De esta suerte se celebró la boda
del príncipe Ratín y de la princesa Ratina, con una extrema magnificencia digna
de aquel hermoso joven y de aquella linda muchacha, nacidos el uno para el
otro.
Al regreso de la capilla, el
cortejo desfiló en el mismo orden y con la misma corrección y nobleza de
actitudes, como, según parece, sólo se encuentra en las clases elevadas.
Si se objeta que todos aquellos
señores no eran, sin embargo, más que advenedizos al fin y al cabo, que en
virtud de las leyes de la metempsicosis habían ido pasando por muy humildes
fases, que fueron moluscos sin alma, peces sin inteligencia, volátiles sin
seso, cuadrúpedos sin raciocinio, responderemos que nadie podría creer
semejante cosa al observar su corrección y elegancia. Las buenas maneras, por
otra parte, se aprenden como se aprende la Historia o la Geografía. Pensando ,
no obstante, en lo que pudo ser en el pasado, ‘el hombre haría perfectamente en
mostrarse más modesto y la
Humanidad ganaría bastante con ello.
Tras la ceremonia del matrimonio
hubo una comida espléndida en la gran sala del palacio. Decir que se comió
ambrosía preparada por los primeros cocineros del siglo y que se bebió néctar
procedente de las mejores bodegas del Olimpo no sería decir demasiado.
La fiesta, en fin, terminó con un
baile, en el que lindas bayaderas y graciosas almeas, vestidas con sus trajes
orientales, causaron la admiración y el encanto de la augusta asamblea.
El príncipe Ratín, como era
natural, había abierto el baile con la princesa Ratina en una contradanza en la
que la duquesa Ratona figuraba del brazo de un príncipe de sangre real, don
Rata en compañía de una embajadora y Ratana conducida por el propio sobrino de
un Gran Elector.
En cuanto al primo Raté, tardó
mucho tiempo en exhibir su persona. Por mucho que le costase permanecer
apartado, no se atrevía a invitar a las encantadoras mujeres que pululaban por
la sala. Decidióse, al fin, por sacar a bailar a una deliciosa condesa de
notable distinción... Aquella amable dama aceptó..., un poco ligeramente tal
vez, y he allí a la pareja lanzada en el torbellino de un vals de Gung’l.
¡Ah, qué efecto...! En vano había
querido el primo Raté recoger bajo el brazo su rabo de asno, lo mismo que las
valsadoras hacen con su cola. Aquel rabo, arrastrado por el movimiento
centrífugo hubo de escapársele. Y entonces hele allí que se extiende como un
plumero, que azota a los grupos de bailarines, que se enrosca en sus piernas,
que produce las caídas más comprometedoras, v es causa, en fin, de la propia
caída del marqués Raté y de la deliciosa condesa, su compañera.
Hubo que sacarla de allí, medio
desvanecida de vergüenza, en tanto que el primo corría a esconderse con toda la
velocidad de sus piernas. Aquel burlesco
episodio dio fin a la fiesta, y todo el mundo se retiró en el momento en el que
se anunciaba el comienzo de una magnífica sesión de fuegos artificiales.
1.016. Verne (Julio)
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