Una
madrastra tenía una hijastra y una hija propia. A la suya, hiciera lo que
hiciera, siempre estaba acariciándola y diciendo:
-¡Qué
lista!
La
hijastra, en cambio, por mucho que se afanara, nunca acertaba a contentarla:
todo le parecía mal a la madrastra, por todo la reprendía. Y, en realidad, la
muchacha era un encanto, que junto a otra persona habría vivido feliz, mientras
que al lado de la madrastra no había día que pasara sin llanto. ¿Pero qué
podía hacer? Incluso el viento acaba aplacándose después de soplar mucho. A
aquella vieja, sin embargo, cuando empezaba a des-potricar, no había quien la
parase: todo era buscar faltas y darle a la lengua. Hasta que se le ocurrió
echar a la hijastra de casa.
-¡Llévatela!
-le dijo a su marido-. Llévatela adonde quieras para que mis ojos no vuelvan a
verla ni mis oídos a oírla. Y no la lleves a casa de ningún pariente donde
habrá buena lumbre, sino al campo abierto, donde apriete bien el frío.
Muy triste,
el viejo se echó a llorar. Hizo subir a su hija al trineo y quiso abrigarla con
una manta, pero luego no se atrevió. Así condujo a la pobrecita al campo
abierto, la dejó sobre un montón de nieve, se santiguó y regresó a su casa a
toda prisa para no presenciar la muerte de la hija.
Allí se
quedó la pobre, tiritando y murmurando una oración. En esto llegó Morozko,
saltando de un lado para otro y de rama en rama al mismo tiempo que contemplaba
a la linda muchacha.
-Oye,
mocita: yo soy Morozko, el de la nariz roja.
-Bienvenido,
Morozko. Se conoce que te ha traído Dios para que recojas mi alma pecadora.
Morozko iba
a rozarla ya para dejarla helada, pero le agradaron sus palabras discretas y
sintió compasión. Dejó caer a su lado una pelliza. La muchacha se puso la
pelliza, encogió las piernas, y allí siguió.
De nuevo
llegó Morozko pegando saltos mientas contemplaba a la linda muchacha.
-Oye,
mocita: yo soy Morozko, el de la nariz roja.
-Bienvenido,
Morozko. Se conoce que te ha traído Dios para que recojas mi alma pecadora.
Pero
Morozko no había venido a recoger su alma, sino que había traído a la linda
muchacha un baúl grande y pesado, lleno de prendas para un ajuar. Envuelta en
su pelliza, la muchacha se sentó encima del baúl, tan contenta, tan bonita...
Una vez más
llegó Morozko el de la nariz roja, pegando saltos mientras contemplaba a la
linda muchacha. Ella le saludó de nuevo, y él le regaló un traje bordado en
plata y oro. Se lo puso, y quedó preciosa con él. Allí siguió sentada y
cantando.
En cuanto a
la madrastra, estaba ya preparando el velatorio. Hizo un montón de obleas.
-Ve a
buscar a tu hija para enterrarla -le dijo al marido.
El viejo se
puso en camino. Pero la perrita que estaba debajo de la mesa gritó:
-¡Guau,
guau! La hija del viejo, vendrá vestida de plata y oro; a la de la vieja no la
rondarán los mozos.
¡Calla,
tonta! Toma una oblea y di ahora: a la hija de la vieja la rondarán los mozos,
pero de la del viejo sólo traerán los huesos.
La perrita
se comió la oblea y volvió a decir.
-¡Guau,
guau! La hija del viejo vendrá vestida de plata y oro; a la de la vieja no la
rondarán los mozos.
Por mucho
que hizo la vieja -dándole más obleas, pegándola, la perrita seguía con lo
suyo:
-¡Guau;
guau! La hija del viejo vendrá vestida de plata y oro; a la de la vieja no la
rondarán los mozos.
Rechinó el
portón, se abrió la puerta y metieron en la casa un baúl grande y pesado. Luego
entró la hijastra, resplandeciente de tan bien alhajada. La madrastra se quedó
como quien ve visiones.
-Engancha
otros caballos -le gritó al marido- y lleva ahora mismo a mi hija al mismo
campo y al mismo sitio.
Obedeció.ó
el viejo y dejó a la otra hija en el mismo campo y en el mismo sitio.
También
llegó Morozko el de la nariz roja, contempló a su visitante, dio unos saltos, pero,
como no le oyó decir ni una palabraa de agrado, se enfadó y la mató de frío.
-Ve a
buscar a mi hija -ordenó la vieja al marido. Engancha unos buenos caballos, y
ten cuidado no vaya a volcarse el trineo y a caerse el baúl,
Pero la
perrita gritó desde debajo de la mesa:
-¡Guau,
guau! A la hija del viejo la rondarán buenos mozos; de la de la vieja sólo
traerán los huesos.
-¡No
mientas! Toma un pastelillo y di que vendrá mi hija vestida de oro y plata.
Se abrió el
portón, corrió la vieja al encuentro de su hija, y sólo pudo abrazar su cuerpo
frío. Rompió a llorar y a lamentarse, pero ya era tarde.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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