¡Qué magnífica esfinge,
infinitamente más hermosa que aquellas esfinges de Egipto, aunque tan célebres!
Llamábase ésta la esfinge de Romiradur, y constituía la octava maravilla del
mundo.
La familia Ratón acababa de llegar
al lindero de una vasta llanura, rodeada de espesos bosques dominados en las
lejanías por una cadena de montañas cubiertas de nieves perpetuas.
Imaginaos en el centro de aquella
llanura un animal tallado en mármol: está acostado sobre la hierba, la cara
levantada, las patas delanteras cruzadas una sobre otra y el cuerpo alargado
como una colina; mide, por lo menos, quinientos pies de largo por cien de
ancho, y su cabeza se eleva ochenta pies por encima del suelo.
Aquella esfinge posee el aspecto
indescifrable que distingue y caracteriza a sus congéneres. Jamás ha revelado
el secreto que guarda desde hace miles y miles de siglos, y, sin embargo, su
vasto cerebro se halla abierto para todo el que quiera visitarlo. Penétrase en
él por una puerta que hay entre las patas; escaleras interiores dan acceso a
sus ojos, a sus orejas, a su nariz, a su boca y hasta a aquel bosque de
cabellos que eriza su cráneo. Por
añadidura, y para que podáis loros perfecta cuenta de la enormidad de ese
monstruo, sabed que diez personas se encontrarían muy a gusto en la órbita de
sus ojos, treinta en el pabellón de sus orejas, cuarenta entre los cartílagos
de su nariz, sesenta en su boca, donde se podría dar un baile, y un centenar en
su cabellera, espesa e inextricable como un bosque de América. Así es que de
todas partes se acude, no a consultarla, porque no quiere responder, sino a
visitarla como se hace con la estatua de San Carlos en una de las islas del
lago Mayor. Habrá de permitírseme,
queridos niños, no insistir más en la descripción de esta maravilla, que honra
al genio del hombre. Ni las pirámides de Egipto, ni los jardines colgantes de
Babilonia, ni el Coloso de Rodas, ni el faro de Alejandría, ni la torre Eiffel
pueden resistir la comparación con ella. Cuando los geógrafos hayan logrado
ponerse de acuerdo acerca del país en que se encuentra la gran esfinge de
Romiradur, cuento con que iréis a visitarla durante vuestras vacaciones.
Pero Gardafur la conocía y él era
quien guiaba a la familia Ratón. Al decirles que había gran concurso de
gente, les había engañado de un modo infame. ¡He ahí una cosa que iba a
producir honda contrariedad al pavo, y a la cotorra! De la magnífica esfinge no
se preocupaban para nada.
Como sin duda imagináis, habíase
concertado su plan entre el encantador y el príncipe Kissador. El príncipe se
encontraba cerca, en la linde de un bosque próximo, con un centenar de sus
guardias. Tan pronto como la familia Ratón hubiera penetrado en la esfinge, se
la pescaría como en una ratonera. Si cien hombres no conseguían apoderarse de cinco
aves, de un ratón y de un joven, enamorado, sería indudable que se encontraban
protegidos por un poder sobrenatural.
Durante la espera, el príncipe iba
y venía dando muestras de la más viva impaciencia. ¡Haber sido vencído en sus
tentativas contra la familia y contra la hermosa Ratina! ¡Ay de la familia si
Gardafur recobrase su poder! Pero el encantador se encontraría reducido aun a
la impotencia durante algunas semanas.
En fin, por aquella vez habían sido también tomadas todas las medidas,
que muy probablemente ni latina ni los suyos podrían escapar a las asechanza y
maquinaciones de su tenaz perseguidor.
En aquel momento apareció Gardafur
a la cabeza de la pequeña caravana, y el príncipe, rodeado de sus guardias,
estaba dispuesto a intervenir.
1.016. Verne (Julio)
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