, a la buena de Dios.
-Abuelo querido: podías habérmelo dicho hace mucho tiem­po, y me habría marchado inmediatamente. Madre mía querida, cuéceme una hogaza.
La madre le coció una hogaza y la metió en un zurrón.
Por la mañana se levantó temprano, se lavó, y con el zurrón al hombro fue a despedirse:
-Madre mía amada, querido abuelo, dadme vuestra bendición para el camino.
Hizo sus oraciones y echó a andar hasta que llegó al campo abierto. No buscó caminos ni senderos, sino que se metió por bos­ques frondosos y pantanos fangosos y anduvo siete días menos me­dia jornada, con la boca abierta y la lengua colgando, hasta llegar a los confines de la tierra, al último de los reinos, donde había un vasto campo al pie de unas montañas muy altas. Allí estaba el bo­gatir Gorinia, gigante de las montañas, removiéndolas con el pie. Nadzei el nieto del pope, se le acercó y le dijo:
-¡Dios te ayude, bogatir Gorinia! ¿De dónde te viene esa fuer­za tan grande para jugar con las montañas como quien juega con una pelota?
-No te maravilles de mi fuerza, apuesto muchacho -contestó Gorinia-. En los confines de la tierra, en el último de los reinos, hay un cierto Nadzei, nieto de un pope, que ése si tiene fuerza. Trajo un oso del bosque, y con ese oso acarreó leña para todo el pueblo. No hay cuervo que traiga sus huesos ni caballo que sopor­te su peso.
-Hermano Gorinia -dijo entonces Nadzei: ningún cuervo ha traído mis huesos, sino que he venido yo en persona.
-¡Conque eres tú, hermano! ¡Nadzei, el nieto del pope! Acép­tame como hermano tuyo menor.
Nadzei le aceptó como hermano menor, y juntos recorrieron muchas tierras, vencieron a muchos bogatires y conquistaron mu­chas ciudades. Luego se casaron y vivieron en la abundancia.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

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