Transcurrieron seis meses. Llegó noviembre, sumamente frío. Un
manto blanco cubrió la montaña e invadió las calles. Llegábamos a la escuela
con la nariz encarnada y las mejillas amoratadas. Yo aguar-daba a Betty al
volver de la plaza. ¡Qué graciosa estaba con la capellina!
-¿Eres tú, José? -decía.
-Soy yo, Betty; el frío corta esta mañana; arrópate bien;
abróchate la pelliza.
-Sí, José. ¿Y si diéramos una carrerita?
-Bueno. Dame tus libros, yo te los llevaré. Ten cuidado no te
constipes; sería una lástima que fueras a perder tu hermosa voz.
-¡Y tú la tuya, José!
Sí que habría sido una lástima, en efecto. Y después de habernos
soplado los dedos, marchábamos a todo correr para entrar en calor. Por fortuna,
la escuela estaba calentita. La estufa daba lumbre; no se escatimaba la leña,
de la que había bastante abundancia en el monte y el viento se encargaba de
derribarla, no quedando más que el trabajo de recogerla. El señor Valrugis
permanecía en su silla con el gorro encasquetado hasta los ojos, y nos contaba
la historia de Guillermo Tell. Pensaba yo entonces que si Gesller no poseía más
que un gorro, debía haberse acatarrado, ya que su gorro figuraba en la punta
del palo, si es que aquellas cosas habían ocurrido en el invierno.
Y entonces se trabajaba bien: la lectura, la escritura, el
cálculo, la recitación, el dictado, y el maestro estaba satisfecho. La música,
no obstante, holgaba; no se había encontrado ninguna persona capaz de
reemplazar al viejo Eglisak. Seguramente, olvidaríamos todo lo que habíamos
aprendido. ¿Qué probabilidades había de que viniese un nuevo director a
Kalfermatt? El órgano también comenzaba a necesitar reparaciones.
El señor cura no ocultaba su disgusto. ¡Cómo desentonaba el pobre
señor, ahora que no le acompañaba el órgano, sobre todo en el prefacio de la
misa! El tono iba bajando gradualmente, y cuando llegaba a supplici
confessione dicentes, nadie podía discernir las notas. Algunos se sonreían,
pero a mí me daba mucha pena y a Betty también.
El día de Todos Santos no había habido ninguna música bonita, ¡y la Navidad que se aproximaba
con sus Gloria, sus Adeste fideles y sus Exultet...!
El señor cura había tratado de ensayar un medio; el de reemplazar
el órgano por un serpentón. Con el serpentón, por lo menos, no desentonaría. La
dificultad no estaba en procurarse aquel instrumento antediluviano. Había uno
colgado en la pared de la sacristía, y que estaba durmiendo allí desde hacía
muchos años. Mas ¿dónde encontrar el serpentista? En realidad, tal vez podría
utilizarse el entonador del órgano, entonces sin ocupación.
-¿Tú sabes entonar? -le dijo un día el señor cura.
-Sí -respondió aquel valiente, con el fuelle, pero no con mi boca.
-¿Qué importa? Haz un ensayo para ver...
-Ensayaré.
Y ensayó, sopló en el serpentón, pero el sonido que de él salió
fue verdaderamente abominable. ¿Procedía aquello de él o procedía de la bestia
de madera? Cuestión insoluble. Hubo, por consiguiente, que renunciar a ello, y
lo probable era que la próxima Navidad fuera tan triste como había sido la
fiesta de Todos Santos. Porque si faltaba el órgano, por faltar Eglisak,
tampoco funcionarían los cantores, pues no teníamos quien nos diera lecciones,
ni quien llevara el compás; por esto los kalfermattianos estaban verdaderamente
desolados, cuando una tarde el pueblo se alzó en revolución.
Estábamos a 15 de diciembre. Hacía un frío seco, uno de esos fríos
que las brisas llevan a lo lejos. Una voz en la cumbre de la montaña habría
llegado hasta el pueblo, y un pistoletazo dis-parado en Kalfermatt se hubiera
oído en Reischarden, y entre ambos hay una legua larga.
Era un sábado, y yo había ido a cenar a casa del señor Clére. Al
día siguiente no había escuela. Cuando se ha trabajado durante toda la semana,
¿no es perfectamente lícito descansar el domingo? El propio Guillermo Tell
tiene el derecho de reposar, porque debe hallarse fatigado tras ocho días
pasados sobre el banquillo del señor Valrugis.
La casa del posadero estaba situada en la plazuela, en el rincón
de la izquierda, casi enfrente de la iglesia, cuya veleta se oía girar al
extremo de su puntiagudo campanario. Había una media docena de clientes en casa
de los Clére, y se había convenido que Betty y yo cantásemos aquella tarde un
lindo nocturno de Salviati.
Se había terminado la cena y retirado el servicio, se alinearon
las sillas e íbamos a comenzar, cuando un sonido lejano llegó a nuestros oídos.
-¿Qué es eso? -dijo uno.
-Diríase que viene de la iglesia -respondió otro.
-¡Pero si es el órgano...!
-¡Cómo! ¿Iba a tocar solo el órgano?
Los sonidos, sin embargo, continuaban propagándose con toda
claridad; tan pronto cres-cendo como diminuendo se hinchaban de vez en
cuando como si hubiesen salido de la gran bombarda del instrumento.
Abrióse la puerta de la posada, a pesar del frío. La vieja iglesia
estaba sombría, sin que ningún resplandor pasase a través de las vidrieras de
la nave. Era el viento, indudablemente, el que se deslizaba por algún agujero
del techo o de las paredes. Nos habíamos equivocado, e íbamos a reanudar
nuestra velada cuando el fenómeno se reprodujo, con tal intensidad que no era
posible el error.
-¡Pero estan tocando en la iglesia! -exclamó Juan Clére.
-Es el diablo, seguramente -dijo Jenny.
-¿Acaso el diablo sabe tocar el órgano? -replicó el posadero.
-¿Y por qué no? -pensaba yo.
Betty me cogió de la mano.
¿El diablo? -dijo.
A todo esto, las puertas que daban a la plaza fueron abriéndose
poco a poco, y algunas personas se asomaban a las ventanas pregúntando lo que
ocurría. Alguien que estaba en la posada dijo:
-Habrá encontrado el señor cura un organista y le habrá mandado
venir.
¿Cómo era que no se nos había ocurrido esta explicación tan
sencilla...?
Precisamente, en este momento apareció el propio señor cura en el
umbral de la casa rectoral.
-¿Qué pasa? -preguntó.
-Están tocando el órgano, señor cura -le dijo el posadero.
-¡Bueno! Será Eglisak que habrá vuelto a ponerse al teclado.
El ser sordo no impide, en efecto, el dejar correr los dedos sobre
las teclas, y era posible que el anciano maestro hubiese tenido el capricho de
subir a la tribuna con el entonador. Era menester verlo; pero el pórtico estaba
cerrado.
-José -me dijo el señor cura, ve a ver a casa de Eglisak.
Eché a correr hacia allí llevando de la mano a Betty, que no había
querido separarse de mí.
Cinco minutos después estábamos de regreso.
-¿Y bien? -me preguntó el señor cura.
El maestro está en su casa contesté, falto de aliento.
Era, efectivamente, cierto; su sirvienta me había asegurado que
estaba durmiendo en su cama, como un lirón, y que toda la trompetería del
órgano no hubiera podido despertarle.
-Entonces, ¿quién es el que está allí? -murmuró la señora Clére,
algo intranquila.
-Ahora lo veremos -dijo el señor cura abrochándose el abrigo.
El órgano continuaba dejándose oír. Era como una tempestad de
sonidos lo que de él brotaba. La plaza estaba como barrida por un huracán de
música. Hubiérase dicho que la iglesia no era más que un inmenso tubo de
órgano.
Ya dije que el pórtico estaba cerrado, pero al dar la vuelta se
vio que la puertecilla situada enfrente precisamente de la taberna Clére estaba
entreabierta. Por allí era por donde había debido penetrar el intruso. El señor
cura primero y tras él el sacristán, que acababa de unírsele, entraron en la
iglesia. Al pasar mojaron sus dedos en la pila del agua bendita y se
santiguaron; todos los que seguían hicieron lo mismo.
De pronto, el órgano se calló; el trozo ejecutado por el
misterioso organista se detuvo sobre un acorde de cuarta y sexta, que se perdió
bajo la oscura bóveda.
¿Era la entrada de toda aquella gente lo que había cortado la
inspiración del artista desconocido...? Eso era lo único que podía pensarse. En
aquel momento, la nave, poco antes rebosante de armonías, había vuelto a caer
en el silencio; y digo el silencio porque todos nosotros estábamos mudos entre
los pilares, con una sensación análoga a la que se experimenta cuando tras un
vivo relámpago se espera el estallido del trueno.
Aquello duró un instante; era preciso saber a qué atenerse.
El sacristán y dos o tres individuos de los más valientes se dirigieron hacia
la escalera de caracol que sube hasta la tribuna en el fondo de la nave.
Subieron los peldaños, pero una vez llegados a la tribuna, no encontraron a
nadie. La tapa del teclado estaba echada; el fuelle, medio hinchado aún a causa
del aire que no podía tener salida, permanecía inmóvil, con su palanca alzada.
Probablemente, aprovechándose del tumulto y de la oscuridad, el
intruso había podido bajar la escalera, desaparecer por la puertecilla y
escapar a través del pueblo.
¡No importaba! El sacristán creyó que tal vez, por prudencia,
sería conveniente exorcizar, mas el señor cura se opuso a ello, y con razón,
porque no la había para proceder a tales exorcismos.
1.016. Verne (Julio)
No hay comentarios:
Publicar un comentario