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jueves, 23 de enero de 2014

Los forzadores de bloqueos - Cap VII. Un general sudista

Una multitud inmensa acogió al Delfín, en los muelles de Charleston, con entusiasmo indecible. Los habitantes, bloqueados por mar, no estaban acostumbrados a recibir visitas de buques europeos, y se preguntaban qué iba a hacer en sus aguas aquel magnífico barco que ostentaba con orgullo el pabellón de Inglaterra. Pero cuando se supo con qué objeto había franqueado los pasos de Sullivan, cuando se supo que su cargamento era contrabando de guerra, las aclamaciones redoblaron.
Jacobo Playfair, sin perder un momento, se puso en relación con el general Beauregard, comandante militar de la ciudad. Este recibió muy bien al joven capitán del Delfín, que iba a suministrar a sus soldados el vestuario y las municiones que tanto necesitaban. Se convino en que la descarga se haría en el acto, y numerosos brazos acudieron en ayuda de los marineros ingleses.  Antes de saltar a tierra, Jacobo recibió de miss Halliburtt las más apremiantes recomendaciones relativas a su padre. El capitán se había consagra-do por completo al servicio de la joven.
Miss -le dijo, podéis contar conmigo; haré hasta lo imposible por salvar a vuestro padre, pero confío en que el asunto será fácil de arreglar. Hoy mismo iré a ver al general Beauregard y, sin pedirle bruscamente la libertad de Mr.  Halliburtt, sabré por él en qué situación se encuentra, si está libre bajo su palabra o si está prisionero.
¡Pobre padre! -respondió suspirando Jenny; no sabe que su hija está tan cerca de él.  ¡Que no me sea dado arrojarme en sus brazos!
Un poco de paciencia, miss Jenny. Pronto lo abrazaréis. Contad con que haré cuanto pueda, pero procediendo como hombre prudente y reflexivo.  Fiel a esta promesa, Jacobo, después de haber tratado como negociante los asuntos de su casa, entregado el cargamento del Delfín al general y tratado de la compra a vil precio de una inmensa cantidad de algodón, hizo recaer la conversación en los asuntos del día.
Según eso -dijo al general Beaurgard, ¿creéis en el triunfo de los esclavistas?
No dudo ni por un momento de nuestra victoria, respecto a Charleston; el ejército de Lee hará cesar muy pronto el cerco. Además, ¿qué se puede esperar de los abolicionistas? Supongamos, y es mucho suponer, que caigan en su poder las ciudades comerciales de Virginia, de las dos Carolinas, de Georgia, de Alabama, del Mississipi, ¿qué sucederá después? ¿Serán dueños de un país que jamás podrán ocupar? No por cierto. Por mi parte, creo que su victoria les pondrá en grave apuro.
¿Estáis seguro de vuestros soldados? -preguntó el capitán. ¿No teméis que Charleston se canse de un sitio que es su ruina?
¡No! no temo la traición. Además, los traidores serían sacrificados sin piedad; yo mismo pasaría la ciudad a sangre y fuego si sorprendiera en ella el menor movimiento unionista. Jefferson Davis me ha confiado Charleston, y Charleston está en manos seguras.
¿Tenéis prisioneros nordistas? -dijo Jacobo llegando a lo más interesante para él.
Sí, capitán. En Charleston empezó el fuego de la escisión. Los abolicionistas que se hallaban aquí quisieron resistir, pero, después de haber sido batidos, quedaron prisioneros de guerra.
¿Tenéis muchos?
Unos cientos.
¿Y todos andan libres por la ciudad?
Lo estuvieron hasta el día en que descubrí una conjuración formada por ellos.
Su jefe había llegado a establecer comunicaciones con los sitiadores, que estaban instruidos de la situación de la ciudad. Hice, pues, encerrar a esos huéspedes peligrosos, muchos de los cuales sólo saldrán de la cárcel para subir a la ciudadela donde diez balas confederadas darán al traste con su federalismo.
¡Cómo! ¿Fusilados? -exclamó el joven capitán, sobresaltándose a pesar suyo.
Sí, y su jefe antes que todos. Es un hombre muy resuelto, y peligroso en una ciudad sitiada. He enviado su correspondencia a Richmond, y antes de ocho días su suerte se habrá fijado irrevocable-mente.
¿Quién es ese hombre? -preguntó Jacobo con la más perfecta indiferencia:
Un periodista de Boston, un abolicionista rabioso, el alma condenada de Lincoln.
¿Cómo se llama? -Jonathan Halliburtt.
¡Pobre hombre! -dijo Jacobo tratando de ocultar su emoción. Haya hecho lo que haya querido, me da lástima, ¿y creéis que será fusilado?
Estoy seguro. ¿Qué queréis? La guerra es la guerra. Cada cual se defiende como puede.
En fin, no tengo nada que ver en ese asunto; cuando esa ejecución se lleve a cabo, ya estaré muy lejos...
¡Cómo! ¿Pensáis ya en marchar?
Sí, general; soy comerciante, en primer lugar. Terminado el cargamento de algodón, saldré al mar. He entrado en Charleston, pero necesito salir. Esa es la cuestión. El Delfín es un buen barco capaz de desafiar a la carrera a todos los buques federales, pero, por mucho que corra, más corre una bala de a ciento, y uno de estos proyectiles en su casco o en su máquina, haría fracasar toda mi combinación comercial.
Como gustéis, capitán -respondió Beauregard. Nada puedo aconsejaros. Cumplís con vuestro deber, y hacéis bien. Yo haría lo mismo en vuestro lugar. Además, la estancia en Charleston es poco agradable, una bahía en la que llueven bombas no es buen abrigo para un buque. Partiréis cuando queráis. Pero, decidme: ¿cuántos cruceros federales que hay delante de Charleston y cuál es su fuerza ofensiva?  Jacobo contestó lo mejor que supo y se despidió del general con la mayor cortesía. Después volvió al Delfín, muy preocupado y triste.  «¿Qué diré a miss Jenny -pensaba? No puedo decirle la verdad. Mejor es que la ignore.  ¡Pobre hija! » Aún no había dado 50 pasos fuera de la casa del gobernador, cuando tropezó con Crockston. El digno americano le acechaba desde su salida.
¿Qué hay, capitán?
Jacobo miró con fijeza a Crockston, y éste comprendió que las noticias no eran buenas.
¿Habéis visto a Beauregard? -preguntó.
Sí -respondió Jacobo.
¿Le habéis hablado de Mr. Halliburtt?
No. Me ha hablado él.
¿Y qué?
Que... no se puede decir todo, Crockston.
Todo, capitán.
Pues bien, ¡el general Beauregard me ha dicho que tu amo será fusilado antes de ocho días!
En lugar de desesperarse, como hubiera hecho otro cualquiera, el americano sonrió a medias y exclamó:
¡Bah! ¿Qué importa?
¡Cómo qué importa! ¿No te he dicho que va a ser fusilado?
Sí, pero si antes de seis días está a bordo del Delfín, y si, antes de siete, el Delfín está en alta mar...
¡Bien! -dijo el capitán estrechando la mano de Crockston. Te comprendo, valiente. Eres hombre de resolución, y yo, pese al tío Vicente y al cargamento del Delfín, me dejo hacer pedazos por miss Jenny.
Nada de hacerse pedazos, porque con eso sólo los peces salen ganando. Lo esencial es salvar a Mr. Halliburtt.
Será muy difícil, como comprendes.
Así, así.
Está severamente guardado.
Claro.
La evasión ha de ser casi milagrosa.
¡Bah! Un prisionero está más poseído de la idea de salvarse que sus guardianes de la de conservarle preso. Luego un prisionero debe siempre conseguir libertarse. Todas las probabilidades están en su favor. Mr. Halliburtt, gracias a nuestras maniobras, se salvará.
Tienes razón.
Siempre.
Pero ¿qué hemos de hacer? Se necesita un plan; es preciso tomar precauciones.
Pensaré.
Pero miss Jenny, así que sepa que de un momento a otro puede llegar la sentencia de muerte de su padre...
Todo está reducido a hacer que no lo sepa.
Sí, vale más que lo ignore. Vale más para ella y para nosotros.
¿Dónde está encerrado Mr. Halliburtt? -preguntó Crockston.
En la ciudadela -respondió Jacobo.
Perfectamente. Ahora vamos a bordo.
Vamos a bordo, Crockston.

 1.016. Verne (Julio)

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