El padre Ratón avanzaba a buen
paso, a pesar de la gota. La paloma, describiendo grandes círculos en el
espacio, iba de vez en cuando a posarse sobre los hombros de Ratín. La cotorra,
volando de árbol en árbol, se elevaba tratando de descubrir la prometida
muchedumbre. El pavo real tenía la cola cuidadosamente replegada, para que no
se desgarrara con las zarzas del camino, en tanto que Ratana se balanceaba
sobre sus anchas patas. Tras ellos, la garza, alicaída, batía rabiosamente el
aire con su cola de ratón; había intentado metérsela en el bolsillo, quiero
decir debajo del ala, pero había tenido que renunciar a ello, porque el ala era
demasiado corta.
Llegaron, por fin, los viajeros al
pie de la esfinge; jamás habían visto nada tan hermoso ni tan grandioso.
¿Dónde está ese gran concurso de
gente del que nos habló?
Tan pronto como hayan llegado
ustedes a la cabeza del monstruo -respondió el trapacero encantador, dominarán
a la muchedumbre y serán vistos de muchas leguas a la redonda.
¡Pues bien, entremos!
Entremos.
Penetraron todos en el interior sin
abrigar la menor desconfianza; ni siquiera advirtieron que el guía se había
quedado fuera, después de haber cerrado tras ellos la puerta abierta entre las
patas del gigantesco animal. En el
interior había alguna claridad, que se filtraba por las aberturas del rostro, a
lo largo de las escaleras interiores. Pasados algunos instantes, pudo verse a
Ratón paseán-dose por los labios de la esfinge, a la señora Ratona revoloteando
sobre la punta de la nariz, y don Rata en la extremidad del cráneo. Ratina y el joven Ratín estaban colocados en
el pabellón de la oreja derecha, diciéndose mil ternezas.
En el ojo derecho se mantenía
Ratana, cuyo modesto plumaje no podía verse; y en el ojo izquierdo, el primo
Raté disimulaba lo mejor que podía su lamentable cola.
Desde todos aquellos puntos de la
cara, la familia Ratón se encontraba admirablemente dispuesta para contemplar
el espléndido panorama que se desarrollaba,, hasta los límites extremos del
horizonte. El tiempo era magnífico; ni
una sola nube en el cielo, ni el más leve vapor sobre la superficie del suelo.
De pronto, una masa animada se
dibuja hacia el bosque... Se adelanta... Se acerca... ¿Es acaso la muchedumbre
de adoradores de la esfinge de Romiradur?
¡No! Son gentes armadas de picas, de sables, de arcos, de ballestas,
avanzando en pelotón cerrado; no pueden abrigar sino perversos designios.
En efecto, el príncipe Kissador va
a la cabeza, seguido del encantador, que ha dejado sus vestidos de guía; la
familia Ratón se considera perdida, a menos que aquellos de sus miembros que
poseen alas no vuelen a través del espacio.
¡Huye, mi querida Ratina! -le dice
su novio. ¡Huye!... ¡Déjame a mí en las manos de estos miserables!
¡Abandonarte...! ¡Jamás! -responde
Ratina.
Esto, por lo demás, habría sido muy
imprudente; una flecha hubiera podido herir
a la paloma, así como a las
cotorra, al pavo real, al ganso y a la garza. Era preferible ocultarse en las
profundidades de la esfinge. Tal vez consiguiesen escapar al llegar la noche,
salvándose por alguna salida secreta, y sin nada que temer de las armas de
príncipe.
¡Ah, cuán deplorable era que el
hada Firmenta no hubiera acompañado a sus protegidos en el curso de aquel
viaje!
El joven, sin embargo, había tenido
una idea, y muy sencilla, como todas las ideas buenas: atrancar la puerta y
acumular obstáculos en el interior, y esto fue lo que se hizo sin perder
tiempo.
El príncipe Kissador, Gardafur y
los guardias se habían detenido a algunos pasos de la esfinge, intimando la
rendición a los prisioneros.
Un «no» bien acentuado, que salió
de los labios monstruo, fue la única respuesta que obtuvieron.
Entonces, los guardias se
precipitaron contra la puerta, acometiéndola con enormes cantos de roca,
siendo evidente que no tardaría en ceder.
Mas he aquí que un leve vapor envuelve la cabelle .de la esfinge, y,
destacándose de sus últimas volutas, el hada Firmenta aparece en pie sobre la
cabeza de la esfinge de Romiradur.
Ante aquella milagrosa aparición,
los guardias retroceden, pero Gardafur consigue volverlos a poner al asalto, y
los goznes de la puerta comienzan a ceder ante sus golpes.
En aquel momento, el hada inclina
hacia el suelo la varita, que tiembla en su mano.
¡Qué inesperada irrupción se
produjo a través de la deshecha puerta!
Un tigre hembra, una pantera y un oso se precipitan sobre los guardias.
El tigre es Ratona, con su leonada piel; el oso es Rata, con el pelo erizado y
las fauces abiertas; la pantera es Ratana, que da unos saltos terribles. Esta
última metamorfosis ha cambiado a los tres volátiles en bestias feroces. Al mismo tiempo, Ratina se ha transformado en
una cierva elegante, y el primo Raté ha tomado la forma de un asno, que rebuzna
con una voz tremenda. Pero -¡lo que es la mala suerte!- ha conservado su cola
de garza, y una cola de pájaro es lo que cuelga a la extremidad de su grupa.
Decididamente, es imposible evitar su destino.
A la vista de aquellas tres
formidables fieras, los guardias no vacilaron un instante, se desbandaron como
si tuvieran fuego bajo sus talones. Nada habría podido detenerlos, tanto más
cuanto que el príncipe Kissador y Gardafur les dieron el ejemplo; no les
convenía, al parecer, ser devorados vivos.
Pero si bien el príncipe y el encantador pudieron ganar el bosque,
algunos de sus guardias fueron menos afortunados. El tigre, el oso y la pantera
habían llegado a cortarles la retirada, y aquellos pobres diablos no pensaron
más que en buscar refugio dentro de la esfinge, y pronto pudo vérseles ir y
venir por su ancha boca.
Fue aquélla una mala idea, sí, una
mala idea, y cuando ellos lo reconocieron era ya demasiado tarde.
En efecto, el hada Firmenta
extiende de nuevo su varita y rugidos espantosos se propagan, como los truenos,
a través del espacio.
La esfinge acaba de convertirse en
león.
¡Y qué león! Su melena se eriza,
sus ojos lanzan rayos, sus mandíbulas se abren, se cierran y comienzan su obra
de masticación... Un instante después, los guardias del príncipe Kissador han
sido triturados por los dientes del formidable animal.
Entonces el hada Firmenta salta
ligeramente sobre el suelo. A sus pies van a tenderse el tigre, el oso y la
pantera, como lo hacen los animales feroces con sus domadores.
1.016. Verne (Julio)
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