El Delfín tenía una tripulación
magnifica, no precisamente para un combate a abordaje, sino para la maniobra.
No necesitaba más. Aquellos muchachos eran todos resueltos, pero más o menos
negociantes. Corrían, no tras la gloria, sino tras la fortuna. No tenían
pabellón que enseñar, colores que apoyar a cañonazos; toda la artillería del
buque se reducía a dos pedreros de señales. El Delfín volaba, respondiendo a
las esperanzas de los constructores y del capitán, y pronto pasó del límite de
las aguas inglesas. Ni un buque a la vista, la gran carretera del océano estaba
libre.
Por otra parte, ningún buque
federal tenía derecho a atacarle bajo pabellón inglés, aunque podían seguirle e
impedir que quebrantara bloqueos. En vista de estas razones, Jacobo lo había
sacrificado todo a la ligereza de su buque, para que nadie fuera capaz de
alcanzarlo.
A pesar de todo, el servicio a
bordo se hacía con esmerada vigilancia. El frío no impedía que un centinela se
hallara siempre en la arboladura, pronto a dar aviso si divisaba en el
horizonte la más pequeña vela. Llegada la noche, el capitán hizo al segundo las
advertencias más precisas.
Relevad con frecuencia los vigías
-le dijo. El frío puede hacer que su vigilancia afloje.
Entiendo, capitán -respondió Mr.
Mathew.
Os recomiendo a Crockston para ese
servicio. Pretende tener muy buena vista; es preciso probarle. Incluidle en el
cuarto de la mañana para que vigile las brumas matutinas, Si ocurre algo,
avisadme.
Dicho esto, Jacobo se encerró en su
camarote. Mr. Mathew llamó a Crockston y le trasmitió las órdenes del capitán.
Mañana, a las seis, subirás a tu
puesto de observación, en las barras de trinquete.
Crockston, a manera de respuesta,
profirió un gruñido de los más afirmativos.
Pero aún no había vuelto la espalda el segundo, cuando el marinero
empezó a murmurar, acabando por decir:
¿Qué diablos querrá decir con eso
de barras de trinquete?
En aquel momento, su sobrino John
Stiggs se acercó a él y le dijo:
¿Qué tal, mi buen Crockston?
Bien. Vamos marchando -respondió el
marinero con forzada sonrisa. Sólo me fastidia una cosa. Este demonio de barco
se sacude las pulgas como un perro que sale del río, de modo que me siento algo
revuelto.
¡Pobre amigo mío! -dijo el grumete,
mirando a Crockston con vivo sentimiento de gratitud.
-¡Y cuando pienso -repuso el
marinero- que a mi edad me permito marearme!... ¡Soy una mujercilla! Pero vamos
andando. También me fastidian las barras de trinquete...
Querido Crockston, lo hacéis por
mí.
Por vos y por él; pero basta de
conversación acerca de esto. Dios nos protegerá. Confiemos en Él.
John Stiggs y Crockston regresaron
al puesto de los marineros. El tío no se durmió hasta ver al grumete acostado
en el estrecho camarote que le estaba destinado.
Al amanecer, Crockston se levantó
para ocupar su puesto. Subió a cubierta, y el segundo le dio orden de trepar a
la arboladura y vigilar bien. El
marinero parecía algo indeciso, pero al fin se dirigió hacia la popa.
Pero ¿adónde vas? -gritó Mr.
Mathew.
-A donde me enviáis -respondió
Crockston.
Te he dicho que a las barras de
trinquete.
Pues allá voy -dijo el marinero,
continuando hacia la popa.
¿Te estás burlando de mí? -repuso
Mr. Mathew con impaciencia. ¿Vas a buscar las barras de trinquete en el palo
mesana? ¿A que ni siquiera sabes lo que es tomar un rizo? ¿A bordo de qué
gabarra has navegado? ¡Al palo trinquete, bárbaro, al trinquete!
Los marineros de cuarto, que se
habían aproximado al oír los gritos, no pudieron menos de soltar la carcajada
al ver el aire perplejo de Crockston, que volvía hacia la proa.
Es decir -exclamó, midiendo con la
vista el palo cuyo extremo, absolutamente invisible, se perdía en las nieblas
de la mañana: ¿es decir que tengo que subir allá arriba?
Sí -replicó Mr. Mathew, y despacha
pronto. ¡Por vida de san Patricio! Un buque federal podría meter su bauprés en
nuestra jarcia antes de que este gandul llegara a su puesto. ¿Vas o no?
Crockston, sin despegar los labios,
se encaramó penosamente, como quien no sabe hacer uso de sus pies ni de sus
manos; pero al llegar a la cofa, en lugar de trepar con ligereza, permaneció
inmóvil, agarrándose a la jarcia con la energía de un hombre sobrecogido por el
vértigo. Mr. Mathew, cansado de tanta torpeza, y sintiendo que la ira le
dominaba, le mandó bajar inmediatamente a cubierta.
Ese majadero -dijo al contramaestre- no ha sido marinero en su vida.
Johnston, registrad su maleta.
El contramaestre desapareció.
Crockston, entretanto, bajaba
penosamente; pero, habiéndole fallado un pie, se agarró a una cuerda arriada en
banda, que cedió, y el pobre hombre cayó rudamente sobre cubierta.
¡Torpe! ¡Bestia! ¡Marino de agua
dulce! -dijo Mr. Mathew, a modo de consuelo. ¿Qué has venido a hacer en el
Delfín? Te has hecho pasar por un buen marinero, y no distingues el mesana del
trinquete. ¡Pues bien, vamos a charlar un poco!
Crockston callaba. Volvía la
espalda como hombre dispuesto a recibirlo todo.
Precisamente entonces regresó de su
visita el contramaestre.
He aquí -dijo éste, dirigiéndose al
segundo- lo que he encontrado. Una cartera sospechosa con cartas.
¡Venga! -exclamó Mr. Mathew.
¡Cartas con el timbre de los Estados Unidos del Norte! ¡M. Halliburtt de
Boston! ¡Un abolicionista! ¡Un
federal!... ¡Miserable! ¿Has venido a hacernos traición? No tengas cuidado, vas
a probar las uñas del gato de nueve colas. ¡Contramaestre, avisad al
capitán! ¡Y vosotros, muchachos, vigilad
a este pillo!
Crockston, al recibir tales
piropos, ponía una cara endemoniada, pero no respondía. Le habían atado al
cabrestante y no podía mover los pies ni las manos.
Jacobo salió de su camarote y se
dirigió hacia la popa. El segundo le puso en el acto al corriente de todo.
¿Qué tienes que alegar? -preguntó
el capitán dirigiéndose a Crockston y conteniendo apenas su enojo.
Nada -respondió Crockston.
¿Qué has venido a hacer aquí?
Nada.
¿Quién eres? ¿Un americano, como al
parecer indican estas cartas?
Crockston calló.
¡Contramaestre! -dijo Jacobo
Playfair; cincuenta zurriagazos para desatarle la lengua. ¿Serán bastante,
Crockston?
Veremos -dijo sin pestañear el tío
del grumete John Stiggs.
¡Andad vosotros! -dijo el
contramaestre. Al oír este mandado, dos vigorosos marineros despoja-ron a
Crockston de su blusa de lana. Levantaban ya el temible instrumento sobre las
espaldas del paciente, cuando el grumete John Stiggs, pálido y desencajado, se
precipitó hacia Jacobo Playfair.
¡Capitán! -gritó.
¡Ah! ¡el sobrino! -dijo el capitán.
Capitán -repuso el grumete haciendo
un violento esfuerzo sobre sí mismo; os diré lo que Crockston no ha querido
decir. Sí, es americano, y yo también; los dos somos enemigos de los
esclavistas, pero no traidores que hayamos venido a entregar el Delfín a las
tropas federales.
¿A qué habéis venido entonces? -preguntó
el capitán con voz serena, examinando atentamente al muchacho.
Este vaciló algunos instantes antes
de responder, y después, con voz bastante serena, dijo:
Capitán, quisiera hablaros a solas.
Mientras John Stiggs formulaba esta
petición, Jacobo Playfair no dejaba de mirarle atentamente. La cara joven y
amable del grumete, la fineza y delicadeza de sus manos, disimulada apenas por
una capa de brea, sus rasgados ojos cuya animación no podía extinguir su
dulzura; todo aquel conjunto hizo concebir al capitán cierta idea. Así que el
grumete hubo terminado su petición, Playfair miró a Crockston, que se encogió
de hombros; después fijó sobre el muchacho una interrogadora mirada que no pudo
sostener, y le dijo esta sola palabra:
Seguidme.
John siguió al capitán a la
toldilla. Allí, Jacobo Playfair, abriendo la puerta de su camarote, dijo al grumete,
cuyas mejillas estaban pálidas de emoción:
-Tomaos la molestia de entrar,
miss. John se puso encarnado como una cereza; dos lágrimas surcaron sus
mejillas.
Tranquilizaos, miss -dijo Jacobo
Playfair con voz más dulce, y hacedme el favor de decirme a qué circunstancia
debo el honor de teneros a bordo. La
joven vaciló un instante, pero tranquilizada por la mirada del capitán se
decidió a hablar.
Caballero -dijo, voy a unirme a mi
padre, que está en Charleston. La ciudad está cercada por tierra y bloqueada
por mar. Supe que el Delfín se proponía forzar el bloqueo y decidí tomar pasaje
a su bordo. Dispensadme si lo he hecho sin vuestro consentimiento. Me lo
hubierais negado.
Indudablemente.
He hecho, pues, bien en no
pedíroslo -dijo la joven con voz más firme.
El capitán se cruzó de brazos, y
después de dar una vuelta por el camarote:
¿Cómo os llamáis? -preguntó.
Jenny Halliburtt. -Vuestro padre,
si recuerdo bien lo que dicen las señas escritas en las cartas cogidas a
Crockston, es de Boston.
Sí, señor.
¿Cómo un hombre del Norte se halla
en una ciudad del Sur en lo más serio de la guerra?
Está prisionero. Se hallaba en
Charleston cuando se dispararon los primeros tiros de la guerra civil y cuando
las tropas de la Unión
fueron desalojadas del fuerte Sumter por los confederados. Las opiniones de mi
padre le hacían odioso a los esclavistas y, a pesar de todos sus desvelos, fue
preso por orden del general Beauregard. Yo estaba entonces en Inglaterra, al
lado de una señora de nuestra parentela, que acaba de morir, y sola, sin más
apoyo que Crockston, el servidor más fiel de mi familia, he querido unirme a mi
padre y compartir su prisión.
¿Qué era, pues, Mr. Halliburtt?
Un leal y valeroso periodista
-respondió Jenny con orgullo; uno de los más dignos redactores de la Tribuna[1],
el que más intrépidamente ha defendido la causa de los negros.
¡Un abolicionista! -exclamó
violentamente el capitán, ¡uno de esos hombres que con el pretexto de abolir
la esclavitud, han cubierto su país de sangre y de ruinas!
Caballero -repuso Jenny Halliburtt
palideciendo: no sé cómo no os avergüenza insultar a mi padre, estando yo sola
para defenderle. Un vivo rubor subió a la frente del joven capitán, se apoderó
de él una mezcla extraña de cólera y vergüenza. Iba tal vez a responder groseramente
a la joven, pero logró contenerse y abrió la puerta del camarote.
¡Contramaestre! -gritó. El contramaestre
se presentó en el acto.
-Este camarote será en lo sucesivo
el de miss Jenny Halliburtt -dijo Jacobo Playfair. Que me preparen una hamaca
en el fondo de la toldilla. No necesito más.
El contramaestre miraba atónito al joven grumete calificado de miss,
pero, a una seña de Jacobo Playfair, salió.
Y ahora, miss, estáis en vuestra
casa -dijo el capitán del Delfín.
Dicho esto, se retiró.
1.016. Verne (Julio)
[1] Periódico abolicionista
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