Era una de las más elegantes
moradas de Ratópolis -un magnífico queso de Holanda- la casa donde habitaba la
familia Ratón. El salón, el comedor, las alcobas, todas las piezas necesarias
para el servicio estaban distribuidas con gusto y confort. Y era que Ratón y
los suyos se contaban entre los notables de la ciudad y gozaban de la estima-ción
universal.
Aquel retorno a su antigua
situación no había infatuado a aquel digno filósofo. Lo que siempre había sido no podía dejar de
serlo, modesto en sus ambiciones, un verdadero sabio, del que La Fontaine habría hecho el
presidente de su consejo de ratas. A todo el mundo le había ido siempre bien
siguiendo sus consejos y advertencias. Lo malo era que se había vuelto gotoso,
y tenía que andar con una muleta cuando la gota no le retenía en su amplio
sillón. Atribuíala él a la humedad que había cogido en el banco de Samobrives,
donde había estado vegetando durante varios meses. A pesar de haber ido a tomar
las aguas mejor reputadas, nada había conseguido, sino volver más gotoso que
antes de ir. Era esto tanto más lamentable para él cuanto que -fenómeno
extraño, en verdad- aquella gota le hacía impropio para toda metamorfosis
ulterior. La metempsicosis, en efecto, no podía ejercerse sobre los individuos
atacados de esta enfermedad de los ricos.
Ratón, por consiguiente, permanecería ratón en tanto estuviera
gotoso. Pero Ratona no sabía de
filosofías. Ved qué horrible situación la suya cuando, promovida a dama, y
hasta a gran dama, tuviese por marido a un simple ratón, y, lo que todavía es
peor, a un ratón gotoso. ¡Aquello sería para morirse de vergüenza! Por eso se
encontraba más arisca e irritable que nunca, tratando mal a su esposo, gruñendo
a sus criados a causa de órdenes mal ejecutadas, porque habían sido mal dadas,
haciendo desa-gradable la vida a todos los de su casa.
Preciso será que os curéis, señor,
y yo sabré obligaros a ello -decía.
No deseo ni pido otra cosa, querida
mía -respondía Ratón, pero temo que no sea posible, y habré de resignarme a
continuar siendo ratón...
¡Ratón...! ¡Yo la mujer de un
ratón! ¡Vaya una cosa divertida...! Henos aquí, por otra parte, con que nuestra
hija está enamorada de un muchacho que no tiene una perra chica... ¡Qué
vergüenza! Suponed que llego a ser un día princesa, Ratina será también
princesa...
Entonces yo seré príncipe -replicó
Ratón, no sin su miguita de malicia.
¡Vos...! ¡Vos príncipe con cola y
con patas! ¡Estáis loco, señor mío!
Así era como se pasaba los días la
señora Ratona. Con mucha frecuencia también, intentaba desahogar su mal humor
sobre el primo Raté. Verdad es que el pobre primo no dejaba de prestarse a las
burlas. Tampoco aquella vez había sido completa la meta-morfosis. No era ratón
más que a medias; ratón por delante, pero pez por detrás, con una cola de
pescadilla que le hacía enteramente grotesco.
En semejantes condiciones, ¡vaya usted a tratar de agradar y conmover el
corazoncito de la bella Ratina o hasta el de las demás lindas ratitas de
Ratópolis!
¿Pero qué le he hecho yo a la Naturaleza para que me
trate así? -exclamaba.
¿Qué le he hecho?
¿Quieres esconder esa indecente
cola? -decía la señora Ratona.
¡No puedo, tía mía!
¡Pues bien, córtatela, imbécil,
córtatela!
Y el cocinero Rata se ofrecía para
proceder a la operación y luego hacer de aquella cola de pescadilla un plato
magnífico. ¡Qué regalo habría sido para un día de fiesta como aquél!
¿Día de fiesta en Ratópolis? ¡Sí,
queridos niños! Y la familia Ratón se proponía tomar parte en las diversiones
públicas. Para partir, sólo aguardaban el regreso de Ratina.
En aquel momento, una carroza se
detuvo a la puerta de la casa; era la del hada Firmenta, con un traje de
brocado de oro, que iba a hacer una visita a sus protegidos.
Si tomaba a risa con frecuencia las
absurdas ambiciones de Ratona, las jactancias ridículas de Rata, las simplezas
y necedades de Ratana y las lamentaciones del primo Raté, tenía gran
consideración hacia el buen sentido de Ratón, adoraba a la encantadora Ratina,
y se consagraba a procurar un feliz desenlace a su matrimonio. En su presencia,
no se atrevía la señora Ratona a reprochar al novio de su hija el no ser
príncipe.
Hízose una excelente acogida al
hada, no escatimándole las acciones de gracias por todo lo que hasta entonces
había hecho, y lo que había de hacer en lo sucesivo.
Porque necesitamos mucho de vos,
señora hada -dijo Ratona. ¿Cuándo seré yo dama?
Paciencia, paciencia -respondió
Firmenta; hay que dejar obrar a la Naturaleza , y eso exige cierto tiempo.
Pero ¿por qué quiere la Naturaleza que yo siga
teniendo cola de pescadilla, después de haberme convertido en ratón? -exclamó
el primo, haciendo una mueca y suspirando. Señora hada, ¿no podría
desembarazarme de ella...?
¡Ay, no! -respondió Firmenta.
Verdaderamente, no tiene suerte. Es probable que sea el nombre de Raté [2] la
causa de ello. ¡Esperemos, sin embargo, que no conservará usted nada de ratón
cuando llegue a convertirse en pájaro!
¡Oh exclamó la señora Ratona, yo
quisiera ser entonces una reina de palomar!
¡Y yo una gorda y hermosa pava
trufada! -dijo cándidamente la buena Ratana.
¡Y yo un gallo con recios
espolones! -añadió, por su parte, Rata.
Vosotros seréis lo que seréis
-repuso el padre Ratón; por lo que a mí hace, soy ratón y continuaré siéndolo,
merced a mi gota, y después de todo más vale ser ratón que perder las plumas,
como muchos pájaros que yo conozco. En
aquel momento se abrió la puerta y apareció el joven Ratín, pálido,
desolado. En muy pocas palabras contó la
historia de la ratonera, y de qué modo había caído Ratina en la trampa de
Gardafur.
¡Ah -dijo el hada, conque sí, eh!
¿Quieres luchar todavía conmigo, maldito encantador...? ¡Sea, nos veremos los
dos!
1.016. Verne (Julio)
No hay comentarios:
Publicar un comentario