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jueves, 23 de enero de 2014

Los forzadores de bloqueos - Cap III. En alta mar

El Delfín tenía una tripulación magnifica, no precisamente para un combate a abordaje, sino para la maniobra. No necesitaba más. Aquellos muchachos eran todos resueltos, pero más o menos negociantes. Corrían, no tras la gloria, sino tras la fortuna. No tenían pabellón que enseñar, colores que apoyar a cañonazos; toda la artillería del buque se reducía a dos pedreros de señales. El Delfín volaba, respondiendo a las esperanzas de los constructores y del capitán, y pronto pasó del límite de las aguas inglesas. Ni un buque a la vista, la gran carretera del océano estaba libre.
Por otra parte, ningún buque federal tenía derecho a atacarle bajo pabellón inglés, aunque podían seguirle e impedir que quebrantara bloqueos. En vista de estas razones, Jacobo lo había sacrificado todo a la ligereza de su buque, para que nadie fuera capaz de alcanzarlo.
A pesar de todo, el servicio a bordo se hacía con esmerada vigilancia. El frío no impedía que un centinela se hallara siempre en la arboladura, pronto a dar aviso si divisaba en el horizonte la más pequeña vela. Llegada la noche, el capitán hizo al segundo las advertencias más precisas.
Relevad con frecuencia los vigías -le dijo. El frío puede hacer que su vigilancia afloje.
Entiendo, capitán -respondió Mr. Mathew.
Os recomiendo a Crockston para ese servicio. Pretende tener muy buena vista; es preciso probarle. Incluidle en el cuarto de la mañana para que vigile las brumas matutinas, Si ocurre algo, avisadme.
Dicho esto, Jacobo se encerró en su camarote. Mr. Mathew llamó a Crockston y le trasmitió las órdenes del capitán.
Mañana, a las seis, subirás a tu puesto de observación, en las barras de trinquete.
Crockston, a manera de respuesta, profirió un gruñido de los más afirmativos.  Pero aún no había vuelto la espalda el segundo, cuando el marinero empezó a murmurar, acabando por decir:
¿Qué diablos querrá decir con eso de barras de trinquete?
En aquel momento, su sobrino John Stiggs se acercó a él y le dijo:
¿Qué tal, mi buen Crockston?
Bien. Vamos marchando -respondió el marinero con forzada sonrisa. Sólo me fastidia una cosa. Este demonio de barco se sacude las pulgas como un perro que sale del río, de modo que me siento algo revuelto.
¡Pobre amigo mío! -dijo el grumete, mirando a Crockston con vivo sentimiento de gratitud.
-¡Y cuando pienso -repuso el marinero- que a mi edad me permito marearme!... ¡Soy una mujercilla! Pero vamos andando. También me fastidian las barras de trinquete...
Querido Crockston, lo hacéis por mí.
Por vos y por él; pero basta de conversación acerca de esto. Dios nos protegerá. Confiemos en Él.
John Stiggs y Crockston regresaron al puesto de los marineros. El tío no se durmió hasta ver al grumete acostado en el estrecho camarote que le estaba destinado.
Al amanecer, Crockston se levantó para ocupar su puesto. Subió a cubierta, y el segundo le dio orden de trepar a la arboladura y vigilar bien.  El marinero parecía algo indeciso, pero al fin se dirigió hacia la popa.
Pero ¿adónde vas? -gritó Mr. Mathew.
-A donde me enviáis -respondió Crockston.
Te he dicho que a las barras de trinquete.
Pues allá voy -dijo el marinero, continuando hacia la popa.
¿Te estás burlando de mí? -repuso Mr. Mathew con impaciencia. ¿Vas a buscar las barras de trinquete en el palo mesana? ¿A que ni siquiera sabes lo que es tomar un rizo? ¿A bordo de qué gabarra has navegado? ¡Al palo trinquete, bárbaro, al trinquete!
Los marineros de cuarto, que se habían aproximado al oír los gritos, no pudieron menos de soltar la carcajada al ver el aire perplejo de Crockston, que volvía hacia la proa.
Es decir -exclamó, midiendo con la vista el palo cuyo extremo, absolutamente invisible, se perdía en las nieblas de la mañana: ¿es decir que tengo que subir allá arriba?
Sí -replicó Mr. Mathew, y despacha pronto. ¡Por vida de san Patricio! Un buque federal podría meter su bauprés en nuestra jarcia antes de que este gandul llegara a su puesto. ¿Vas o no?
Crockston, sin despegar los labios, se encaramó penosamente, como quien no sabe hacer uso de sus pies ni de sus manos; pero al llegar a la cofa, en lugar de trepar con ligereza, permaneció inmóvil, agarrándose a la jarcia con la energía de un hombre sobrecogido por el vértigo. Mr. Mathew, cansado de tanta torpeza, y sintiendo que la ira le dominaba, le mandó bajar inmediatamente a cubierta.
Ese majadero -dijo al contramaestre- no ha sido marinero en su vida.
Johnston, registrad su maleta.
El contramaestre desapareció.
Crockston, entretanto, bajaba penosamente; pero, habiéndole fallado un pie, se agarró a una cuerda arriada en banda, que cedió, y el pobre hombre cayó rudamente sobre cubierta.
¡Torpe! ¡Bestia! ¡Marino de agua dulce! -dijo Mr. Mathew, a modo de consuelo. ¿Qué has venido a hacer en el Delfín? Te has hecho pasar por un buen marinero, y no distingues el mesana del trinquete. ¡Pues bien, vamos a charlar un poco!
Crockston callaba. Volvía la espalda como hombre dispuesto a recibirlo todo.
Precisamente entonces regresó de su visita el contramaestre.
He aquí -dijo éste, dirigiéndose al segundo- lo que he encontrado. Una cartera sospechosa con cartas.
¡Venga! -exclamó Mr. Mathew. ¡Cartas con el timbre de los Estados Unidos del Norte! ¡M. Halliburtt de Boston! ¡Un abolicionista!  ¡Un federal!... ¡Miserable! ¿Has venido a hacernos traición? No tengas cuidado, vas a probar las uñas del gato de nueve colas. ¡Contramaestre, avisad al capitán!  ¡Y vosotros, muchachos, vigilad a este pillo!
Crockston, al recibir tales piropos, ponía una cara endemoniada, pero no respondía. Le habían atado al cabrestante y no podía mover los pies ni las manos.
Jacobo salió de su camarote y se dirigió hacia la popa. El segundo le puso en el acto al corriente de todo.
¿Qué tienes que alegar? -preguntó el capitán dirigiéndose a Crockston y conteniendo apenas su enojo.
Nada -respondió Crockston.
¿Qué has venido a hacer aquí?
Nada.
¿Quién eres? ¿Un americano, como al parecer indican estas cartas?
Crockston calló.
¡Contramaestre! -dijo Jacobo Playfair; cincuenta zurriagazos para desatarle la lengua. ¿Serán bastante, Crockston?
Veremos -dijo sin pestañear el tío del grumete John Stiggs.
¡Andad vosotros! -dijo el contramaestre. Al oír este mandado, dos vigorosos marineros despoja-ron a Crockston de su blusa de lana. Levantaban ya el temible instrumento sobre las espaldas del paciente, cuando el grumete John Stiggs, pálido y desencajado, se precipitó hacia Jacobo Playfair.
¡Capitán! -gritó.
¡Ah! ¡el sobrino! -dijo el capitán.
Capitán -repuso el grumete haciendo un violento esfuerzo sobre sí mismo; os diré lo que Crockston no ha querido decir. Sí, es americano, y yo también; los dos somos enemigos de los esclavistas, pero no traidores que hayamos venido a entregar el Delfín a las tropas federales.
¿A qué habéis venido entonces? -preguntó el capitán con voz serena, examinando atentamente al muchacho.
Este vaciló algunos instantes antes de responder, y después, con voz bastante serena, dijo:
Capitán, quisiera hablaros a solas.
Mientras John Stiggs formulaba esta petición, Jacobo Playfair no dejaba de mirarle atentamente. La cara joven y amable del grumete, la fineza y delicadeza de sus manos, disimulada apenas por una capa de brea, sus rasgados ojos cuya animación no podía extinguir su dulzura; todo aquel conjunto hizo concebir al capitán cierta idea. Así que el grumete hubo terminado su petición, Playfair miró a Crockston, que se encogió de hombros; después fijó sobre el muchacho una interrogadora mirada que no pudo sostener, y le dijo esta sola palabra:
Seguidme.
John siguió al capitán a la toldilla. Allí, Jacobo Playfair, abriendo la puerta de su camarote, dijo al grumete, cuyas mejillas estaban pálidas de emoción:
-Tomaos la molestia de entrar, miss. John se puso encarnado como una cereza; dos lágrimas surcaron sus mejillas.
Tranquilizaos, miss -dijo Jacobo Playfair con voz más dulce, y hacedme el favor de decirme a qué circunstancia debo el honor de teneros a bordo.  La joven vaciló un instante, pero tranquilizada por la mirada del capitán se decidió a hablar.
Caballero -dijo, voy a unirme a mi padre, que está en Charleston. La ciudad está cercada por tierra y bloqueada por mar. Supe que el Delfín se proponía forzar el bloqueo y decidí tomar pasaje a su bordo. Dispensadme si lo he hecho sin vuestro consentimiento. Me lo hubierais negado.
Indudablemente.
He hecho, pues, bien en no pedíroslo -dijo la joven con voz más firme.
El capitán se cruzó de brazos, y después de dar una vuelta por el camarote:
¿Cómo os llamáis? -preguntó.
Jenny Halliburtt. -Vuestro padre, si recuerdo bien lo que dicen las señas escritas en las cartas cogidas a Crockston, es de Boston.
Sí, señor.
¿Cómo un hombre del Norte se halla en una ciudad del Sur en lo más serio de la guerra?
Está prisionero. Se hallaba en Charleston cuando se dispararon los primeros tiros de la guerra civil y cuando las tropas de la Unión fueron desalojadas del fuerte Sumter por los confederados. Las opiniones de mi padre le hacían odioso a los esclavistas y, a pesar de todos sus desvelos, fue preso por orden del general Beauregard. Yo estaba entonces en Inglaterra, al lado de una señora de nuestra parentela, que acaba de morir, y sola, sin más apoyo que Crockston, el servidor más fiel de mi familia, he querido unirme a mi padre y compartir su prisión.
¿Qué era, pues, Mr. Halliburtt?
Un leal y valeroso periodista -respondió Jenny con orgullo; uno de los más dignos redactores de la Tribuna[1], el que más intrépidamente ha defendido la causa de los negros.
¡Un abolicionista! -exclamó violentamente el capitán, ¡uno de esos hombres que con el pretexto de abolir la esclavitud, han cubierto su país de sangre y de ruinas!
Caballero -repuso Jenny Halliburtt palideciendo: no sé cómo no os avergüenza insultar a mi padre, estando yo sola para defenderle. Un vivo rubor subió a la frente del joven capitán, se apoderó de él una mezcla extraña de cólera y vergüenza. Iba tal vez a responder groseramente a la joven, pero logró contenerse y abrió la puerta del camarote.
¡Contramaestre! -gritó. El contramaestre se presentó en el acto.
-Este camarote será en lo sucesivo el de miss Jenny Halliburtt -dijo Jacobo Playfair. Que me preparen una hamaca en el fondo de la toldilla. No necesito más.  El contramaestre miraba atónito al joven grumete calificado de miss, pero, a una seña de Jacobo Playfair, salió.
Y ahora, miss, estáis en vuestra casa -dijo el capitán del Delfín.
Dicho esto, se retiró. 

1.016. Verne (Julio)


[1] Periódico abolicionista

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