En cierto reino, en cierto país,
vivía un pope que estaba viudo y tenía una hija. No puedes imaginárte,
hermanito, cómo la mimaba. A cualquier sitio de su parroquia que fuera,
siempre le traía alguna chuchería: porque los feligreses sabían que el pope
tenía una hija y había que ofrecerle algo para ella.
Un día fue a la parroquia de una
aldea distante unas doce verstas a darle la comunión a un hombre que quería
comulgar. Allí le acogieron y le agasajaron muy bien. Pero esta vez se le
olvidó que le dieran alguna chuchería para su hija cuando se levantó de la
mesa, y se marchó.
Cabalgaba por el camino cuando vio
una cabeza humana que había ardido toda y sólo quedaban las cenizas. Iba a
pasar de largo, pero luego pensó: «¿Cómo voy a pasar así? Es una cabeza humana
la que ha ardido. Lo mejor será que recoja las cenizas en el pañuelo, las lleve
a casa y las entierre.» Así lo hizo. Se echó las cenizas al bolsillo, volvió a
montar a caballo y marchó, a su casa. Llegó, pues a su casa, y la hija le salió
al encuentro ayudándole a bajar del caballo. Al pope se le había levantado
dolor de cabeza, quizá del viento, y la hija hizo que se acostara. Luego pensó:
«¡Seguro que mi padre me ha traído algo!» Miró en su bolsillo: las cenizas se
habían convertido en una arqueta. «¡Ay, una arqueta! Sí, pero no sé cómo se
abre.» La cogió, la lamió con la lengua y se quedó embarazada. Lo que son
semanas de embarazo para otras mujeres fueron para ella horas. Llegó el momento
del parto y dio a luz un niño, que en seguida fue bautizado con el nombre de
Nadzei, nieto del pope.
Empezó a crecer el niño, y lo que
otros crecían en años, él lo crecía en horas. Había cumplido seis semanas
cuando salió a la calle a jugar a la pelota con los otros chicos. El le pegaba
a la pelota, y la pelota volaba desgarrando los aires y llevándose por delante
lo que encontraba en su camino: una pierna si encontraba una pierna, un brazo
si pegaba en un brazo o una cabeza si daba en una cabeza. Conque los padres de
estos niños fueron a ver al sacerdote y le dijeron:
-¡Padre! No deje salir a su nieto a
jugar con los chicos en la calle porque está causando muchos percances.
Uno dice que a su hijo le ha
arrancado la cabeza, otro que al suyo le ha arrancado un brazo. En una palabra,
que no le dejaran salir.
El pope logró retenerle en casa
hasta el verano; pero entre tanto había crecido bastante y dijo:
-Querido abuelo, ¿qué trabajo
podría yo hacer? Su abuelo se alegró mucho y dijo:
-Querida hija mía: demos gracias al
cielo. ¡Mira qué heredero nos ha mandado Dios! ¡Alabado sea! ¡Y qué laborioso!
¿Qué podría hacer de él? Bueno, vamos a trabajar. Vamos a cortar leña,
muchacho -le dijo al nieto.
-Vamos, abuelito.
Fueron al pantano, eligieron un
buen sitio, y el abuelo se puso a talar un abeto. El nieto dijo:
-Antes de empezar, abuelo, dame tu
bendi-ción.
-Bueno, pues que Dios te bendiga,
nietecito.
El nieto puso en seguida manos a la
obra con tanto empeño, que el bosque se estremecía. Al primer hachazo que
pegaba por un lado, el árbol se abatía por el otro. Antes del mediodía había
abatido una desiatina y media de
bosque.
-Hay que cortar las ramas menudas y
quemarlas -dijo el pope.
-Los podemos amontonar así, abuelo
-contestó el nieto.
En tres días, aquel terreno quedó
listo para sembrarlo. Lo sembraron entre el abuelo y el nieto y, al poco
tiempo, había crecido la avena que daba gusto verla. Pero un oso tomó la
costumbre de meterse en aquel campo. Un día que fue el pope a verlo, se encontró
con que habían comido mucha avena. Cuando volvió a su casa le preguntó el
nieto:
-¿Cómo has encontrado nuestro
campo, abuelo?
-Muy bien. Pero algún caballo
salvaje ha cogido la costumbre de meterse por allí y ha comido mucho grano;
pero lo malo es que ha estropeado más.
-Con todo lo que yo he trabajado,
¿lo va a echar a perder ese mal bicho? Iré a montar la guadia. Tú traéme todo
el cáñamo que encuentres.
Se puso a hacer una brida de
cáñamo, comió y se marchó al bosque. Llegó al campo, y el muchacho se quedó
todo sorprendido.
-¡Dios mío! ¡Cuánto estrago ha
hecho! Da pena verlo.
Se sentó en un tocón en medio del
campo hasta que el oso salió del bosque, se fue derechito a la avena y empezó a
aplastarla toda. El muchacho estaba asombrado:
-¡Qué cosa tan rara! Yo nunca he
visto caballos así. ¿Por qué se le ocurrirá pisotear así la avena?
Entre tanto, el oso iba
aproximándose a él hasta llegar muy cerca del tocón, porque no se imaginaba que
allí hubiera un hombre. Pero, cuando estuvo ya al lado, Nadzei saltó sobre él,
le agarró de las orejas y lo aplastó contra la tierra. Cuando el oso quiso
resistirse, era ya tarde. Nadzei no se lo permitió, sino que le puso la brida y
se lo llevó a casa. Por el camino, árbol al que se agarraba el oso, árbol que
arrancaba de cuajo. Conque llegó a casa, lo ató a un poste en medio del corral
y entró en la isba.
-¡Señores! -dijo-. ¡Lo que habrá
comido este caballo! Estoy rendido de haberle traído a casa.
El abuelo salió al patio y se
espantó:
-Mira, hija mía querida, lo que tu hijo
y nieto mío ha hecho.
Los dos se quedaron mudos de
sorpresa hasta que dijo Nadzei:
-En vez de asombraros tanto, mejor
será que me digáis lo que vamos a hacer con este caballo y en qué trabajo vamos
a emplear la fuerza que tiene.
-Empléalo para acarrear leña -dijo
el abuelo.
Nadzei agarró al oso, lo enganchó
al carro y empezó a acarrear leña en él. Y en tres días acarreó tanta, que
llenó toda la aldea, y la gente no tenía por dónde pasar. Entonces los
feligreses fueron a ver al sacerdote y le dijeron:
-Mandadlo adonde queráis, pero que
no siga aquí. ¿Dónde se ha visto que en tres días haya llenado la aldea de leña
hasta el punto de que no se pueda entrar ni salir?
-¿Qué hacer, hija? -preguntó el
abuelo. Es muy duro separarnos tú de tu hijo y yo de mi nieto, pero no queda
otro remedio: dejemos que se marche adonde quiera -luego llamó al nieto y le
dijo: Querido nieto mío, los feligreses han venido a pedirme que te marches.
Mucho lo siento por ti, pero hay que hacerlo: vete adonde quieras, a la buena
de Dios.
-Abuelo querido: podías habérmelo
dicho hace mucho tiempo, y me habría marchado inmediatamente. Madre mía
querida, cuéceme una hogaza.
La madre le coció una hogaza y la
metió en un zurrón.
Por la mañana se levantó temprano,
se lavó, y con el zurrón al hombro fue a despedirse:
-Madre mía amada, querido abuelo,
dadme vuestra bendición para el camino.
Hizo sus oraciones y echó a andar
hasta que llegó al campo abierto. No buscó caminos ni senderos, sino que se
metió por bosques frondosos y pantanos fangosos y anduvo siete días menos media
jornada, con la boca abierta y la lengua colgando, hasta llegar a los confines
de la tierra, al último de los reinos, donde había un vasto campo al pie de
unas montañas muy altas. Allí estaba el bogatir
Gorinia, gigante de las montañas, removiéndolas con el pie. Nadzei el nieto del
pope, se le acercó y le dijo:
-¡Dios te ayude, bogatir Gorinia!
¿De dónde te viene esa fuerza tan grande para jugar con las montañas como
quien juega con una pelota?
-No te maravilles de mi fuerza,
apuesto muchacho -contestó Gorinia-. En los confines de la tierra, en el último
de los reinos, hay un cierto Nadzei, nieto de un pope, que ése si tiene fuerza.
Trajo un oso del bosque, y con ese oso acarreó leña para todo el pueblo. No hay
cuervo que traiga sus huesos ni caballo que soporte su peso.
-Hermano Gorinia -dijo entonces
Nadzei: ningún cuervo ha traído mis huesos, sino que he venido yo en persona.
-¡Conque eres tú, hermano! ¡Nadzei,
el nieto del pope! Acéptame como hermano tuyo menor.
Nadzei le aceptó como hermano
menor, y juntos recorrieron muchas tierras, vencieron a muchos bogatires y
conquistaron muchas ciudades. Luego se casaron y vivieron en la abundancia.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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