Jenny, sentada en la toldilla del
Delfín, esperaba impaciente y ansiosa el regreso del capitán. Así que éste
regresó, sus labios no pudieron articular ni una palabra, pero sus ojos
interrogaban a Jacobo con la mayor elocuencia.
Jacobo y Crockston sólo hicieron saber a la joven los hechos relativos a
la prisión de su padre. El capitán dijo que habiendo sondeado a Beauregard
acerca de los prisioneros y no habiéndole hallado muy favorable a ellos, se
había mantenido en prudente reserva para proceder según las circunstancias.
No estando Mr. Halliburtt libre por
la ciudad, será más difícil su fuga, pero os juro, miss Jenny, que el Delfín no
dejará la rada de Charleston sin tener a vuestro padre a su bordo.
Gracias, Mr. Jacobo -dijo Jenny. Os
doy gracias con toda mi alma.
Al oír estas palabras, Jacobo
sintió que su corazón saltaba en su pecho. Se acercó a Jenny con la mirada
húmeda y la palabra turba-da. Tal vez iba a hablar, a confesar sus
sentimientos, pero Crokston intervino.
No es este el momento de
enternecerse -dijo. Hablemos, y hablemos en razón.
¿Tienes algún plan, Crockston? -preguntó
la joven.
Siempre tengo plan -respondió
Crockston. Esa es mi especialidad.
Pero ¿es bueno? -dijo Jacobo.
Bueno. Vos, capitán, vais a
acercaros al general Beauregard y a pedirle un servicio que no os negará.
¿Cuál?
Le diréis que tenéis a bordo un
pícaro, un perdido, que durante la travesía ha excitado a la tripulación a la
rebeldía; le pediréis que, durante vuestra permanencia en Charleston, lo tenga
encerrado en la ciudadela; pero con la condición de devolverlo al partir, para
que podáis entregarlo a la justicia de su país.
Haré todo eso -dijo Jacobo medio
sonriendo; y el general accederá gustoso a mi petición.
Estoy seguro de ello -repuso
Crockston.
Pero me falta una cosa.
¿Qué?
El pícaro.
Le tenéis delante de vos.
¡Cómo! Ese pillastre...
Soy yo.
¡Oh, corazón valiente y noble!
-exclamó Jenny, apretando con sus pequeñas manos las rugosas del americano.
¡Crockston! ¡Amigo mío! -dijo
Playfair; te comprendo; y sólo siento no poder ocupar tu puesto.
Cada uno a su papel -replicó
Crockston. En mi puesto os veríais mucho más apurado que yo. Bastante tendréis
que hacer luego para salir de la rada bajo el cañón de los federales y el de
los confederados; cosa que yo haría bastante mal.
Continúa.
Conozco la ciudadela; una vez en
ella, veré cómo me las compon-go, pero me las compondré bien. Entre tanto,
cargaréis vuestro barco.
¡Oh! los negocios -dijo el capitán-
me importan ya muy poco.
Nada de eso. Y el tío Vicente ¿qué
dirá? Hagamos marchar a la par los sentimientos y las operaciones mercantiles.
Así evitaremos sospechas. ¿Podéis estar preparados dentro de seis días?
Sí.
Pues haced que el Delfín esté
dispuesto a salir el día 22.
Lo estará.
El día 22, fijaos bien, enviad una
embarcación con vuestros mejores hombres a White Point, al extremo de la
ciudad. Esperad hasta las nueve y veréis aparecer a Mr. Halliburtt con vuestro
servidor.
Pero ¿cómo podréis huir los dos?
Eso es cuenta mía.
Querido Crockston -dijo Jenny, ¡vas
a arriesgar tu vida por mi padre!
No temáis por mí, miss Jenny, no
arriesgo nada.
¿Cuándo es preciso hacer que te
encierren? -preguntó Jacobo.
Hoy mismo. Estoy desmoralizando a
vuestra tripulación. Cuanto antes, mejor.
¿Quieres oro?, puede serte útil.
¿Para comprar un carcelero? Nada de
eso. El carcelero se queda con el dinero y con el preso. Tengo medios más
seguros. Es preciso poder beber en caso de necesidad.
Y emborrachar al carcelero.
No; un carcelero borracho lo echa
todo a perder. Tengo mi idea; dejadme.
Toma diez dólares.
Es demasiado; pero os daré la
vuelta.
¿Estás dispuesto?
Completamente dispuesto a ser un
pillo redomado.
Vamos, pues.
Crockston -dijo la joven con voz
conmovida, ¡eres el hombre más honrado que hay bajo la capa del cielo!
No me extrañaría -repuso el americano
soltando la carcajada. A propósito, capitán. Una recomendación importante.
Veamos.
Si el general os propone ahorcar a
vuestro tunante, ya sabéis, los militares, todo lo arreglan así...
¿Qué?
Le diréis que necesitáis reflexionar.
Te lo prometo.
Aquel mismo día, con gran asombro
de la tripulación, que no estaba en el secreto, Crockston, con esposas en las
manos y cadenas en los pies, fue desembarcado entre diez marineros, y media
hora después, a petición del capitán Jacobo Playfair, el bribón atravesaba las
calles de la ciudad, y a pesar de su resistencia, era encerrado en la
ciudadela.
Durante aquel día y los siguientes
se descargó con rapidez el Delfín. Las grúas de vapor elevaban sin descanso el
cargamento europeo para hacer sitio al indígena. La población de Charleston
asistía a aquella interesante operación, ayudando y felicitando a los
marineros. Los sudistas les daban grandes muestras de afecto, pero Jacobo
Playfair no les dejó tiempo de aceptar los mismos de los americanos; no les
dejaba a sol ni a sombra, exigiéndoles una actividad cuya causa no sospechaban
los marineros del Delfín.
Tres días después, el 18 de enero,
empezaron a amontonarse en. la sentina las primeras balas de algodón. Aunque
Jacobo ya no se ocupaba de ella, la casa de Playfair y Compañía efectuaba una
excelente operación, pues había comprado, a ínfimo precio, todo el algodón que
obstruía los almacenes de Charleston. No
se había recibido ninguna noticia de Crockston. Jenny, aunque no decía nada,
sufría crueles angustias. Su rostro, alterado por el temor, hablaba por ella, y
Jacobo procuraba tranquilizarla.
Tengo plena confianza en Crockston
-le decía. Es un fiel servidor. Vos, que le conocéis mejor que yo, debéis estar
tranquila. Dentro de tres días, vuestro padre os estrechará contra su corazón.
¡Ah, Mr. Jacobo! -exclamó la joven.
¿Cómo podremos mi padre y yo pagar vuestra abnegación?
Os lo diré cuando estemos en las
aguas inglesas -respondió el capitán.
Jenny le miró, bajó sus ojos, que
se llenaron de lágrimas, y regresó a su camarote.
Jacobo esperaba que, hasta el
momento en que el padre se hallara fuera de peligro, la joven ignoraría su
terrible situación; pero, en este último día, la indiscreción de un marinero
descubrió la verdad. La respuesta del gabinete de Richmond había llegado la
víspera, por una estafeta que había podido forzar la línea del bloqueo.
Contenía la sentencia de muerte de Jonathan Halliburtt, que debía ser pasado
por las armas al día siguiente, por la mañana. La noticia había cundido por la
ciudad, habiéndola llevado a bordo uno de los marineros del Delfín. La joven
lanzó un grito desgarrador y cayó sin conocimiento sobre cubierta. Jacobo la
transportó a su camarote; fueron necesarios los cuidados más asiduos para
volverla a la vida.
Cuando abrió los ojos, vio al
capitán que, con un dedo sobre los labios, le recomendaba silencio. La joven se
vio obligada a callar, conteniendo los arrebatos de su dolor, y el capitán,
inclinándose hacia su oído, le dijo:
Jenny: antes de dos horas, vuestro
padre estará a salvo, a vuestro lado, o yo habré muerto tratando de salvarle.
Después, salió de la toldilla,
diciendo para sí:
«Ahora es preciso apoderarse de él
a toda costa, aun cuando deba pagar su libertad con mi vida y la de mi
tripulación.»
Había llegado la hora obrar. La
estiba del Delfín estaba concluida desde la mañana; sus bodegas estaban llenas
de carbón.
Podía partir dentro de dos horas.
Jacobo lo había hecho salir del North Commercial wharf y colocar en plena rada;
podía, pues, aprovechar la pleamar, a las nueve de la noche. Daban las siete cuando Jacobo se separaba de
Jenny. El capitán hizo empezar los preparativos de marcha. Hasta entonces, el
secreto había perma-necido oculto entre él, Crockston y Jenny, pero en aquel
momento, juzgó oportuno poner a mister Mathew al corriente de la situación, Así
lo hizo, inmediatamente.
Estoy a vuestras órdenes -respondió
Mr. Mathew, sin hacer la menor observación. ¿A las nueve?
Sí. Haced encender los fuegos y que
se activen.
Así se hará, capitán.
En lugar de levar el ancla,
cortaremos la amarra y nos largaremos sin perder un segundo.
Perfectamente.
Haced colocar un farol en el tope
del palo mayor. La noche está oscura y se levanta la bruma. No conviene que nos
extraviemos al regresar a bordo. Debéis tomar también la precaución de hacer
sonar la campana desde las nueve.
Se cumplirán vuestras órdenes.
Y ahora, Mr. Mathew -añadió Jacobo,
mandad poner la lancha y que la tripulen los seis marineros más robustos y
mejores remeros. Parto a White Point. Os recomiendo a miss Jenny durante mi
ausencia. Dios nos proteja a todos, Mr.
Mathew.
¡Dios nos proteja! -respondió el
segundo.
Y en el acto, mandó encender los
fogones y activar el fuego. En pocos minutos, el Delfín quedó preparado. Jacobo
se despidió de Jenny y bajó a su lancha, desde la cual pudo ver los torrentes
de negro humo que se perdían en la oscura niebla del cielo.
Las tinieblas eran profundas, había
caído el viento; un silencio absoluto reinaba en la inmensa rada, cuyas aguas
parecían dormidas. Temblaban en la bruma algunas luces apenas perceptibles.
Jacobo se había puesto al timón y, con mano segura, dirigía su embarcación
hacia White Point. El trayecto era de dos millas. Durante el día, Jacobo había tomado puntos de
orientación, de modo que le fue fácil llegar en línea recta al cabo de
Charleston.
Las ocho daban en San Felipe cuando
la proa de la lancha tocó en White Point.
Faltaba aun una hora para el momento preciso fijado por Crockston. El
muelle estaba absolutamente desierto. El centinela de la batería del Sur y del
Este paseaba, a veinte pasos. Jacobo devoraba los minutos. El tiempo no corría
como deseaba su impaciencia.
A las ocho y media, se oyó ruido de
pasos. Dejó a sus hombres, con los remos preparados, y se lanzó hacia adelante.
Al cabo de diez minutos se encontró con una ronda de guardacostas; eran veinte
hombres. Jacobo sacó un revólver de su cinturón, decidido a usarlo en caso de
necesidad. Pero ¿qué podía hacer contra aquellos soldados, que descendieron
hasta el muelle?
Allí, el jefe de la ronda se acercó
a él y viendo la lancha, preguntó a Jacobo:
¿Qué embarcación es esa?
La lancha del Delfín -respondió el
joven.
¿Y vos sois...? -El capitán Jacobo
Playfair.
Os creía en los pasos de
Charleston.
Voy a zarpar, debía estar ya en
camino, pero...
¿Pero?... -preguntó con insistencia
el jefe de los guardacostas.
Una idea repentina cruzó la mente
del capitán, que respondió:
Uno de mis marineros está encerrado
en la ciudadela y, a fe mía, lo tenía olvidado. Afortunadamente, me he acordado
cuando aún era tiempo y he enviado algunos de mis marineros a buscarle.
¡Ah! ¿Aquel tuno que queréis llevar
a Inglaterra?
Sí.
¡Aquí también le hubieran ahorcado
bien! -dijo el guardacostas riendo.
Lo creo -dijo Jacobo, pero vale más
hacer las cosas por sus pasos contados.
Vaya, buen viaje, capitán, y
desconfiad de las baterías de la isla de Morris.
No tengáis cuidado. Creo poder
salir como he entrado.
Buen viaje.
Gracias.
Y la ronda se alejó, quedando
silenciosa la playa.
En aquel momento, dieron las nueve.
Era el momento señalado. Jacobo oía los latidos de su corazón... Resonó un
silbido... Jacobo respondió con otro, y después prestó atento oído,
recomendando con la mano el más absoluto silencio a sus marineros. Apareció un
hombre, envuelto en una ancha manta, mirando a uno y otro lado. Jacobo corrió
hacia él.
¿Mr. Halliburtt?
Yo soy -respondió el hombre de la
manta.
¡Loado sea Dios! -exclamó Jacobo
Playfair. Embarcaos sin perder un instante.
¿Y Crockston?
¿Crockston? -dijo Mr. Halliburtt
con acento admirado. ¿Qué queréis decir?
Quien os ha salvado, quien os ha
conducido hasta aquí, es vuestro servidor Crockston.
El hombre que me acompañaba es el
carcelero de la ciudadela.
¡El carcelero! -exclamó Jacobo.
No entendía nada y le asaltaban mil
temores.
¡Ah, sí, el carcelero! -exclamó una
voz muy conocida. ¡El carcelero duerme como una marmota en mi calabozo!
¡Crockston!
¡Eres tú! ¡tú! -gritó Mr. Halliburtt.
Nada de conversación, mi amo. Todo
os lo explicaremos. Os va la vida. ¡A
bordo, a bordo! Los tres hombres
entraron en la lancha.
¡Boga! -gritó el capitán.
Los seis remos entraron en sus
toletes.
-¡Adelante! -mandó Jacobo Playfair.
Y la lancha se deslizó como un pez
sobre las oscuras olas de Charleston Harbour.
1.016. Verne (Julio)
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