La lancha, impelida por seis
robustos remeros, volaba. La niebla se iba condensando y Jacobo conseguía, no
sin trabajo, mantenerse en la línea de sus señales. Crockston estaba hacia la
proa y Mr. Halliburtt hacia la popa, junto al capitán. El prisionero, asombrado
de la presencia de su criado, había querido hablarle; pero éste le había rogado
por señas que guardara silencio. Pero,
así que la lancha estuvo en plena rada, Crockston se decidió a hablar, pues
comprendía la ansiedad de su amo.
Sí, querido amo -dijo, el carcelero
ocupa mi lugar en el calabozo, gracias a dos puñetazos que le he propinado, uno
en la nuca y otro en el estómago, a manera de narcótico, en el momento en que
me entraba la cena. ¡Qué agradecido soy! Le he quitado la ropa y las llaves, os
he ido a buscar y os he conducido fuera de la ciudadela, a las barbas de los
soldados. ¡No era muy difícil!
Pero ¿y mi hija? -preguntó mister
Halliburtt.
A bordo del buque que nos ha de
llevar a Inglaterra.
¡Mi hija está aquí! -gritó el
americano, levantándose del banco.
¡Silencio! -exclamó Crockston.
Dentro de algunos minutos estaremos a salvo.
La embarcación corría velozmente
pero algo a la ventura. En medio de la oscuridad, Jacobo no distinguía los
faroles del Delfín. Vacilaba acerca de la dirección que debía seguir, y la
oscuridad era tal que los marineros no veían las extremidades de sus remos.
¿Qué sucede, Mr. Jacobo? -dijo
Crockston.
Debemos haber andado más de milla y
media -respondió el capitán. ¿No ves nada, Crockston?
Nada, y tengo buena vista.
Pero ¡bah! ya llegaremos. No saben nada
allá abajo.
Aún no había pronunciado estas
palabras cuando un cohete rasgó las tinieblas hasta una altura prodigiosa.
¡Una señal! -exclamó Jacobo
Playfair.
¡Diablo! -dijo Crockston. Debe venir
de la ciudadela. Esperemos.
Otro cohete, y después otro,
siguieron al primero. Casi en el acto, la misma señal se repitió a una milla de
distancia de la embarcación, hacia delante.
-Este viene del fuerte Sumter
-exclamó Crockston, y es la señal de la evasión. ¡Fuerza! ¡De remo!
¡Todo está descubierto!
¡Bogad firme, amigos míos! -gritó Jacobo,
animando a sus marineros. Esos cohetes han alumbrado mi camino. El Delfín no
dista de nosotros cien yardas. Oigo la campana de a bordo. ¡Adelante! ¡Veinte
libras para vosotros si llegamos en cinco minutos!
La barca parecía rozar sólo las
olas. Todos los corazones palpitaban con violencia. Un cañonazo acababa de
resonar en dirección. A la ciudad, a veinte brazas de la embarcación. Crockston
oyó pasar un cuerpo rápido que podía ser una bala de cañón.
La campana del Delfín se había
lanzado a vuelo. La lancha se acercaba. Algunos golpes de remo hicieron que
atracase.
Algunos segundos después, Jenny
caía en brazos de su padre.
La lancha se elevó en el acto, y
Jacobo subió a la toldilla.
Mr. Mathew, ¿hay presión?
Sí, capitán.
Cortad la amarra, y a toda máquina.
Algunos minutos después, las
hélices llevaban al buque hacia el paso principal, separándole del fuerte
Sumter.
Mr. Mathew -dijo Jacobo, no podemos
pensar en tomar los pasos de Sullivan, pues caeríamos bajo el fuego de los
confederados. Acerquémonos cuanto podamos a la derecha de la rada, aunque nos
expongamos a recibir los proyectiles federales. ¿Tenéis un hombre seguro en el
timón?
Sí, capitán.
Haced apagar todas las luces.
Demasiado nos venden, demasiado, los reflejos de la máquina.
El Delfín marchaba con suma
rapidez; pero al acercarse a la derecha de Charleston Habour, había tenido que
seguir un canal que le acercaba momentáneamente al fuerte Sumter, y no se hallaba
a media milla de éste, cuando todas sus cañoneras se iluminaron a la vez, y un
huracán de hierro pasó por delante del buque, resonando una espantosa
detonación.
¡Demasiado pronto, torpes! -gritó
Jacobo, soltando la carcajada.
¡Forzad, maquinista! ¡Es preciso
pasar entre dos andanadas! Los fogoneros
activaron. Todo el Delfín gemía a los esfuerzos de su máquina, como si fuera a
deshacerse.
Resonó una segunda detonación,
silbando otra granizada de proyectiles detrás del barco.
¡Demasiado tarde, imbéciles! -rugió
el joven capitán.
Crockston, desde la toldilla,
exclamó:
-Ya nos hemos librado bien de uno.
Dentro de algunos minutos no habrá
que temer a los confederados.
¿Crees que no tenemos ya más que
temer del fuerte Sumter? -preguntó Jacobo.
Nada. Pero sí del fuerte Moultrie,
al extremo de la punta Sullivan, aunque sólo nos molestará por espacio de medio
minuto. Que apunte bien, si quiere tocarnos.
Ya estamos.
¡Bien! La posición del fuerte
Moultrie nos permite entrar de lleno en el canal principal ¡Fuego, pues, fuego!
En el mismo instante; como si
Jacobo hubiera mandado el fuego de las baterías por sí mismo, una triple línea
de relámpagos iluminó el fuerte. Oyóse un espantoso estrépito, y se produjeron
chasquidos a bordo del buque.
¡Nos han tocado! -exclamó
Crockston.
¡Mr. Mathew! -gritó el capitán a su
segundo, que estaba en la proa. ¿Qué
hay?
El bauprés en el agua.
¿Hay heridos?
No.
¡Pues al diablo la arboladura!
Derechos al paso, ¡adelante!, gobernad hacia la isla.
¡Se han fastidiado los confederados!
-gritó Crockston. ¡Si hemos de recibir balas, que sean del Norte!
¡Se digieren mejor!
Nuestros héroes no podían cantar
victoria, pues aunque la isla de Morris no estaba aún armada con las temibles
piezas que se establecieron en ella algunos meses más tarde, sus cañones y
morteros bastaban y sobraban para echar a pique buques como el Delfín.
El fuego de los fuertes Sumter y
Moultrie había puesto sobre aviso a los federales de la isla y a los buques del
bloqueo. Los sitiadores, aunque no comprendían aquel ataque nocturno, que no
parecía dirigido contra ellos, debían estar dispues-tos a responder.
Sobre esto reflexionaba Jacobo al
avanzar hacia los pasos de Morris, y hacía bien en temer, porque al cabo de un
cuarto de hora las tinieblas estaban surcadas por multitud de luces, cayendo
una lluvia de granadas alrededor del buque, y haciendo saltar agua por encima
de sus bordas; algunas llegaron a herir la cubierta del Delfín, pero por su
base, lo cual le salvó de una pérdida segura. En efecto, aquellas granadas,
como se supo después, debían romperse cada una en cien cascos, subiendo a
alturas de 120 pies ,
con petróleo imposible de apagar, y que ardía por espacio de veinte
minutos. Afortunadamente para el Delfín,
aquellos proyectiles de nueva invención, eran muy defectuosos; lanzados al
aire, un falso movimiento de rotación los mantenía inclinados, haciendo que al
caer no golpearan con la punta donde se hallaba la espoleta de percusión.
La caída de aquellas granadas de
poco peso no hizo gran daño al Delfín, que continuó avanzando por el paso.
En aquel momento, a pesar de las
órdenes de Jacobo, Mr. Halliburtt y su hija fueron a unirse a él sobre la
toldilla. Jenny declaró que no se separaría del capitán aunque éste se
opusiera.
Mr. Halliburtt, que acababa de
saber cuán noble había sido la conducta de Jacobo, le estrechó la mano sin
poder articular una sola palabra. El
Delfín avanzaba con gran ligereza hacia alta mar; le bastaba seguir el paso
durante otras 3 millas
para hallarse en el Atlántico; si el paso estaba libre en su entrada, se había
salvado. Jacobo, conociendo maravillosamente todos los secretos de la bahía de
Charleston, dirigía su buque entre las tinieblas con admirable seguridad. Podía
esperar que su atrevida marcha le proporcionaría un feliz resultado, cuando el
vigía gritó:
¡Un buque!
¿Que buque? -gritó Jacobo.
¡Sí, por babor!
La niebla que se había elevado
permitía distinguir una gran fragata que maniobraba para cerrar el paso al
Delfín. Era necesario a toda costa ganarle en velocidad, pidiendo a la máquina
un exceso de fuerza impulsiva; si no, todo estaba perdido.
¡La barra a estribor! ¡Toda! -gritó
el capitán.
Y se lanzó al puente colocado sobre
la maquina. Por orden suya, se detuvo el movimiento de una hélice y por el
impulso de la otra, el Delfín viró con rapidez maravillosa. Así evitó correr
hacia la fragata federal y avanzó, como ella, hacia la entrada del paso. La
cuestión era de rapidez. Jacobo
comprendió que en ella estribaba su salvación, la de Jenny y su padre, la de
toda la tripulación. La fragata llevaba considerable delantera. Los torrentes de negro humo que brotaban de
su chimenea, revelaban que forzaba sus fuegos; Jacobo no era hombre a propósito
para darse por vencido en situaciones como ésta.
¿Cómo estamos? -preguntó al
maquinista.
En el máximo de presión -contestó
éste. El vapor se escapa por todas las válvulas.
¡Cargadlas! -mandó el capitán.
Sus órdenes se ejecutaron a riesgo
de volar el buque. El Delfín marchó aún
más de prisa; los émbolos funcionaban con espantosa rapidez. Todas las planchas
de asiento de la máquina temblaban. El espectáculo hacía estremecer los
corazones mejor templados.
¡Forzad! -gritaba Jacobo. ¡Forzad
siempre!
Imposible -respondió el maquinista.
Las válvulas están herméti-camente cerradas.
¡Los hornillos están llenos hasta la boca!
¿Qué importa? ¡Atacadlos con
algodón impregnado de espíritu de vino!
¡Es preciso, a toda costa, adelantar a la maldita fragata! Los más intrépidos marineros se miraron, pero
nadie vaciló. Se echaron a la cámara de la máquina algunas pacas de algodón, y
se desfondó en ella un barril de espíritu de vino.
La nueva materia combustible se
introdujo, no sin peligro, en los incandescentes hornillos. El rugido de las
llamas no permitía que los fogoneros se oyesen. Pronto las planchas de los
hornillos llegaron al rojo blanco; los émbolos iban y venían como los de una
locomotora; los manómetros marcaban una tensión espantosa; el barco volaba; sus
junturas crujían; por sus chimeneas brotaban llamas mezcladas con el humo. Su
velocidad era vertiginosa, insensata; pero ganaba espacio sobre la fragata; la
rebasaba, y al cabo de diez minutos, estaba fuera del canal.
¡Nos hemos salvado! -gritó el
capitán.
¡Nos hemos salvado! -repitió la
tripulación batiendo las palmas.
Ya el faro de Charleston empezaba a
desaparecer hacia el Sudoeste, palideciendo su brillo, y parecía que ya el
Delfín se hallaba fuera de peligro, cuando una bomba, disparada por una
cañonera, zumbó en las tinieblas. Podía seguirse su rastro a causa de la
espoleta, que dejaba tras sí una línea de fuego. Aquél fue un momento de indescriptible
ansiedad; todos callaban mirando con espantados ojos la parábola descrita por
el proyectil; nada podía hacerse para evitarla; después de medio minuto, cayó con
horrible estruendo sobre la proa del Delfín.
Los marineros, horrorizados, se
refugiaron a la popa; nadie se atrevía a dar un paso, mientras la espoleta
chisporreteaba.
Pero un hombre, valiente entre los
valientes, corrió hacia aquel formidable artificio de destrucción. Era
Crockston. Cogió la bomba en sus brazos vigorosos, y mientras millares de
chispas se desprendían de la espoleta, la arrojó haciendo un sobrehumano
esfuerzo por encima de la borda.
Apenas había llegado a la
superficie del agua, estalló la bomba con espantosa detonación.
¡Viva Crockston! ¡Viva! -exclamó a coro toda la tripulación,
mientras Crockston se frotaba las manos.
Poco después, el Delfín surcaba las
aguas del Atlántico; la costa americana desaparecía en las tinieblas y los
fuegos lejanos que se cruzaban en el horizonte indicaban que el ataque era
general entre las baterías de la isla Morris y los fuertes de Charleston
Habour.
1.016. Verne (Julio)
No hay comentarios:
Publicar un comentario