Una multitud inmensa acogió al
Delfín, en los muelles de Charleston, con entusiasmo indecible. Los habitantes,
bloqueados por mar, no estaban acostumbrados a recibir visitas de buques
europeos, y se preguntaban qué iba a hacer en sus aguas aquel magnífico barco
que ostentaba con orgullo el pabellón de Inglaterra. Pero cuando se supo con
qué objeto había franqueado los pasos de Sullivan, cuando se supo que su
cargamento era contrabando de guerra, las aclamaciones redoblaron.
Jacobo Playfair, sin perder un
momento, se puso en relación con el general Beauregard, comandante militar de
la ciudad. Este recibió muy bien al joven capitán del Delfín, que iba a
suministrar a sus soldados el vestuario y las municiones que tanto necesitaban.
Se convino en que la descarga se haría en el acto, y numerosos brazos acudieron
en ayuda de los marineros ingleses.
Antes de saltar a tierra, Jacobo recibió de miss Halliburtt las más
apremiantes recomendaciones relativas a su padre. El capitán se había consagra-do
por completo al servicio de la joven.
Miss -le dijo, podéis contar
conmigo; haré hasta lo imposible por salvar a vuestro padre, pero confío en que
el asunto será fácil de arreglar. Hoy mismo iré a ver al general Beauregard y,
sin pedirle bruscamente la libertad de Mr.
Halliburtt, sabré por él en qué situación se encuentra, si está libre
bajo su palabra o si está prisionero.
¡Pobre padre! -respondió suspirando
Jenny; no sabe que su hija está tan cerca de él. ¡Que no me sea dado arrojarme en sus brazos!
Un poco de paciencia, miss Jenny.
Pronto lo abrazaréis. Contad con que haré cuanto pueda, pero procediendo como
hombre prudente y reflexivo. Fiel a esta
promesa, Jacobo, después de haber tratado como negociante los asuntos de su
casa, entregado el cargamento del Delfín al general y tratado de la compra a
vil precio de una inmensa cantidad de algodón, hizo recaer la conversación en
los asuntos del día.
Según eso -dijo al general
Beaurgard, ¿creéis en el triunfo de los esclavistas?
No dudo ni por un momento de
nuestra victoria, respecto a Charleston; el ejército de Lee hará cesar muy
pronto el cerco. Además, ¿qué se puede esperar de los abolicionistas?
Supongamos, y es mucho suponer, que caigan en su poder las ciudades comerciales
de Virginia, de las dos Carolinas, de Georgia, de Alabama, del Mississipi, ¿qué
sucederá después? ¿Serán dueños de un país que jamás podrán ocupar? No por
cierto. Por mi parte, creo que su victoria les pondrá en grave apuro.
¿Estáis seguro de vuestros soldados?
-preguntó el capitán. ¿No teméis que Charleston se canse de un sitio que es su
ruina?
¡No! no temo la traición. Además,
los traidores serían sacrificados sin piedad; yo mismo pasaría la ciudad a
sangre y fuego si sorprendiera en ella el menor movimiento unionista. Jefferson
Davis me ha confiado Charleston, y Charleston está en manos seguras.
¿Tenéis prisioneros nordistas? -dijo
Jacobo llegando a lo más interesante para él.
Sí, capitán. En Charleston empezó
el fuego de la escisión. Los abolicionistas que se hallaban aquí quisieron
resistir, pero, después de haber sido batidos, quedaron prisioneros de guerra.
¿Tenéis muchos?
Unos cientos.
¿Y todos andan libres por la
ciudad?
Lo estuvieron hasta el día en que
descubrí una conjuración formada por ellos.
Su jefe había llegado a establecer
comunicaciones con los sitiadores, que estaban instruidos de la situación de
la ciudad. Hice, pues, encerrar a esos huéspedes peligrosos, muchos de los
cuales sólo saldrán de la cárcel para subir a la ciudadela donde diez balas
confederadas darán al traste con su federalismo.
¡Cómo! ¿Fusilados? -exclamó el
joven capitán, sobresaltándose a pesar suyo.
Sí, y su jefe antes que todos. Es
un hombre muy resuelto, y peligroso en una ciudad sitiada. He enviado su
correspondencia a Richmond, y antes de ocho días su suerte se habrá fijado
irrevocable-mente.
¿Quién es ese hombre? -preguntó
Jacobo con la más perfecta indiferencia:
Un periodista de Boston, un
abolicionista rabioso, el alma condenada de Lincoln.
¿Cómo se llama? -Jonathan
Halliburtt.
¡Pobre hombre! -dijo Jacobo
tratando de ocultar su emoción. Haya hecho lo que haya querido, me da lástima,
¿y creéis que será fusilado?
Estoy seguro. ¿Qué queréis? La
guerra es la guerra. Cada cual se defiende como puede.
En fin, no tengo nada que ver en
ese asunto; cuando esa ejecución se lleve a cabo, ya estaré muy lejos...
¡Cómo! ¿Pensáis ya en marchar?
Sí, general; soy comerciante, en
primer lugar. Terminado el cargamento de algodón, saldré al mar. He entrado en
Charleston, pero necesito salir. Esa es la cuestión. El Delfín es un buen barco
capaz de desafiar a la carrera a todos los buques federales, pero, por mucho
que corra, más corre una bala de a ciento, y uno de estos proyectiles en su
casco o en su máquina, haría fracasar toda mi combinación comercial.
Como gustéis, capitán -respondió
Beauregard. Nada puedo aconsejaros. Cumplís con vuestro deber, y hacéis bien.
Yo haría lo mismo en vuestro lugar. Además, la estancia en Charleston es poco
agradable, una bahía en la que llueven bombas no es buen abrigo para un buque.
Partiréis cuando queráis. Pero, decidme: ¿cuántos cruceros federales que hay
delante de Charleston y cuál es su fuerza ofensiva? Jacobo contestó lo mejor que supo y se
despidió del general con la mayor cortesía. Después volvió al Delfín, muy preocupado
y triste. «¿Qué diré a miss Jenny
-pensaba? No puedo decirle la verdad. Mejor es que la ignore. ¡Pobre hija! » Aún no había dado 50 pasos
fuera de la casa del gobernador, cuando tropezó con Crockston. El digno
americano le acechaba desde su salida.
¿Qué hay, capitán?
Jacobo miró con fijeza a Crockston,
y éste comprendió que las noticias no eran buenas.
¿Habéis visto a Beauregard? -preguntó.
Sí -respondió Jacobo.
¿Le habéis hablado de Mr.
Halliburtt?
No. Me ha hablado él.
¿Y qué?
Que... no se puede decir todo,
Crockston.
Todo, capitán.
Pues bien, ¡el general Beauregard
me ha dicho que tu amo será fusilado antes de ocho días!
En lugar de desesperarse, como
hubiera hecho otro cualquiera, el americano sonrió a medias y exclamó:
¡Bah! ¿Qué importa?
¡Cómo qué importa! ¿No te he dicho
que va a ser fusilado?
Sí, pero si antes de seis días está
a bordo del Delfín, y si, antes de siete, el Delfín está en alta mar...
¡Bien! -dijo el capitán estrechando
la mano de Crockston. Te comprendo, valiente. Eres hombre de resolución, y yo,
pese al tío Vicente y al cargamento del Delfín, me dejo hacer pedazos por miss
Jenny.
Nada de hacerse pedazos, porque con
eso sólo los peces salen ganando. Lo esencial es salvar a Mr. Halliburtt.
Será muy difícil, como comprendes.
Así, así.
Está severamente guardado.
Claro.
La evasión ha de ser casi
milagrosa.
¡Bah! Un prisionero está más
poseído de la idea de salvarse que sus guardianes de la de conservarle preso.
Luego un prisionero debe siempre conseguir libertarse. Todas las probabilidades
están en su favor. Mr. Halliburtt, gracias a nuestras maniobras, se salvará.
Tienes razón.
Siempre.
Pero ¿qué hemos de hacer? Se
necesita un plan; es preciso tomar precauciones.
Pensaré.
Pero miss Jenny, así que sepa que
de un momento a otro puede llegar la sentencia de muerte de su padre...
Todo está reducido a hacer que no
lo sepa.
Sí, vale más que lo ignore. Vale
más para ella y para nosotros.
¿Dónde está encerrado Mr.
Halliburtt? -preguntó Crockston.
En la ciudadela -respondió Jacobo.
Perfectamente. Ahora vamos a bordo.
Vamos a bordo, Crockston.
1.016. Verne (Julio)
No hay comentarios:
Publicar un comentario