Claramente se comprende que desde aquel día no se trató de otra
cosa que del grave acontecimiento que preocupaba al pueblo; aquel gran artista,
inventor genial a la vez, que se llamaba Effarane, se ufanaba de enriquecer
nuestro órgano con un registro de voces infantiles. Y entonces, en la próxima
Navidad, tras los pastores, los magos, acompañados por las trompetas, los
bordones y las flautas, se oirían las voces frescas y cristalinas, los ángeles,
mariposeando en torno del Niño Jesús y su divina Madre la Virgen María.
Los trabajos de reparación habían dado principio al día siguiente;
el maestro Effarane y su ayudante habían puesto manos a la obra. Durante los
recreos, yo y algunos otros escolares acudíamos a verles. Se nos dejaba subir a
la tribuna a condición de no estorbar ni impedir las operaciones. Todo el
instrumento estaba descompuesto, reducido al estado rudimentario. Un órgano no
es más que una flauta de pan adaptada a un secreto, con un fuelle y un
registro, es decir, una regla móvil que rige la entrada del viento. El nuestro
era un magnífico modelo que tenía veinticuatro juegos principales, cuatro
teclados de cincuenta y cuatro teclas, y asimismo un tecla de pedales para
bajos fundamentales de dos octavas. ¡Cuán inmenso nos parecía aquel bosque de
tubos con lengüetas o bocas de madera o de estaño! ¡Se perdería uno en aquel
laberinto inextricable! ¡Cuando pienso que había tubos de dieciséis pies de
madera y tubos de treinta y dos pies de estaño! ¡Con aquellos tubos habría
podido forrar la escuela entera, y al señor Valrugis mismo tiempo!
Contemplábamos nosotros todo aquello con una estupefacción muy
parecida al espanto.
-Enrique -decía Hoet, arriesgando una miradita por debajo, parece
una máquina de vapor...
-No, más bien una batería -replicaba Farina; cañones que van a
disparar balas de música.
Por mi parte, yo no encontraba comparaciones, pero cuando pensaba
en las borrascas que el doble fuelle podía enviar a través de toda aquella
enorme tubería, me acometía un temblor que me duraba horas enteras.
El maestro Effarane trabajaba en medio de aquel desorden sin verse
nunca embarazado. En realidad el órgano de Kalfermatt se hallaba en bastante
buen estado, y no exigía más que reparaciones poco importantes más que otra
cosa una detenida limpieza del polvo acumulado durante muchos años. Lo que
ofrecería más dificultades sería el ajuste del registro de voces infantiles.
Este aparato se encontraba allí, en una caja, una serie de flautas de cristal,
que debían producir sonidos deliciosos. El maestro Effarane, tan hábil organero
como maravilloso organista, esperaba triunfar allí donde tantos otros habían
fracasado hasta entonces. Sin embargo, yo me daba clara cuenta de ello, no
dejaba de marchar a tientas, ensayando ora de un lado, ora de otro, y cuando la
cosa no le resultaba a su gusto, lanzaba gritos como un loro rabioso, apurado
por su dueña.
¡Brrr...! Esos gritos hacían pasar temblores por todo mi cuerpecillo,
y al escucharlos sentía que mis cabellos se erizaban eléctricamente sobre mi
cabeza.
Insisto sobre este punto, que todo lo que yo veía me impresionaba
al extremo. El interior de la vasta caja del órgano, aquel enorme animal
destripado, cuyos órganos estaban por allí dispersos, me atormentaba hasta la
obsesión. Soñaba con ello por la noche, y de día mi mente y mi imaginación
volvían incesantemente sobre ello. Principalmente la caja de las voces
infantiles, a la que no me hubiese atrevido a tocar, me hacía el efecto de una
jaula llena de niños, que el maestro Effarane educaba para hacerlos cantar bajo
sus dedos de organista.
-¿Qué tienes, José? -me preguntaba Betty.
-No lo sé -respondía yo.
-¿Será porque vas con demasiada frecuencia al órgano?
-Sí..., tal vez.
-No vayas más, José.
-No iré, Betty.
Y volvía aquel mismo día a pesar mío. Me acometía el deseo de
perderme en medio de aquel bosque de tubos, de deslizarme por los rincones más
oscuros, de seguir tras el maestro Effarane, cuyo martillo yo sentía golpear en
el fondo del órgano. Guardábame, y mucho, de decir nada de esto en mi casa; mi
padre y mi madre me habrían creído loco.
1.016. Verne (Julio)
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