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martes, 20 de agosto de 2013

Morozko

Una madrastra tenía una hijastra y una hija propia. A la suya, hiciera lo que hiciera, siempre estaba acariciándola y diciendo:
-¡Qué lista!
La hijastra, en cambio, por mucho que se afanara, nunca acer­taba a contentarla: todo le parecía mal a la madrastra, por todo la reprendía. Y, en realidad, la muchacha era un encanto, que junto a otra persona habría vivido feliz, mientras que al lado de la ma­drastra no había día que pasara sin llanto. ¿Pero qué podía hacer? Incluso el viento acaba aplacándose después de soplar mucho. A aquella vieja, sin embargo, cuando empezaba a des-potricar, no había quien la parase: todo era buscar faltas y darle a la lengua. Hasta que se le ocurrió echar a la hijastra de casa.
-¡Llévatela! -le dijo a su marido-. Llévatela adonde quieras para que mis ojos no vuelvan a verla ni mis oídos a oírla. Y no la lleves a casa de ningún pariente donde habrá buena lumbre, si­no al campo abierto, donde apriete bien el frío.
Muy triste, el viejo se echó a llorar. Hizo subir a su hija al trineo y quiso abrigarla con una manta, pero luego no se atrevió. Así con­dujo a la pobrecita al campo abierto, la dejó sobre un montón de nieve, se santiguó y regresó a su casa a toda prisa para no presen­ciar la muerte de la hija.
Allí se quedó la pobre, tiritando y murmurando una oración. En esto llegó Morozko, saltando de un lado para otro y de rama en rama al mismo tiempo que contemplaba a la linda muchacha.
-Oye, mocita: yo soy Morozko, el de la nariz roja.
-Bienvenido, Morozko. Se conoce que te ha traído Dios para que recojas mi alma pecadora.
Morozko iba a rozarla ya para dejarla helada, pero le agrada­ron sus palabras discretas y sintió compasión. Dejó caer a su lado una pelliza. La muchacha se puso la pelliza, encogió las piernas, y allí siguió.
De nuevo llegó Morozko pegando saltos mientas contemplaba a la linda muchacha.
-Oye, mocita: yo soy Morozko, el de la nariz roja.
-Bienvenido, Morozko. Se conoce que te ha traído Dios para que recojas mi alma pecadora.
Pero Morozko no había venido a recoger su alma, sino que ha­bía traído a la linda muchacha un baúl grande y pesado, lleno de prendas para un ajuar. Envuelta en su pelliza, la muchacha se sen­tó encima del baúl, tan contenta, tan bonita...
Una vez más llegó Morozko el de la nariz roja, pegando saltos mientras contemplaba a la linda muchacha. Ella le saludó de nue­vo, y él le regaló un traje bordado en plata y oro. Se lo puso, y quedó preciosa con él. Allí siguió sentada y cantando.
En cuanto a la madrastra, estaba ya preparando el velatorio. Hizo un montón de obleas.
-Ve a buscar a tu hija para enterrarla -le dijo al marido.
El viejo se puso en camino. Pero la perrita que estaba debajo de la mesa gritó:
-¡Guau, guau! La hija del viejo, vendrá vestida de plata y oro; a la de la vieja no la rondarán los mozos.
¡Calla, tonta! Toma una oblea y di ahora: a la hija de la vieja la rondarán los mozos, pero de la del viejo sólo traerán los huesos.
La perrita se comió la oblea y volvió a decir.
-¡Guau, guau! La hija del viejo vendrá vestida de plata y oro; a la de la vieja no la rondarán los mozos.
Por mucho que hizo la vieja -dándole más obleas, pegándola, la perrita seguía con lo suyo:
-¡Guau; guau! La hija del viejo vendrá vestida de plata y oro; a la de la vieja no la rondarán los mozos.
Rechinó el portón, se abrió la puerta y metieron en la casa un baúl grande y pesado. Luego entró la hijastra, resplandeciente de tan bien alhajada. La madrastra se quedó como quien ve visiones.
-Engancha otros caballos -le gritó al marido- y lleva ahora mismo a mi hija al mismo campo y al mismo sitio.
Obedeció.ó el viejo y dejó a la otra hija en el mismo campo y en el mismo sitio.
También llegó Morozko el de la nariz roja, contempló a su visi­tante, dio unos saltos, pero, como no le oyó decir ni una palabraa de agrado, se enfadó y la mató de frío.
-Ve a buscar a mi hija -ordenó la vieja al marido. Engan­cha unos buenos caballos, y ten cuidado no vaya a volcarse el tri­neo y a caerse el baúl,
Pero la perrita gritó desde debajo de la mesa:
-¡Guau, guau! A la hija del viejo la rondarán buenos mozos; de la de la vieja sólo traerán los huesos.
-¡No mientas! Toma un pastelillo y di que vendrá mi hija ves­tida de oro y plata.
Se abrió el portón, corrió la vieja al encuentro de su hija, y sólo pudo abrazar su cuerpo frío. Rompió a llorar y a lamentarse, pero ya era tarde.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

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