En una de las más hermosas ciudades
de aquel tiempo y en la más hermosa casa de la ciudad residía un hada buena que
se llamaba Firmenta. Hacía todo el bien que un hada puede hacer, y se la amaba
mucho. Según parece, en aquella época todos los seres vivos estaban sometidos a
las leyes de la metempsicosis. No os asustéis de esta palabreja, que no
significa otra cosa sino que había una escala en la creación cuyos escalones
debía franquear cada uno de los seres para poder llegar hasta el último, y tomar
puesto en las filas de la
Humanidad. Así que, de esta suerte, se nacía molusco, se
convertía uno en pez, en pájaro luego, en cuadrúpedo después y, por fin, en
hombre o mujer. Como veis, era preciso ascender del estado más rudimentario al
estado más perfecto. Con todo, podía suceder que se volviese a bajar la escala,
merced a la maligna influencia de algún encantador, y, en tal caso, ¡qué triste
existencia! ¡Figuraos: haber sido hombre y convertirse luego en ostra! Por
fortuna, esto ya no se ve en nuestros días, físicamente al menos.
Sabed también que esas diversas metamorfosis
se operaban por el intermedio de un genio. Los genios buenos hacían subir y los
genios malos hacían bajar, y, si estos últimos abusaban de su poder, el Creador
podía privarles de él por algún tiempo.
Innecesario es decir que el hada
Firmenta era un genio bueno, y que nadie había tenido jamás que quejarse de
ella.
Ahora bien, una mañana encontrábase
el hada en el comedor de su palacio, una habitación adornada con tapices
magníficos y hermosísimas flores. Los rayos del sol se deslizaban a través de
la ventana, salpicando acá y allá de puntos luminosos las porcelanas y la
vajilla de plata colocadas sobre la mesa. La sirvienta acababa de anunciar a su
ama que el almuerzo estaba servido; un suculento y buen almuerzo, un almuerzo
como las hadas pueden hacer sin ser tachadas de glotonería. Mas apenas acababa
de tomar asiento el hada, cuando llamaron a la puerta de su palacio.
La criada fue a abrir; un instante
después, anunciaba al hada Firmenta que un hermoso joven deseaba hablarle.
Hazle entrar -dijo Firmenta.
Hermoso era, en efecto, de estatura
algo más que mediana, con cara de bueno y valeroso, y de unos veintidós años.
Vestido con gran sencillez, sabía presentarse con soltura y gracia. El hada, a
primera vista, formó una opinión favorable acerca de él. Creyó que, como tantos
otros a quienes ella había distinguido con sus favores, el joven iba a pedirle
algún servicio, y sentíase dispuesta a prestárselo.
¿Qué desea usted de mí, apreciable
joven? -preguntó con su más amable tono de voz.
Hada bondadosa -respondió el joven,
soy muy desgraciado y no tengo esperanza más que en vos. Y al ver que vacilaba.
Explíquese -dijo Firmenta. ¿Cuál es
su nombre?
Me llamo Ratín. No soy rico, y, sin
embargo, no es la fortuna lo que vengo a pediros. Lo que pido es la felicidad.
¿Cree, pues, usted que puede ir la
una sin la otra? -replicó el hada sonriendo.
Lo creo.
Y tiene razón. Continúe usted,
joven.
Hace algún tiempo -prosiguió, antes
de ser hombre yo era ratón, y, como tal, fui muy bien acogido por una excelente
familia, con la que contaba unirme por los más tiernos lazos. Había conquistado
las simpatías del padre, que es un ratón muy sensato. Tal vez la madre no me
miraba con tan buenos ojos, por no ser rico. Pero su hija Ratina ¡me miraba con
tanta ternura...! Iba yo, por fin, a ser aceptado, cuando una horrenda desdicha
vino a desvanecer mis esperanzas.
¿Qué fue lo que ocurrió? -preguntó
el hada con el más vivo y afectuoso interés.
Pues, en primer lugar, que yo me
convertí en hombre, en tanto que Ratina continuaba siendo rata.
Bueno, pues aguarde usted a que su
última transformación haya hecho de ella una muchacha...
¡Indudablemente, hada buena! Pero,
por desgracia, Ratina había sido vista por un señor poderoso que, acostumbrado
a satisfacer todos sus caprichos, no puede soportar la menor resistencia; todo
debe plegarse ante sus deseos.
¿Y quién es ese señor? -preguntó el
hada.
El príncipe Kissador. Propuso a mi
querida Ratina llevársela a su palacio, donde sería la más feliz de las ratas.
Ella se negó aun cuando su madre Ratonase mostró muy complacida. El príncipe
intentó entonces comprarla por un precio muy elevado pero el padre, Ratón,
sabiendo cuánto me amaba su hija y que yo moriría de pena si se nos separaba al
uno de la otra, no quiso escuchar las proposiciones del príncipe.
Renuncio a describiros el furor de
éste. Al ver a Ratina tan hermosa en su ser de rata, se decía que sería más
hermosa aún al convertirse en muchacha. ¡Sí, hada buena, más hermosa aún...! ¡Y
se casaría con ella...! ¡Todo lo cual estaba muy bien pensado para él, pero muy
mal para nosotros...!
Sí -respondió el hada, pero una vez
que el príncipe fue desdeñado, ¿qué tiene usted que temer ya?
Todo -repuso Ratín- purgue para
conseguir ver realizados sus propósitos se ha dirigido a Gardafur...
¿A ese encantador, a ese genio malo
que sólo se complace en hacer el mal, y con quien yo estoy siempre en guerra?
¡Al mismo, hada buena!
¿A ese Gardafur, cuyo temible poder
no se aplica sino a rebajar de escala a los seres que se elevan poco a poco a
los grados más altos?
¡Eso es!
Por fortuna, Gardafur, a
consecuencia de haber abusado de su poder, acaba de ser privado de él por algún
tiempo.
Eso es verdad -repuso tristemente
Ratín; pero en el momento en que el príncipe recurrió a él, lo poseía aún por
entero. Así es que, estimulado por una parte por las seductoras promesas de ese
señor, y asustado por otra ante sus amenazas, prometió vengarle de los desdenes
de la familia Ratón.
¿Y lo hizo...?
¡Lo hizo, hada buena!
¿De qué manera?
Metamorfoseó a aquellas pobres
ratas, cambiándolas en ostras. Y ahora vegetan las infelices en el banco de
Samobrives, donde esos moluscos -de excelente calidad, cumplo un deber al
afirmarlo- valen a tres pesetas la docena, lo que es muy natural, toda vez que
la familia Ratón se encuentra entre ellos. ¡Ved ahora, hada buena, toda la
extensión de mi infortunio!
Firmenta escuchaba con lástima y
benevolencia el relato del joven Ratín.
Siempre, por lo demás, había experimentado compasión por los dolores
humanos, y sobre todo por los amores contrariados.
¿Qué puedo hacer en su obsequio?
-preguntó al fin.
¡Hada bondadosa -dijo Ratín, ya que
mi Ratina está pegada al banco de Samobrives, hacedme ostra a mí también para
que pueda tener el consuelo de vivir cerca de ella!
Esto fue dicho con un tono tan
triste, que el hada Firmenta se sintió sumamente conmovida, y tomó entre las
suyas la mano del joven.
Ratín -le dijo-, aun cuando
accediera a darle gusto, no me sería posible hacerlo. Sabe usted que me está
prohibido hacer descender a los seres vivientes. No obstante, si no puedo reducir a usted al
estado de molusco, lo que sería un estado muy humilde, puedo hacer subir a
Rutina de grado...
¡Oh, hacedlo, hada buena, hacedlo!
Pero será menester que vuelva a
pasar por los grados inter-medios, antes de llegar a ser de nuevo la
encantadora rata destinada a ser muchacha algún día. ¡Sea usted, pues, paciente, sométase a las
leyes de la Naturaleza
y tenga así mismo confianza...!
¿En vos, hada buena...?
¡En mí, sí! Haré cuanto pueda por
ayudarle. No olvidemos, sin embargo, que habremos de sostener violentas luchas.
Aun cuando sea, como es, el más necio de los príncipes, tiene usted en el
príncipe Kissador un enemigo poderoso. Y si Gardafur llegase a recobrar el
poder antes de que usted fuese el esposo de la bella Rutina, me sería muy
difícil vencerle, porque habría vuelto a ser igual a mí.
A este punto llegaban en su
conversación el hada Firmenta y Ratin, cuando se oyó una tenue vocecita... ¿De
dónde salía aquella voz...? Difícil parecía adivinarlo.
¡Ratín...! ¡Mi pobre Ratín...! ¡Te
amo...!
Es la voz de Rutina -gritó el joven.
¡Ah, señora hada, tened compasión de ella!
Verdaderamente, parecía que Ratín
estaba loco. Corría a través del comedor, miraba debajo de los muebles, abría
los armarios y aparadores pensando que Rutina podía hallarse escondida en
alguno de ellos. El hada le detuvo con
un gesto.
Y entonces, queridos niños, se
produjo una cosa muy singular. Sobre la mesa y alineadas en una fuente de plata
había una media docena de ostras, que procedían precisamente del banco de
Samobrives. En el centro aparecía la más hermosa, con su concha muy reluciente
y bien orlada. Y he aquí que aumenta de volumen, se alarga, se ensancha, se
desarrolla, y acaba por abrir sus dos valvas. De ellas se separa una adorable
figurita, de cabellos rubios como las doradas espigas, dos ojos, los más
tiernos y acariciadores del mundo, una naricilla recta y una boca encantadora,
que repite:
¡Ratín! ¡Mi querido Ratín...!
¡Es ella! -exclama el joven.
Era Rutina, en efecto. Tenía razón
en reconocerla como tal, porque es menester que os diga, queridos niños, que en
aquel venturoso tiempo de magia los seres tenían ya semblante humano, aun antes
de pertenecer a la humanidad. ¡Y cuán
linda era Rutina sobre el nácar de su concha! ¡Diríase que era una alhaja
encerrada en su estuche!
Y ella se expresaba así:
¡Ratín! ¡Mi querido Ratín! He oído
todo lo que acabas de decir ala señora hada, y la señora hada se ha dignado
prometer reparar el mal que ha causado ese malvado Gardafur. ¡Oh, no me
abandones, porque si me cambió en ostra fue para que no pudiese huir!
¡Entonces el príncipe Kissador
vendrá a separarme del banco al que está adherida mi familia; me llevará
consigo y me pondrá en su vivero, aguardará a que me haya convertido en
muchacha y estaré para siempre pérdida para mi pobre y querido Ratín!
Hablaba con voz tan triste, que el
joven, profundamente conmovido, apenas podía responder.
¡Oh, Rutina mía! -murmuraba.
Y en un impulso de ternura,
extendía la mano hacia el pobrecito molusco, cuando el hada le contuvo. Tras
haber cogido delicadamente una magnífica perla que se había formado en el
fundo de la valva, le dijo:
Toma esta perla.
¿Esta perla, hada buena?
Sí, vale una fortuna, podrá
servirte más adelante. Ahora vamos a llevar a Rutina al banco de Samobrives, y
ya allí la haré subir un escalón...
Que no sea sólo a mí, hada buena -dijo
Rutina con voz suplicante. ¡Pensad en mi buen padre Ratón, en mi buena madre
Ratona y en mi primo Raté! ¡Pensad en nuestros fieles servidores Rata y
Ratana...!
Pero en tanto que hablaba de esta
manera, las dos valvas de su concha se cerraron poco a poco y adquirieron sus
dimensiones ordinarias.
¡Ratina! -exclamó el joven.
¡Cójala! -ordenó el hada.
Obedeció presuroso Ratín y llevó la
concha a sus labios. ¿Por ventura no encerraba ella todo lo que él quería más
en el mundo?
1.016. Verne (Julio)
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