Al día siguiente, el pueblo de Kalfermatt contaba con un habitante
más, y hasta con dos; pudo vérseles paseándose por la plaza, ir y venir a lo
largo de la Calle Mayor
y llegar hasta la escuela, y, finalmente, volverse a la posada de Clére, donde
tomaron una habitación con dos camas, para un tiempo cuya duración no
indicaron.
-Puede ser para un día, para una semana, para un mes, para un año
-había dicho el más importante de aquellos dos personajes, según me contó Betty
cuando se unió conmigo en la plaza, como todos los días.
-¿Sería ése el organista de ayer? -pregunté yo.
-¡Caramba! Bien pudiera ser eso, José.
-¿Con su entonador...?
-El más gordo, sin duda -respondió Betty.
-¿Y cómo son?
-Como todo el mundo.
Como todo el mundo, es evidente, toda vez que tenían una cabeza
sobre los hombros, brazos adheridos al torso y pies al extremo de las piernas.
Pero puede poseerse todo eso, y, sin embargo, no parecerse a nadie. Y esto,
efectivamente, fue lo que yo hube de reconocer cuando, hacia las once de la
mañana, vi, por fin, a aquellos dos extranjeros tan extraños.
Marchaban uno tras otro.
Uno de ellos, de treinta y cinco a cuarenta años, delgado, pálido,
enjuto, largo, vestido con una gran levita amarillenta, las piernas dobladas,
que terminaban en dos pies estrechos, puntiagudos, tocado con una ancha gorra
con pluma. ¡Vaya una figura la que tenía aquel individuo! Ojos plegados,
pequeños, pero penetrantes, con una brasa en el fondo de sus pupilas, dientes
blancos y agudos, nariz afilada, boca cerrada y barbilla prominente. ¡Y qué
manos! ¡Dedos largos, largos... de esos dedos que sobre un teclado pueden
abarcar una octava y media!
El otro era su antítesis: grueso, ancho de espaldas y sobre sus
robustos hombros una cabezota de toro, semblante congestionado, barriga en
clave de fa, y representando unos treinta años.
Nadie conocía a aquellos individuos. Era la primera vez que venían
al país. Seguramente no eran suizos, sino más bien gentes del Este, de más allá
de las montañas, del lado de Hungría. Y así era, en realidad, según supimos más
tarde.
Después de haber pagado una suma adelantada en la posada Clére,
habían almorzado con gran apetito, sin escatimar las cosas buenas. Luego se
pusieron a pasear uno tras otro; el flaco mirando a un lado y a otro,
canturreando, los dedos en incesante movimiento y, con un gesto singular, iba
golpeándose la nuca con la mano y repitiendo:
-¡La natural...! ¡La natural...! ¡Bien!
El gordo se balanceaba sobre sus piernas, fumando una pipa en
forma de saxofón, de donde se escapaban torrentes de humo blanquecino.
Yo les contemplaba con los ojos muy abiertos, cuando el más alto
me llamó, haciéndome señas para que me acercara.
La verdad sea dicha, yo tenía un poco de miedo, pero, al fin, me
arriesgué y él me dijo con una voz como la de falsete de un niño de coro:
-¿La casa del cura, pequeño?
-¿La casa del... el presbiterio?
-Sí. ¿Quieres llevarme?
Pensaba yo que el señor cura me regañaría por haberle llevado
aquellas personas: sobre todo el alto, cuya mirada me fascinaba. Habría querido
negarme, pero me fue imposible, y heme aquí encaminándome hacia la casa
rectoral.
Nos separarían unos cincuenta pasos de ella, cuando yo le enseñé
la puerta y huí a todo correr, en tanto que la aldaba marcaba tres corcheas,
seguidas de una negra.
Varios camaradas me aguardaban en la plaza y el señor Valrugis con
ellos, quien me interrogó. Yo referí todo lo que había pasado; los compañeros
me miraban...; ¡Ya veis, él me había hablado!
Pero cuanto yo pude decir no nos hizo adelantar un paso en la
averiguación de lo que aquellos dos individuos vendrían a hacer en Kalfermatt.
¿Por qué habían querido hablar con el señor cura? ¿Qué habría ocurrido entre
ellos?
Todo quedó explicado aquella tarde.
Aquel tipo extraño -el más alto- se llamaba Effarane; era húngaro,
y a la vez artista afinador y constructor de órganos, organero, como suele
decirse, y que se encargaba de hacer reparaciones, yendo de ciudad en ciudad y
de pueblo en pueblo ganándose de ese modo la vida.
Él, según fácilmente se adivina, fue quien, la víspera, habiendo
penetrado por la puertecilla lateral con el otro, su ayudante y entona-dor,
había despertado los ecos de la vieja iglesia, desencadenando tempestades de
armonía. Pero, según él, el instrumento, defectuoso en algunas partes, exigía
ciertas reparaciones, y él se ofrecía a hacerlas a muy bajo precio. Varios
certificados daban fe de sus aptitudes para este género de trabajos.
-¡Hágalo, hágalo! -había respondido el señor cura, que se había
apresurado a aceptar la oferta que el personaje hiciera. Y había añadido:
-¡Bendito sea Dios, que nos envía un organero de vuestro saber y
valer, y mil veces bendito si, además, nos enviase un organista...!
-¿De modo que el pobre Eglisak...? -preguntó el maestro Effarane.
-Sordo como una tapia. ¿Le conoce usted?
-¿Quién no conoce al hombre de la fuga?
-Pues hace ya seis meses que ni toca en la iglesia, ni enseña en
la escuela. Así es que tuvimos que tener misa sin música el día de Todos
Santos, y me temo que algo análogo va a ocurrirnos para el de Navidad.
-Tranquilícese, señor cura -respondió el maestro Effarane; en unos
quince días pueden terminarse las reparaciones, y si usted quiere, el día de
Navidad yo tocaré el órgano...
Y al decir esto agitaba sus dedos interminables.
El cura agradeció sus ofrecimientos al artista, y le preguntó lo
que pensaba acerca del órgano de Kalfermatt.
-Es bueno -respondió el maestro Effarane, pero incompleto.
-¿Pues qué le falta? ¿No tiene, por ventura, veinticuatro
registros, sin olvidar el registro de la voz humana?
-¡Oh, lo que le falta, señor cura, es, precisamente, un registro
que yo he inventado, y con el que trato de dotar a estos instrumentos!
-¿Cuál?
-El registro de las voces infantiles -repuso el singular personaje,
enderezando su alta figura. Sí, yo he imaginado este perfeccionamiento. Será
el ideal, y entonces mi nombre sobrepujará los nombres de los Fabri, de los
Kleng, de los Erhart Smid, de los André, y de los Castendrofer, de los Krebs,
de los Müller, de los Agrícola, de los Kranz, de los Antegnati, de los
Costanzo, de los Graziadei, de los Serassi, de los Tronci, de los Nanchinini,
de los Callido, de los Sébastien Érard, de los Abbey, de los Cavaillé Coll...
Citaba tantos nombres que el buen cura debió creer que no habría
terminado hasta la hora de vísperas.
Y el organero añadió sacudiendo su cabellera:
-Si yo consigo esto para el órgano de Kalfermatt, ningún otro
podrá compararse con él, ni el de San Alejandro en Bérgamo, ni el de San Pablo
en Londres, ni el de Friburgo, ni el de Amsterdam, ni el de Frankfurt, ni el de
Nuestra Señora de París, ni el de la Magdalena , ni el de San Dionisio, ni el de
Beauvais...
Y decía todas esas cosas con aire inspirado, con movimientos que
describían curvas caprichosas.
Seguramente hubiera inspirado miedo a cualquiera que no fuese un
cura, quien, con unas cuantas palabras en latín, podía reducir el diablo a la
nada.
Por fortuna, se dejó oír entonces la campana que tocaba a
vísperas, y cogiendo su gorra, cuya pluma alisó con la mano, el maestro
Effarane saludó con una profunda reverencia y fue a unirse con su entonador en
medio de la plaza. Esto no fue obstáculo para que la anciana ama del cura
creyese sentir, cuando se marchó, cierto olorcillo a azufre.
Pero la verdad es que la estufa estaba
encendida.
1.016. Verne (Julio)
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